Isabel Goig

relato

Doña Brígida

La difunta pertenecía a una nobleza menor, de esas que, de no haber resultado humillante, hubieran debido colocar la cimera del escudo mirando hacia la izquierda. Sus miembros, ignorantes del tiempo y el espacio, continuaban asidos, casi soldados, a una tradición no muy antigua, pues la casa solariega había sido antes un gran esquiladero y el título les llegó cuando la lana ya dejaba de atestar el puerto de La Rochelle. Casi puede decirse que el primer titular pasó de mayoral a conde en apenas veinte años. Algún que otro enlace matrimonial acertado acrecentó la economía lo suficiente como para poder pagar las annatas sin demasiado esfuerzo y hasta nombrar curadores en los testamentos. La nobleza ganadera se sentía más apegada a las merinas que a las tierras, y así las fue perdiendo sin apenas haber llegado a conocerlas. Estos nobles menores eran capaces de mandar talar un bosquecillo para pagar una comilona sin que les latiera el corazón más deprisa.

Las dos ancianas, familiares de la difunta, hermanas y solteras, acababan de llegar del pueblo vecino en el coche del Damián, taxista local. Por el camino no habían soltado palabra que luego todo se sabe y se cotillea. Incluso se habían sonado la nariz en alguna ocasión a causa del frío, suspirando para que parezca dolor por la muerte de la anciana tía, aunque la pobre ya casi rondaba los cien años.

Cuando cruzaron el zaguan no pudieron evitar el comentario sobre los labriegos arrendatarios de las tierras manchando de barro las honorables piedras cuando acudían a llevar las primicias al amo. El capón más gordo, el cordero más lechal, los mejores higos, el presente de la matanza y el aceite de la primera prensada. O al menos eso creían los señores.

Se dirigieron al salón que sólo se abría los días de fiestas, cuando toda la familia se reunía alrededor de la anciana tía a fin de ganarse sus favores: unos la colección de libros encuadernados en piel, otros la de rosarios de pétalos de rosas confeccionados por las primorosas manos de las Madres Clarisas de Tordesillas, otras las sábanas de lino bordadas por las Carmelitas, o las imágenes de vírgenes –alguna de ellas góticas de pliegues dorados y caras sonrosadas- y los menos la colección de estampas de las interminables vírgenes, santas, santos y beatos a los que la tía Brígida dedicaba sus novenas. En el centro de la sala un ataúd de roble redondeado y brillante se hallaba flanqueado por cuatro hachones, propiedad de la cofradía de la Vera Cruz y prestados para la ocasión.

Entre los siete deudos, ninguno llegaba ya a los setenta, alborotaba la criada, vestida también de riguroso luto, enseñando unas pantorrillas rollizas, cubiertas por calcetines negros hasta debajo de las rodillas y dejando ver unas corvas entre blancas y azuladas por las venillas. Acudía de uno a otro, pasando una bandeja de plata cubierta por una blanquísima servilleta rodeada de encaje bordado por las monjas Agustinas, y repleta de galletas envueltas en papeles de colorines y rosquillos de anís, que eran los más codiciados, elaborados, por cierto, por las Madres Presentacionistas, también para la ocasión. Cuando todos habían cogido un dulcecito, ofrecía unas finísimas copas con el filo dorado y el pie muy largo, medio llenas de anís, y las mujeres paraban un instante en el tercer misterio de dolor, para poder tragar bien la manteca del rosquillo ayudadas por el sorbito de licor.

Mientras las bocas comían, bebían y rezaban, los ojos recorrían la estancia calculando con bastante exactitud el número de volúmenes de la estantería y el de vírgenes y cuadros de las paredes, a la espera de poder contemplar las cartillas de las cajas de ahorro.

Al finalizar el rosario, una de las señoras, cubierta con abrigo de visón, se dirigió, en voz baja, a la criada, y pidió, entre suspiros y pases de pañuelo por la nariz, que explicara cómo había muerto la pobre tía Brígida. Y la criada, bastante lerda la pobre, aunque limpia y buena donde las hubiera, llegada treinta años atrás de las montañas del norte y dedicado que había su vida a la de la señora, se sentó en una silla que le indicaron y entre sollozos auténticos y lágrimas de las de verdad, fue explicando cómo la pobre señora había querido gastar los últimos duros que le quedaban en comerse una buena fabada de esas que ella sabía hacer allá en sus queridas montañas, de donde se trajo, treinta años atrás, la receta de su santa abuela. Los deudos, ya pálidos, no por lo de la fabada, sino por el apunte de lo de los últimos duros, apremiaron a la buena mujer para que se explicara mejor. Pues sí, eran los últimos duros, porque la señora, en vida, había ido vendiendo todos y cada uno de los bienes y por eso, en la habitación de al lado, había un señor de levita y cartera en mano, esperando que el ataúd saliera por la puerta para llevarse lo que ya le pertenecía, pues la señora había puesto de condición que todo quedara como estaba hasta que ella hiciera su último viaje al cementerio. Joyas, cuadros, imágenes, muebles, la propia vivienda, los rosarios de pétalos, las sábanas de Holanda, los tapetitos bordados… Todo. Por eso, la señora, cuando vendió la imagen de la virgen de los Pedroches, esa dorada con el niño sentado encima y una bolita del mundo, dijo a la pobre criada que fuera a la carnicería y comprara lo necesario para hacer una buena fabada al día siguiente. Unas buenas alubias blancas, morcilla, chorizo, en fin, todo lo necesario. La buena de la criada la hizo a conciencia, lentamente, cociendo estuvo toda la mañana y hasta parece que se le fue la mano con los ingredientes, pues comieron, en la cocina, las dos juntas, más como amigas que como ama y criada, dos platos cada una del manjar rojizo y espeso, bien espeso. Al final, por su cuenta, la montañesa había hecho un arroz con leche como se hacía en su tierra, con mucha leche, bien dulce, muy poco arroz y dándole vueltas durante dos horas hasta que el grano multiplicó por tres su tamaño y aquello era más crema de arroz que otra cosa. De la bodega mandó el ama subir una botella de vino de La Rioja, añada del 54, a pesar de que todas estaban ya vendidas al señor de la levita, suponiendo que ello no molestaría al buen avaro y se lo tomaría como un homenaje al que, después de ella muerta, habría de disfrutar todos sus bienes. Dieron buena cuenta de toda la comida y de la botella. Y aún se tomaron un cafelito con mantecaditos de las Madres Concepcionistas y una copita de licor de los monjes de Montserrat. Las caras de felicidad de la buena mujer y de su criada hubieran sido motivo para un buen cuadro de la escuela flamenca, pero no había allí nadie que pudiera verlas. El caso es que la pobre tía Brígida, a los tres días, y sin haber podido hacer todavía la digestión, dejó de existir y se fue feliz con todos los santos, santas, vírgenes y beatos a los que en vida había dedicado sus rezos, su tiempo y su cera.

© Isabel Goig 2001
(relato integrado en el libro
El lado humano de la despoblación)
blog de Isabel Goig

 

Isabel Goig 

SUMARIO

SENDEROS IMAGINADOS

Hola, soy Icni, anímate y escríbenosColabora y contacta con nosotros

Los textos  están publicados con permiso expreso de sus autores,  siendo ellos los únicos responsables del contenido. Las fotografías y los textos son  © de los autores. Las direcciones  electrónicas se hacen públicas con permiso de sus autores. No facilitamos ningún dato a terceros.

SENDEROS IMAGINADOS
Páginas creadas y mantenidas por © maruska 2001/Actualizadas el 06 mayo 2007