Celia Duañez

paseos

El barrio chino de Barcelona

Dedicado a Juanma y Paco

Aquella tarde, después de mucho tiempo, volví a recuperar el pulso que me había llevado, años atrás, a aventurarme por rincones insólitos de esta ciudad.
Siempre me gustaron las callejuelas, los callejones impregnados de pasado e historias a los cuales yo ponía música de jazz, un saxo solitario y melancólico como el de David Bowie en su tema" Subterreans" o las voces desgarradoras de Van Morrison, John Lee Hooker o Tom Waits. Y la aventura, lo impredecible que pudiera acaecerme. Siempre abierta. Siempre predispuesta a cualquier movimiento casi invisible y retador.
Pero esta tarde no me acompañaban las viejas sensaciones, ni la predisposición aventurera, sino la curiosidad y la sospechosa constatación de que el tiempo pasa.
Me dirigí a mis callejuelas preferidas de esta gran ciudad y no son como pudiera suponerse las del lado izquierdo de las ramblas, que acaban desembocando en el barrio gótico, sino las del lado derecho que acaban desembocando en el barrio chino, o lo que era el barrio chino.
Allí hay un local, un bar de los más cutre, de lo más normal que sirven absenta añeja, de aquella, estoy segura, bebía Baudelaire y aún siguen sirviéndola, por lo que me bebí un par de ellas.
Si eso es lo primero que haces cuando llegas a este barrio, los matices empiezan a aflorar inmediatamente.
Aquí todo es de color gris para el extraño, desde el asfalto hasta los rostros con los que te cruzas. Pero tienen una gama insólita y luminosa de grises que va ha depender de tu estado de ánimo y de las absentas.
Y entonces... ya no tengo nada que perder (como tantas veces) y me permito enmascararme y ser mi propia sombra y si tengo que morir sabré (como otras veces) que, mi idea original de mi misma se funde con mi piel y no sabré nunca, si algo me sucede, si era mi soledad quien enfrentaba el suceso o si mi sombra, también, se hacía cómplice de él... porque habréis de saber que en este barrio todo puede suceder; el miedo, la inseguridad tenéis que dejarla en casa, porque se olfatea y alguien a la caza de alguna presa os puede salir al paso de manera abrupta.
Pero las cosas ya no eran como antes, aquellas calles sucias, con ese olor inconfundible, habían sido limpiadas y muchas de ellas con barreras que indicaban "en construcción", las putas no se sentaban en sus sillas a la espera de sus clientes. Aquella iglesia tan bella rodeada de casas viejísimas y tiernas había sido aislada en sus demoliciones externas, y limpiado el entorno ya no parecía lo que era: un islote amable y acogedor, que tantas noches acogió los abrazos de los amantes. Las piedras robustas y sobresalientes de muchas de sus edificaciones, que tantos secretos nos contaron al rozar su superficie, habían sido rotas y aún pude recoger algún guijarro.
Pero fue la ampliación de una estrecha calle, la que me hizo, de súbito, asociar las calles de NY paralelas a los muelles del este, desoladas, en cada esquina una gasolinera como en las fotos de Win Wenders, cuando descubrió la luz de este territorio, con los negros (como en las películas) en la puerta de sus casas, sentados en sus sillas, con las sombras recostadas en la pared.
Aunque pueda parecer chocante, la sensación de esta tarde era la misma y quien ha vivido ambas cosas, sabe que no miento. A mitad del recorrido sentimental supe, que ya no sucedería como otras veces: cualquier aventura al límite; sino que, espectadora de mí misma y de lo que me rodeaba, volvería a casa sin nada que contar, tan sólo la aventura íntima del recuerdo y de mi amor por esta parte de la ciudad casi desconocida, que ahora ya sólo pertenecía al recuerdo de los que la hemos vivido.
Y ha sido la música y algunas frases de la canción de Rosendo "A la sombra de una mentira", el hilo que ha tejido la similitud y la repetición, que nunca es la misma, porque la sensación siempre, siempre, inevitablemente, es distinta.

© Celia Duañez 1999

 

Caminando descalza por los anegados campos en barbecho

Dedicado a Isabel y Antonio

Es justo ahora, cuando comienzan las lluvias de abril (este año aún no han llegado con la fuerza de otros años) que Ella sale a pasear descalza por los anegados campos en barbecho.
Lleva una manta blanca fina y suave sobre el cuerpo desnudo (a la manera de un poncho) y un sombrero de paja... junto a ella, trota la perra.
Tras atravesar los campos, pisando fuerte para que la fuerza de la tierra le atraviese el ánimo y la fortalezca, sube despacio la cuesta que lleva al castro.
Al llegar a la cima, se dirige a la "piedra que espera" y busca entre las cenizas antiguas, las señales de continuidad de la vez anterior.
Desde aquí divisa su casa, justo en la falda del montículo, las luces encendidas y el humo de la chimenea.
La perra silenciosa como la noche, se acurruca junto a sus pies y espera...
Ella, con una ramita, traza dibujos, borrando las señales anteriores grabadas en las cenizas milenarias... mientras... la luna creciente refleja estrellas en algún cristal olvidado.
El corazón, lentamente, va adecuándose al ritmo de las vibraciones que emana la tierra mojada, hasta latir al unísono... el de la perra también.
Ya no se oye el silencio, poco a poco los sonidos inaudibles que envuelven la escena van dejándose oír... la tierra recobra su sonoridad original, tan frágil, tan tenue, que un parpadeo puede de nuevo alejarla... es por ello que la perra y Ella se mantienen inmóviles.
Cualquier persona ajena a este ritual sorprendería a dos estatuas, pero ellas no sólo no están petrificadas, sino que la vida les resbala por todos los poros, abiertos y atentos...
Casi siempre hay un sonido nuevo por descubrir, pero hay que saber distinguirlo de los conocidos, porque es tan sumamente parecido que hay noches que pasa desapercibido.
Son esas noches en las que regresan corriendo a la casa y se tumban rápidamente en la cama, para que el sueño las atrape de inmediato y les devuelva a otro día.
Otras... cuando ese sonido ha sido identificado y aislado, bajan lenta y suavemente la ladera acompañadas, acurrucadas por él... es entonces cuando Ella aviva el fuego de la chimenea, se sienta ante el ordenador, y escribe bajo la mirada atenta de la perra y la gata.
Mientras Ella escribe, la perra, parece susurrar a la gata lo recién descubierto.
A la mañana siguiente, bajo el roble, amenizado con leche y galletas, Ella les regala un cuento, una reflexión, una ruta...

© Celia Duañez 1999

 

Celia Duañez

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