ABANCO 35

ABANCO/Cosas de Soria

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Memorias de Martín Pedraza (II)

La Diáspora

El FiscaLa mili significó un paréntesis en mi vida; una línea divisoria entre un antes cerrándose detrás cle mí, y un después incierto que me inquietab. Hasta entonces mi existencia había transcurrido sin sobresaltos, sin más preocupaciones que pasear los libros bajo el brazo en los últimos años de estudiante, y recorrer con los amigos cuantas tascas y tabernas nos salían al paso a la salida de las clases.

 El Bizco García, con el tono zumbón que usaba a menudo, solía decir que, aunque no frecuentábamos la iglesia, para piadosos, nosotros, fieles devotos del dios Baco a quien venerábamos de ermita en ermita, ya fuese día de labor, domingo o fiesta guardar. No había bar, café, talderna o ventorro que desconociesen nuestros pies, ni mostrador por el que no hubiésemos restregado nuestras coderas. Y más arte usábamos en empinar el codo que en hincar los dos con un libro delante. Cuando se inauguraba un bar, allá acudíamos a cumplir con la visita de cortesía pues, al decir de Lorenzo, el mayor de los hermanos García, de no observar tal rito la mala conciencia no le dejaba pegar ojo. Eso de los remordimientos y del amor al morapio edebía quedarle a Lorenzo de su época de monaguillo, años atrás, cuando al menor descuido de don Secundino, el párroco de su pueblo, le atizaba unos tientos de no te menees al vino de consagrar.

No se crea por lo antedicho que acostumbrásemos a ponernos como cubas, ya que nuestros raquíticos caudales de estudiantes no permitían semejantes larguezas; a lo sumo, quien más quien menos cogía una ligera cogorza, lógica consecuencia de echar al coleto el vinazo peleón, a palo seco más por falta de medios que de ganas. Con el tiempo y la experiencia comenzamos a distinguir el grano de la paja, y, sin llegar al sibaritismo pues obvio es que solíamos andar a la cuarta pregunta las más de las veces, fuimos escogiendo los bares que servían vino a granel mínimamente decente, quizá traído de Lumpiaque, Cosuenda o Magallón, y abandonando los que servían matarratas que, aun con la bendición de las aguas del padre Duero, eran causa de dolores de cabeza y diarreas a la mañana siguiente. Cuando la provisión de fondos se acrecentaba, ya viniese de algún extra que caía por aprobar el curso -con la ley del minimo esfuerzo, por supuesto-, la visita de los tíos o el esporádico descargue de algún camión, se acompañaba el chateo con las consabidas banderillas, un taco de bonito en escabeche o una ración de lo que se terciase.

¡Ah, los bares de mi ciudad! Desde la distancia del emigrante que partió a lejanas tierras y los muchos años transcurridos os recuerdo con agrado. Acogedores lugares de tertulia y alterne; refugio y abrigo de nuestros cuerpos en los largos días de invierno; testigos cómplices de los primeros escarceos amorosos; asílo de descarriados; consuelo de afligidos; protectores y amigos. Muchos cerrásteis vuestras puertas para siempre al no poder resistir la tiranía de la modernidad, la miseria de los tiempos y las disposiciones del Boletin Oficial del Estado. Quizá ignorábais entonces que, al echar el cierre, con vuestra ida también se arrancaba otra página de nuestra historia. Igualmente se fueron para siempre muchos de los que los que frecuentaban desde un lado del mostrador y de los que despachaban desde el otro.

Comenzando la peregrinación desde el río, primero se encontraba, cual faro guía de ribera, el Mirador-Bar, más conocido como el Merendero de Augusto, lugar de reunión de parejas y amigos, embarcadero no de yates ni de motoras fuera borda, porque nuestro padre río nunca tuvo pretensiones mediterráneas, sino de barcas de reinos que zis-zas, zis-zas, a golpe de músculo transportaban a los esforzados galeotes río arriba hasta la fábrica de harinas o, a los más atrevidos, hasta los rápidos de la presa. Ya en la carretera, también junto al Duero, haciendo honor a su ubicación, la Alegría del Puente, que aguantó hasta los últimos días del siglo. Vecino de San Pedro, el bar tienda del Gallarón vendía gaseosas en envase de cristal con tapón de porcelana y artilugio metálico, 2,40 pesetas la botella de litro. Quien iba a imaginar que el popular Mandarria, el que nunca tuvo Navarra, acabaría cerrando sus puertas hace ya años. Bastante antes lo habían hecho Julián y el Sanz, en la Plaza Mayor.

Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que nos dejara el Burgalés, antigua sede del Numancia, en la calle de los Estudios, casi tanta como desde el adiós del Argentino, en pleno Collado, con cristaleras mirando a la Plaza de San Esteban, o del Plata, en la Claustrilla, del que recuerdo su pulcritud, los blancos paños colgados fuera del mostrador, y el vermú con soda y las aceitunas sin hueso. También cerró el España, cafés de la mañana y cervezas del mediodía de los funcionarios de la Diputación y Hacienda, como lo hiciera el Soria, en la esquina de la calle Alberca, o el Marfil, de puertas acristaladas, también en esquina, frente al teatro Avenida, singular coliseo, otrora orgullo de la ciudad y oprobio de cuantos permitieron, por activa o pasiva, otro atentado, uno más, contra la cultura soriana. No sé cuándo vamos a aprender de los pueblos que, celosos guardianes de su patrimonio, conservan, cuidan y miman lo suyo.

Patatas bravas las del Caribe, en el Tubo, decorado con murales de bucaneros y hermosas mujeres, cañones y barriles de ron, navegando nuestra fantasía en el barco del capitán Kidd hasta las remotas Antillas. Germán Ortigosa prefería "quedarse" en el más cercano Cantábrico, pues, enamorado de lo norteño, vez que entraban en el bar, vez que se iba derecho a la máquina de discos en busca del inglés que vino a Bilbao, a ver la ría y el mar mientras el popurrí seguía incansable, ya en los toros de San Sebastián, ya en los de Valladolid, terminando por convencermos, de tanto oírlo, que el ramillete tenía que ser, por fuerza, Santurce, Bilbao y Portugalete. Dichosos tiempos en que todavía no nos habían comido el terreno y la sesera la música anglosajona y las sevillanas. El Tubo, bien es verdad, no ha vuelto a ser lo que era. Quedan casi todos los bares, sí, aunque la mayoría han cambiado de dueño y el ambiente es otro. Puede que también el Bambi haya arrojado la toalla, y acaso el antiguo Buja ya no conserve la cabeza de toro de cuando fue sede de la Peña Taurina.

Ni al Palacio de los Condes de Gómara le faltó su bar, el Silencio, de nombre nada acorde con el ambiente tabernario. Los futboleros, cuando aún no había llegado el empacho televisivo, se informaban de los resultados de las quinielas en la Cierva o en el Ruiz; en este último, un camarero era del Madrid y otro del Bilbao. Los muy ladinos usaban un ingenioso sistema de captar propinas; consistía en una balanza con dos botes, cada uno con el escudo de su equipo. Si se inclinaba del lado del Real, los parroquianos del Athletic no tenían más remedio que rascarse el bolsillo si querían ver a su equipo arriba. Y al revés. La ronda continuaba cruzando la calle, en el Rangil, mitad tasca mitad bodega, propiedad de una familia con larga tradición vinatera, de lo que daban fe los bocoyes de barro llenos de buen caldo. En algunas ocasiones no venía mal bajar, poquito a poco, hasta el Ventorro, a las afueras de la ciudad saliendo hacia el Cañuelo, para que la cabeza tuviese tiempo de airear los vapores etílicos por el camino y, ya allí, echar unas partidas a la rana siempre que no se hubiese trasegado más de la cuenta, en cuyo caso no había humano que le hiciera abrir la boca al maldito bicho.

El MandarriaCon el vaso a medio apurar y sin intención de agotar la botella, tendríamos ocasión de acercarnos a la taberna del Félix, junto a la Plaza de Abastos, casa de comidas frecuentada al mediodía por gentes de la provincia que habían venido a la ciudad a vender sus productos, dar una vuelta por si la chica interna en las monjas necesitaba algo, o mercar cualquier género que no encontrasen en el pueblo. Al caer la tarde, sin gente de fuera, la clientela se componía de varios corrillos de viejetes que echaban la partida de cartas en los veladores de desgastado granito, y el grupo de estudiantes de todos los días: el Bizco García, su hermano Lorenzo, Germán Ortigosa, Fermín el Garrafas, El Chispo, y algún otro que se unía al grupo ocasionalmente. Una vez que los libros descansaban apilados en una mesa del rincón, junto a la ventana, después de tanto ajetreo calle arriba, calle abajo, se pedía el bote de cuero para jugarse a los dados quién pagaría la ronda. El porrón de cerveza con gaseosa corría inquieto de mano en mano, vaciándose apenas daba un par de vueltas. Los abuelos, más sosegados, con la tranquilidad y experiencia que dan los años, libaban parsimoniosos durante las pequeñas treguas de la partida, ocasión que los fumadores aprovechaban para liar otro cigarro. Algunas veces, el abuelo Fortuna se unía al grupo a pegar la hebra. Le gustaba rememorar historias antañonas que escuchábamos con deleite, y en agradecimiento le ofrecíamos obsequiosos el porrón. Majos chicos, decía, en señal de aprobación.

Pero la república popular de la bebienda por antonomasia, la taberna por la que siempre sentí especial simpatía, no era otra que la del Lázaro, la tasca más antigua por méritos propios, la que ha sabido mantenerse fiel a su personalidad sin caer en veleidades modernistas. Pena me han dado siempre los establecimientos que, haciendo gala de un progreso mal entendido, renunciaron a su carácter y arramblaron con todo lo que les identificaba, a menudo conservado durante varias generaciones. Así fueron desapareciendo los veladores de gruesos y desgastados mármoles, las maderas de los mostradores, las frascas de boca ancha tapadas por un corcho gordo, las viejas puertas, dando paso a los materiales sintéticos, al frío aluminio o al no menos frío acero inoxidable y a las botellas de tapón de rosca. Pues muy bien, con su pan se lo coman. En la tasca bodega del Lázaro han sabido compartir barra cuadrillas de albañiles, empleados de banca, estudiantes de la Normal, bedeles de instituto, dependientes de ultramarinos, todo un mundo variopinto en buena armonía.

Mientras los días en el cuartel transcurrían monótonos y lentos, cavilaba sobre mi futuro. Iba siendo hora de sentar la cabeza, como diría el abuelo Francisco, buscar trabajo y hacerme un hombre de provecho. Intuía que ya nada iba a ser igual, que los tiempos de estudiante y parranda pertenecían a un pasado que se me antojaba remoto a pesar de su inmediatez. Me turbaba el ánimo dar por seguro que, en cuanto me licenciase, iba a emprender el camino de la emigración, tras los pasos de tantos otros que me habían precedido durante décadas. Cualquier supersticioso podría pensar que una extraña maldición se abatía sobre nuestra tierra desde tiempo atrás arrojando al exilio a miles de sus hijos. Sin embargo, dejando aparte hechicerías o aojamientos, la decadencia había de provenir, sin duda, de causas prosaicas. Suponía que quizá la primera piedra del declive la pusiese el político Javier de Burgos, en el ya lejano 1833, con la nueva distribución provincial que nos hizo perder territorios nuestros en La Rioja, Los Cameros y La Alcarria. Desde entonces, Alfaro, Calahorra, Enciso, Atienza, Cobeta, ya nunca más volvieron a ser de Soria, aunque continuase la familia de riojanos y sorianos, primos hermanos.

Meditaba sobre los vaivenes de la historia en cómo pueblos antaño pujantes y esplendorosos, languidecían hogaño cercanos a la extenuación. Por mi mente desfilaban de manera desordenada, en confuso tropel, un cúmulo de sentimientos y de recuerdos, de acontecimientos tal vez vividos, quizá imaginados o soñados, y añoranzas de sensaciones no experimentadas que acudían a mí desde algún ignoto tiempo o lugar. En aquel caos se mezclaban la Cabaña Real de Carreteros con las historias del abuelo Francisco; el Honrado Concejo de la Mesta y los indianos que volvían de las américas con las clases de Geografla e Historia de don Antonio; los fueros, las casas blasonadas y los escudos nobiliarios con las iglesias románicas y los monasterios; los concejos abiertos, las cañadas, veredas y cordeles de la trashumancia, los desalmados yangüeses del Quijote, la ruta del Cid, Calatañazor y Almanzor, Numancia, los termestinos, leyendas, tradiciones...

© Miguel Maderuelo Ortiz
publicado en este número

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