Miguel Ángel Rodríguez

relatos

Los cántaros

 

            En el lado oscuro de la despensa, bajo la escalera, en una cantarera de pino, vivían los tres cántaros de la familia. Uno era negro, de Quintana, con peinados en los hombros, masculino. Otro, rojo, de Tajueco, de boca moldurada y fina barriga redonda, proporcionada, perfecta y femenina. El otro era amarillo pálido, de Aragón, de cuello recto y asa perfectamente rematada.

Cántaros de Quintana Redonda

            Convivían en armonía, sin problemas raciales, orgullosos y responsables de su cometido, conscientes de lo difícil del arte de contener, reposar y enfriar el agua sólo lo justo.

            Se sentían los aristócratas dentro de los cacharros de la casa, muy por encima por ejemplo del rechoncho botijo (siempre por los suelos, sudando y recibiendo besos de niños mocosos y adultos con mal aliento), de los cacharros de fuego (grasientos y sucios de hollín), de la vecina tinaja (inválida de puro obesa, con poco mundo), en cuanto a la loza... la loza era de otra especie, nunca hablaron demasiado con ella, eran cacharos de clausura, hijos de molde, siempre en la alacena, esperando ansiosas un día de fiesta para ver la luz.

            Las orzas y lebrillos, sus primos lejanos, eran ricos, pero su trabajo sucio y su eterno olor a rancio les quitaba gallardía y nobleza y nunca los consideraron de la familia.

            Eran también los cacharros más longevos de toda la casa (uno de ellos presumía de haber participado en dos herencias), estaban pulidos por el uso y patinados por el tiempo. Su asiento (que no culo), tendía a encorvarse hacia arriba con la edad por el roce contra la arenisca de la fuente.Botijo de Tajueco

            Su privilegiada situación entre los otros cacharros no estaba exenta de riesgos y diariamente se jugaban la vida, paseando, camino de la fuente, sobre la cabeza o en el talle de la dueña de la casa. Pero al menos nunca se confiaba en niños o ancianos para su transporte, como en el caso del botijo, que por ello solía tener, habitualmente, una vida efímera y llena de sobresaltos.

 

© Miguel Ángel Rodríguez (alfarero)

 

El último cántaro

            Casi todos se habían ido ya... El pueblo agonizaba día a día a medida que la hierba crecía en las calles y los cardos en los huertos.

            Era otoño, una cálida tarde de octubre y por primera vez en su vida sintió que no tenía nada que hacer. Otros años estaría afanándose en la leña, en el huerto, en el temprano, en los animales... Hoy todo daba igual.

            Mañana se iría...

            Le abrumaba la impresión de que su vida caía por un precipicio del que no veía el final y de que todo aquello en lo que siempre creyó se derrumbaba, haciéndole sentirse confuso, triste, cansado y viejo.

            Mañana se iría...

            Recorrió por última vez las eras, su huerto, la dehesa, el lavadero, la fragua... todo abandonado... todo frío... y llegó al alfar. Allá se amontonaban en geométrico orden sus cacharros, como recuerdo de la agonía de los últimos meses, como testigos mudos de un mundo que cambia más rápido que las personas.

            Mañana se iría...

            Antes se fueron las mozas a servir, los niños a estudiar, el Macario a la fábrica, el Leoncio de peón, la Inés y el Martín no sé dónde... todos, allí no quedó nadie, sólo él guardaba las noches y alguno con tierras iba a trabajar por el día.

            Mañana, él también se iría...

            Cuando todos se iban él se quedó, pensando que la tierra era la tierra, que la gente de las ciudades siempre necesitaría comer, y cacharros para guisar y botijos y cántaros para el agua... y que esos cacharros de plástico nadie los usaría porque eran poco sanos.

            Se quedó pensando que lo que él sabía era lo realmente importante, que cultivar la tierra y modelar con ella los cacharros para comer y beber era algo realmente hermoso.

            Sin embargo, mañana se iría, porque de repente nada de lo que él sabía parecía tener valor. No importaban los cultivos, ni los inviernos, ni la matanza, ni la leña, ni el trigo, ni la miel... ni por supuesto los cacharros que él fabricaba.

            Mañana se iría de una vez...

            En el alfar, por la ventana de poniente entraban los últimos rayos de sol de la tarde iluminando directamente el cabezal del torno, de su torno... se sentó en él casi sin pensarlo, buscando el calor del sol y de sus recuerdos.

            Instintivamente levantó el trapo húmedo que tapaba el barro para comprobar su estado... le agradó y le tranquilizó el tacto suave y fresco de la masa, por un momento todo era como antes, comenzó a amasar y su mente se despejó. Su cuerpo se desentumeció y recuperó fuerzas al impulsar la rueda hasta alcanzar la velocidad precisa para el centrado. Al abrir la masa ya no tenía pensamientos negros. El torno giraba con brío, con pasión, con furia contenida, con rabia.

            Se creció al crecer la pieza, y cuando el cilindro era más alto que su codo y su mano juntos, el mundo dejó de existir, sólo estaban los tres: él, su torno y el barro girando rítmica e hipnóticamente... fuera nada.

            Utilizando la caña adelgazó y estiró la pared con mimo y le dio forma hasta lograr formar culo-talle-panza-hombro-cuello y boca, para entonces el tiempo estaba parado y el mundo había dejado de girar.

            Al pasar la badana a la boca el sol se ponía y con una punzada le recordó que todo seguía ahí, vio los cántaros apilados frente a él, dorados por la luz del atardecer, con sombras duras, hermosos...

            Todavía exprimió el momento un poco más y retocó y pulió la pieza fresca con cariño, más de lo habitual, tenía que ser perfecta, aunque no se cociera, aunque nunca se usara, tenía que ser perfecta, porque ese sería su último cántaro.

            Mañana se iría...

 

© Miguel Ángel Rodríguez (alfarero)

SUMARIO

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