Jose Puentes

relato

Tasio

Después de diez días de búsqueda sólo encontraron el viejo morral, la manta y el cayado al pie de la ladera de peñascales y arbustos que conforman la Laguna Negra. Allí estaban, casi en la orilla de aquel piélago oscuro, sin más rastro ni huellas. Lo dieron por ahogado, pero nada salió a la superficie ni cosa alguna hallaron los buzos bajo ella.
Meses después de la misteriosa desaparición sus libros fueron a parar por orden judicial a la biblioteca del centro escolar de Agreda. Además corrió el rumor que se habían repartido varios millones de los tesoros que había encontrado en sus excursiones, entre su hermana y los huérfanos del distrito que tenían pocos bienes económicos. No sabemos que hay de verdad en todo ello, pero lo cierto es que mosén Donato, el cura de la Virgen de la Peña, entregó al juez un testamento y un poder notarial que Tasio le había dejado en custodia.
Tasio había nacido en Bretún en 1940, pueblo ese de piedra y adobe sito sobre un roquedo en vecindad de robledales y de las aguas frescas del Cidacos. Con cuatro años su familia se trasladó a Agreda a una casuca de las afueras que miraba para las cumbres del Moncayo. De lunes, el padre salía con un rebaño de D. Anacleto, el juez del partido, y no retornaba hasta la tarde del sábado. La madre trabajaba de criada con la señora del magistrado y a Tasio lo cuidaba su hermana Juana. Él recordaba esos años como duros y alegres hasta que los jinetes de la enfermedad y de la muerte se cruzaron en sus vidas. Huérfanos, Juana entró de muchacha en la casa de los amos, pero Tasio tuvo que marchar con Gabino el Tuerto, el otro pastor del juez, para aprender el oficio. Eso cambió su vida.
Gabino era feo como un pino retorcido y con aquella piel oscura y curtida daba miedo a quienes no lo conocían, pero fue padre, hermano y maestro para Tasio. Aprendió bien la profesión, el manejo de la honda, los mejores pastos de la sierra, las fuentes más salubres de la comarca con beneficios varios para dolencias dispares, los rastrojales donde el lobo tiene querencia y acecha, el como silbar a los perros, el Barcino y el Butrón, para que guiasen el ganado, etc. Pero no sólo fue el saber de pastor lo que le trasmitió. Cuando salían a la labor, en el zurrón de Gabino nunca faltaban el queso y el pan, un rosario de cuentas gruesas como garbanzos y un libro con tapas de pellejo encallecido, sobado, y de más de mil páginas de papel fino: era el tesoro del viejo ovejero.
Gabino no era hombre de iglesia, pero el oficio y la devoción que tenía a la Virgen de la Peña le libró de habladurías en una época que no estaba bien visto faltar a misa. Tasio no le quitaba ojo cuando ya anochecido desgranaba cuenta a cuenta con su voz ronca hasta llegar al último orapronobis. Un día le preguntó por qué eran tan grandes las cuentas y Gabino se sonrió y le dijo:

—Son para mano de hombre, zagal, que no es éste rosario de viejas. —Y le enseñó aquellas manos grandes a la luz flameante de la pequeña fogata.

Si aquella devoción sencilla le entró a Tasio noche tras noche con el libro abrió sus horizontes, y ambos fueron motor de sus inquietudes. Después del almuerzo, amparados del sol bajo los árboles o de las inclemencias en una covachuela, Gabino leía con pausa un capítulo de las aventuras del ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha. Con el tiempo enseñó a leer al muchacho y Tasio pasó a ser el lector mientras el viejo pastor escuchaba en duermevela.
Cuando Gabino murió, él siguió llevando el rebaño durante algunos años con morral, rosario y Quijote por compañía, pero con la inquietud por saber y por conocer otros libros se reconcomía por dentro. A los veinticinco no pudo más y habló con D. Anacleto. El juez, ya jubilado, no sólo no lo retuvo sino que le dio carta de recomendación para un compañero suyo, catedrático en Salamanca. Y allá se fue Tasio con sus pocos enseres, con las quinientas pesetas que le entregó el magistrado y con toda la ilusión del mundo.
D. Elías Montenegro era de hablar seco, de rostro enjuto y presumía de pertenecer a uno de los Doce Linajes. Después de leer la carta, sin pensarlo mucho, le buscó pensión y empleo, pues para él era un deber y un orgullo ayudar a un paisano sobre todo si era recomendado de un amigo.
No era Salamanca ciudad muy industrial, mas no estaba al margen de la euforia económica de los sesenta y D. Elías era muy conocido. Su primer empleo fue en "La Berciana", una tienda de coloniales. Allí Tasio trabajó primero de chico para todo y después ascendió a dependiente. Lo trataban bien y era de justicia, porque su talante callado y de natural laborioso le granjeó el afecto de sus jefes. Tanto fue que le pagaron una pasantía hasta que aprobó la revalida de cuarto con sobresaliente. Lo que ellos no sabían es que por eso mismo lo iban a perder.
Tasio, si no leía, paseaba por la ciudad las mañanas de domingo y uno de sus lugares preferidos era la Universidad; se paraba ante ella y observaba en silencio durante unos minutos su fachada plateresca. No es que tuviera anhelos de estudios superiores, no, pero le habían dicho que en aquel edificio se guardaban miles de libros y su imaginación volaba hacia el interior y vagaba por la biblioteca. Se le metió entre ceja y ceja que él tenía que trabajar allí, y lo consiguió. Con su empeño y la natural recomendación de D. Elías, que seguía considerándolo su protegido, obtuvo una plaza de bedel. Para Tasio fue entrar en la gloria y, si al principio se conformó con ver y oler aquellos volúmenes, no pasaron muchos años hasta que consiguió leer alguno. Su talante servicial y callado le ganó muchas amistades, a pesar de la desconfianza inicial de algunos compañeros, y acabó por ser ayudante en aquel pequeño templo del saber donde se guardan tantas joyas bibliográficas.
La primeras obras que cayeron en sus manos fueron unas traducciones decimonónicas de la Materia Médica de Dioscórides y de la Arcana Artis de Basilio Valentino, que leyó casi con devoción. A su memoria llegó el recuerdo del saber en hierbas medicinales que tenía Gabino y de las viejas historias que contaba sobre diversos rincones de la comarca. Entre ellas una antigua leyenda sobre la Laguna Negra de Urbión:

—Allí mora, muchacho, una dama encantada que sale al exterior la noche de San Juan —Tasio recordaba con precisión el diálogo con el viejo pastor—. Sobre una roca de la orilla extiende un paño de terciopelo sobre el cual hay siete cosas diferentes de palo, de barro, de plata y de oro. Si la hermosa te pregunta qué deseas de lo que ves, debes elegir lo más feo y de menos valor. Entonces ella te pedirá a cambio tres cosas y si las llevas contigo te dará parte del tesoro que guarda bajo las aguas. Pero si te decides por lo más bello y valioso te lanza una maldición que siempre se cumple, y desaparece.

—Gabino ¿Y cuáles son las tres cosas que pide?

—Eso no lo sé, Tasio, pero dicen que hay un libro donde salen todos los tesoros encantados que hay en Castilla y como conseguirlos. También dicen que si le respondes que la deseas a ella te lleva consigo a su mundo y eres feliz para siempre, mas nadie fue allí que haya vuelto para contarlo.

A Tasio se le metió en la cabeza que si existiese aquel libro debería estar en la biblioteca. Nunca perdió la esperanza de encontrarlo y con ese afán sobrevivió en Salamanca a pesar de la nostalgia de sus montañas sorianas que crecía en él sin pausa, como si le atrajesen hacia ellas. Su vida era sencilla y de pocos gastos. Leer, escribir notas en cuadernos de aquellos temas que a él le parecían relacionados con su búsqueda y visitar librerías al acecho de nuevos libros, eran sus ocupaciones habituales fuera de su trabajo en la universidad.
Los pocos viajes que hizo durante muchos años fueron a Barcelona a visitar a su hermana, casada allí. Sin embargo la añoranza por su tierra crecía poco a poco. Como era soltero, de pocos vicios y de costumbres económicas ahorró lo suficiente para comprar una casa en Bretún. Allí marchaba con sus libros durante el mes de agosto y si no iba a Agreda a visitar a su Virgen de la Peña, recorría con su cayado y el macuto todos los recovecos de la sierra. Ni que decir tiene que el lugar que más visitaba era la Laguna Negra y sus aledaños. Sus paisanos, que lo tenían por raro, comenzaron a sospechar que se dedicaba a buscar tesoros. Pero eso, además de un motivo de conversación, espoleaba su curiosidad y les llenaba de un orgullo extraño: ¡no todos los pueblos tenían un vecino así!
Los últimos años había llenado una parte de la casa con fotocopias de viejos tratados de alquimia y con estanterías abarrotadas de libros y de frascos que llevaban etiquetas con nombres singulares: Sal de Alembroth, Ponfolix, Piedra Sagytaria, Piedra Índica, Sarcaphago, Gyspo de Galicia, Sal Nepcia, etc. A veces los vecinos le veían pasear hablando solo y repetir con frecuencia: ¡ya debo estar cerca, ya debo estar cerca! Lo que no sabían ellos, ni Tasio tampoco en aquel momento, era que un tumor crecía sin pausa dentro de su cerebro.
En 1999, al volver a Salamanca fue al médico. Cuando le dijeron lo que tenía y que no era operable, Tasio lo encajó con la misma sobriedad con que siempre había vivido. Al llegar a casa tiró las recetas que le había dado el especialista y rebuscó en viejos papeles en los cuales había dibujado diferentes hierbas y los usos medicinales que tenían. Al convencerse que nada encontraría que le ayudase a mejorar como no fuesen algunas plantas sedantes, fue al notario y replanteó la vida que le quedaba. En enero de este año, con sus sesenta años recién cumplidos, pidió la jubilación y se marchó definitivamente para el pueblo con sus libros y con todas sus pertenencias.
Cada vez tenía más dolores de cabeza que apenas le permitían leer. Las únicas cosas que los calmaban algo eran los largos paseos, sus viajes a Agreda y las infusiones que preparaba de ciertas hierbas que conocía.
Tasio se sabía morir por eso decidió cumplir un deseo que guardaba desde su infancia. La tarde del veintidós de junio metió en el macuto el añejo rosario de gruesas cuentas, el Quijote, queso y pan. Tomó el cayado y la manta, y se encaminó hacia la Laguna Negra. Ya hacía tiempo que había desistido de encontrar las tres cosas del secreto, pero poco le importaban ya el tesoro y todo lo demás, sólo quería pasar la noche del veintitres al veinticuatro al lado de aquellas aguas. Por lo que sabenos, hasta ellas llegó, sin duda, empero ahora la vieja laguna guarda otro secreto y no es fácil que lo revele. Acaso lo haga de arriesgarse alguien a pasar la noche de San Juan a su vera.

© Jose Puentes 2000

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