relato 
    
	 Inauguración 
	  
	
	El amanecer fue espléndido, fresco, 
	pero espléndido, como correspondía a los inicios de la primavera. 
	
	Cualquier forastero que, a esa 
	temprana hora, se asomara a la ventana del hotel, o cualquiera que, como yo, 
	simplemente pasara por el lugar en viaje a otra ciudad, hubiera sabido que, 
	en El Burgo de Osma, se preparaba un día festivo.  
	
	  
	
	Al coronar el llamado Alto de Soria 
	ya intuí algo especial; A lo lejos, las banderolas atadas de farol a farol, 
	los balcones adornados y hasta la brillante luz de la mañana, que se 
	reflejaba en un cielo azul como jamás había visto, me mostraron los 
	distintivos de una celebración.  
	
	Poco después, desde el cruce del 
	fielato, vi una calle Mayor absolutamente engalanada. De sus balcones 
	colgaban guirnaldas y ramilletes confeccionados con las primeras flores de 
	la temporada, banderas, estandartes y pancartas rotuladas con letras enormes 
	que ensalzaban al alcalde.  
	
	En pocos minutos la gente pobló la 
	plaza. Los músicos, con sus camisas blancas recién planchadas, formaban 
	grupos frente al consistorio. Cada uno portaba en la mano su instrumento: 
	saxofón, trompeta, flauta… y eran los más jóvenes los que, mientras 
	esperaban entre risas y algarabías, se atrevían a apuntar algún fragmento de 
	obras fuera del repertorio previsto.  
	
	Mujeres bien arregladas, hombres 
	encorbatados, chiquillos con rosas en las manos… Todo eso componía la escena 
	que pude ver cuando, yo mismo, me invité a una fiesta cuyo motivo 
	desconocía. 
	
	“Bienvenido Mr. Marshall” rezaba la 
	más grande de las pancartas que, instalada en la plaza, la cruzaba entera, 
	de norte a sur, de esquina a esquina, de bar a bar.  
	
	Cuando ya me había decidido a 
	preguntar la causa del festejo, alguien me dio un tríptico en el que todo se 
	explicaba.  
	
	Por entonces, parecía que los 
	habitantes de toda la comarca se hubiesen congregado en El Burgo. Que todos 
	los niños estuvieran obligados a gritar agitando banderines y que algunos, 
	los detractores que siempre hayan hueco en cualquier lugar y momento, 
	tuvieran que esparcir, en un boca a boca frenético, sus mensajes de crítica 
	y censura. No eran muchos, pero los había.  
	
	Me aparté del jolgorio que iba en 
	aumento y decidí entrar en una cafetería, al otro lado de la calle. Allí, 
	apoyado en su barra, tomé un café mientras ojeaba el folleto que alguien me 
	dio.  
	
	En su portada un boceto difuminado 
	representaba a una moderna máquina de tren circulando a toda velocidad sobre 
	raíles plateados, y creí que sus faros me miraban fijamente. Encima y 
	debajo, sendos escudos: el de la Diputación, el del Ayuntamiento y el de 
	Castilla y León. La bandera de España y el pendón de la comunidad también 
	tenían su lugar. ¡Qué alarde! —pensé—.  
	
	Desplegué los dobleces y lo primero 
	que llamó mi atención fue un croquis que, a modo de mapa, representaba un 
	circuito, como esos de Madrid o Barcelona en los que se muestran los 
	recorridos de autobuses y metros con indicación de todas sus paradas y 
	enlaces con el resto de las líneas.  
	
	Imposible. No puede ser cierto —me 
	dije—.   
	
	Desde la calle  llegaban las 
	primeras muestras de que el festejo estaba a punto de comenzar y el 
	camarero, con notables prisas, me rogó pagase el café ya que tenía que 
	cerrar el establecimiento para unirse a la fiesta. Hoy nos han dado el día 
	libre, —me dijo—  es una celebración grande —añadió—. Yo aproveché para 
	preguntarle cuántos habitantes tenía el pueblo y tras escuchar la cifra 
	aproximada con la que me contestó, quedé aún más perplejo y en mi interior 
	me repetía: ¡Imposible! ¡No puede ser cierto!  
	
	Salí de la cafetería y de nuevo en 
	la calle Mayor busqué, con mucha dificultad, un lugar, no ya bajo el balcón 
	del Ayuntamiento, al que me resultaba imposible siquiera acercarme, sino 
	junto de alguno de los altavoces que, para la ocasión, habían instalado por 
	todas las calles, esquinas y plazuelas. Entre empujones y gritos conquisté 
	una posición bastante aceptable aunque los árboles, con ramas curiosamente 
	entrelazadas en las que brotaban las primeras hojas del año, me impedían ver 
	con nitidez el balcón de la Casa Consistorial.  
	
	Explotó un estruendo casi bélico 
	cuando el alcalde, algunos concejales, y las autoridades venidas de la 
	provincia, de la comunidad e incluso de Madrid, aparecieron tras el 
	antepecho del balcón.  
	
	La banda, por ser día grande, tocó 
	el himno nacional, después, otra vez el estruendo y los vivas al alcalde 
	mientras un concejal, seguramente el de urbanismo, insistentemente rogaba 
	silencio.  
	
	De nuevo, y ahora con ganas de 
	creerlo, eché otro vistazo al folleto.  
	
	Los carriles trazados discurría en 
	forma de anillo y partiendo de la misma plaza en la que me encontraba, 
	alcanzaban lugares desconocidos para mí pero cuyos rótulos decían: Plaza de 
	la Catedral, Puente de la Tejada, La Güera, La Rasa, Alcubilla del Marqués, 
	Iglesia de Osma, Alto de Alarídes, La Serna, La Vega, Ambulatorio y desde 
	ahí seguía un tramo recto hasta  enlazar de nuevo con la Plaza Mayor.  
	
	Como proyecto, tras consultar la 
	escala del mapa, me pareció una exageración para un pueblo con ese número de 
	habitantes y en una Soria que sabía despoblada y sumida en un proceso 
	industrial de poco crecimiento, pero los proyectos son sólo proyectos y 
	muchas veces los políticos los presentan con cierta dosis de oportunismo 
	electoral. No era el caso.  
	
	Entre los que me rodeaban recabé 
	información y supe que el alcalde llevaba nueve legislaturas ganando de 
	forma ininterrumpida, siempre por mayoría absoluta. Que en todas ellas había 
	acometido planes y proyectos que en mucho habían beneficiado al pueblo y a 
	sus habitantes y que algunos de ellos, siendo de una gran inversión 
	económica, pudo llevarlos a cabo merced a su diligencia y buenos modos en lo 
	concerniente a la obtención de los fondos necesarios y ahora, el que por el 
	momento era su último proyecto, se convertía en  el colofón de una 
	trayectoria que conduciría a esa Villa Episcopal al lugar más destacado de 
	entre todos los pueblos de la Nación.  
	
	Nunca, en toda mi vida, me había 
	visto más sorprendido por una explicación pero, enseguida, reaccioné y 
	pensé: En fin, no es más que un proyecto y tienen derecho a soñar.  
	
	Como decía, nunca en mi vida me vi 
	más sorprendido pero, en aquél momento, tras escuchar a mi informador, la 
	sorpresa se convirtió en algo enigmático. Mi mente se sumió en un abismo de 
	incredulidad, en un vacío inexplicable y un tumulto de pensamientos 
	arremolinados, mudaban en torbellino huracanado agitándose dentro de mí 
	ser.  
	
	Por el altavoz que tenía sobre mí 
	cabeza, hablaba el Alcalde después de múltiples intervenciones de otros 
	asistentes con mayor rango. Entendí que era el final de la presentación, 
	pero no del acto.   
	
	Dijo el Alcalde:  
	
	… y ahora, les ruego que con un poco 
	de orden, abran paso hasta las escalinatas de la estación para que las 
	autoridades y los invitados portadores del pase especial, podamos acceder al 
	andén y hoy, cinco de abril de dos mil treinta y uno, con éste primer 
	recorrido, dar por inaugurado el metro de El Burgo de Osma. Muchas gracias a 
	todos y que lo disfruten. ¡VIVA EL BURGO DE OSMA! 
	
	  
	
	  
	© Carlos 
	Robredo 
	El Burgo de Osma, 2014 
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