Un día,
removiendo legajos en el archivo, encontré una historia en uno
de ellos, demasiado humana, se refería a los señores del ahora
paredón, antaño castillo de los Hurtado de Mendoza, propietarios
del castillo de Hinojosa. Se refería a intentos de hacerse con
el patrimonio del señor de Alparrache en detrimento de su propia
familia directa. El de Alparrache, quien tal vez mantuvo
relaciones con la madre del señor del paredón, viéndose enfermo
y olvidado de su amante, dejó escrito “en fuerzas de
instancias y persuasiones con la expresa condición de haberme de
mantener y alimentar con la decencia correspondiente a mi
calidad y circunstancias, cuya cesión, por causa de ingratitud y
exoneración de mi conciencia...”, revocó todas las prebendas
que otorgó y decidió dejar las rentas a su hermana y sus
descendientes, por ver si ella le cuidaba mejor. Siempre ha sido
igual, de aquellos polvos vivimos hoy los lodos, sin que el ser
humano escarmiente en eso de herencias y capitales. Por eso yo
prefiero, y creo que el fotógrafo también, imaginar, alrededor
de los muros arruinados como las vanidades de la noble familia,
el entorno de humedales que deja la tierra ahíta por el Duero, y
a las aves zancudas que acuden sin otro afán que vivir en
armonía con el agua, incubando sus huevos, ajenas a los legajos
decadentes y evidentes de un pasado de codicia.