Isabel Goig

En busca de madreselva

No recuerdo si ya he dicho que la abuela heredó el arte de curar con hierbas de su madre, nuestra bisabuela. No conservamos ninguna foto de ella, pero cuando la abuela nos la describe, creemos estar viendo a una mezcla de pastorcilla con madre-gnomo: regordita, pequeña, con una nariz gorda y algo colorada, muy ágil, tanto, que podía, a sus muchos años, subirse a los árboles a coger el muérdago, y agacharse una y otra vez a recolectar tomillo para los guisos, madreselva para los vapores, flor de sauco para los dolores de muelas, malva para las cataplasmas, romero para conservar el pescado y, en fin, todas las buenas hierbas ofrecidas por el bosque, tan bien conocido por ella.

Una noche, sentados delante del fuego, abuela nos contó la historia de "El Llano", paraje de un pueblo de la sierra donde vivieron unos años, mientras su padre, nuestro bisabuelo, cuidaba un hato de ganado del jefe –ella dice del amo-. El pueblo se llama Villarraso, y se halla rodeado de sierras teúrgicas, como son las de San Miguel, Almuerzo y Madero.

Cuando la abuela comienza la noche diciendo que nos va a contar una historia, mientras los grandes troncos se queman en la lumbre, madre coloca un gran cojín delante del banco, apoya en él la cabeza, enciende un cigarrillo y va entornando los ojos. A medida que la abuela habla y los troncos van cambiando de color, a mamá se le va enrojeciendo la cara y sólo comenta, de vez en cuando, que no entiende de dónde saca la abuela fuerza para poder hablar y hablar delante de la lumbre. Con lo que a ella la relaja. La abuela le contesta que ellá está acostumbrada a la lumbre y mamá a la calefacción eléctrica.

Cuando vivieron en Villarraso, aquel pequeño pueblo rodeado de un gran ejido donde se desarrollaba la vida social de los apenas treinta habitantes, nuestra bisabuela recolectaba hierbas. Por allí, le habían dicho, crecía mucha madreselva y ella quería cogerla para curar los resfriados que, a buen seguro, por el rigor del clima, iban a sufrir los niños. En aquel entonces los niños eran dos, nuestra abuela y el tío Juan.

"Una mañana mi madre me tomó de la mano y nos dirigimos al paraje del "Llano". Recuerdo muy bien: ese día madre vestía una falda de color rojo, muy ancha y larga; por los hombros llevaba una toquilla tejida con lana roja también y debajo una blusa blanca. Mi madre era muy alegre y por entonces muy joven y le gustaba vestirse de colores, algo por lo que era criticada, pero como a mi padre le gustaba, ella afirmaba ponerse encima lo que le daba la real gana. A mí me vestía exactamente igual a ella. Me imagino qué pensaría la gente, austera y negra, al vernos bosque adentro, cogidas de la mano, tan pequeñas las dos y tan rojas.

Cuando se acabó la vereda seguimos monte a través hasta llegar al "Llano". Vuestra bisabuela había oído hablar de ese paraje, pero no había estado nunca. Los espinos y el suelo marrón y áspero se transformaron en un círculo perfecto de hierba larga y fresca, rodeado de carrascas, con los troncos completamente pelados y vestidos de hojas a partir de las ramas. Yo salí y entré varias veces del círculo, sintiéndome distinta, o sea, que fuera era yo misma, la abuela, y dentro un duende. Mientras salía y entraba, mi madre sacó de entre las faldas un cuchillo que ella misma se había hecho con pedernal. Pero dentro no había madreselva. Mi madre cortaba con ese cuchillo todas las hierbas. No nos dejaba arrancarlas ni herirlas con ningún otro que no fuera de roca dura. Salimos del círculo y madre, sin decir palabra, me tomó de la mano y se fue a buscar a mi padre hasta la taina, bien lejos del "Llano".

Nada más llegar le asedió a preguntas sobre el paraje. Ella se empeñaba en que se trataba de un círculo mágico, un lugar de reunión de los druidas. Mi padre reía mientras le decía que allí antes dormía el ganado, por eso la hierba era tan talta, precisamente porque estaba bien abonada y que, por la misma razón, el exceso de abono, los troncos de los árboles estaban casi quemados. Además de reprocharle su mucha fantasía.

Volvimos a casa y por el camino fuimos recogiendo madreselva por fin. Pero madre no se creyó lo del dormidero de ovejas. Al otro día, cuando padre fue a su trabajo, dejo a mi hermano durmiendo al cuidado de la niña de la vecina, prometiéndole a la vuelta una cestilla de huevos. Me tomó de la mano –apenas estaba amanecido- y anduvimos durante dos horas hasta el pueblo vecino donde residía la vieja Tana. Tendría la mujer unos cien años. Estaba ciega, pero muy lúcida. Vivía con una hija, muy mayor también y muy cariñosa. Tana tenía fama en toda la comarca de buena curandera. Decía mi madre que sabía de hierbas mucho más que ella. Le llevábamos de regalo un trozo de empanada del pastor que madre cocía en el horno todos los meses, metiéndole dentro buenos trozos de lomo y chorizo.

Cuando llegamos estaban las dos desayunando ese café que a vosotros tanto os disgusta, sopado con pan duro. Nos sirvieron a nosotras dos grandes tazas a las que añadieron un buen chorro de leche recién ordeñada. La hija me tomó de la mano y me llevó a ver los conejos recién paridos. Mi madre no perdió el tiempo y sin demasiados preámbulos preguntó a la vieja Tana por el "Llano". Y Tana le contó la historia así: "Ay niña, tendrías que haber nacido muchos años antes. En aquella época lo que ahora llaman el "Llano" era un lugar de reunión de magos. Pero eso no lo sabe nadie, sólo yo. Creo que no me he muerto antes porque debía transmitírtelo. Nada podía decir hasta escuchar la pregunta de la persona que se convirtiría en depositaria de este secreto, y otros que te iré contando hasta el día de mi muerte. Durante veinte generaciones, el misterio de ese lugar ha pasado de madres a hijas, pero, hace ya tres, se interrumpió; por primera vez sólo nacieron varones de mi abuela, y ella tuvo que esperar a que naciera yo. A mi hija no pude transmitírselo pues es adoptada, nunca le interesaron estas cosas ni salió de su boca pregunta alguna. Bien, cuando yo era pequeña esas carrascas no existían. En su lugar había unas grandes piedras hincadas, semienterradas. Una mañana desaparecieron; un carretero las había cargado durante la noche para edificarse con ellas una casa. A pocos kilómetros, los bueyes se espantaron y desaparecieron, junto con la carreta, en la "hoya de los Fresnos". El manantial enorme los engulló, no así a las piedras, que aparecieron bordeando la hoya. Rogué a mi padre para que fueran colocadas en su sitio y él, que debió notar en mi súplica una gran desazón, se ocupó de ello, junto con otros hombres del pueblo.

Años después, perdido el suceso en los rincones de la memoria, unos leñadores se llevaron una de esas piedras para utilizarla como compuerta del río Alhama. Estuvo allí colocada un tiempo, hasta que una tremenda riada, en pleno mes de agosto, inundó toda la vega destrozando los cultivos. Y aún hubo una tercera vez y el ser humano volvió a tocar algo que no le estaba permitido. En esa ocasión fue un sacerdote, don Tomás de nombre. Quiso llevarse las enormes piedras para construir una iglesia. Y lo hizo, pero el edificio se derrumbó cuando más repleto se hallaba de gente. Por suerte, nadie sufrió daño, excepto el cura, que murió aplastado por una de ellas. Y yo, de nuevo, tuve que suplicar para que fueran colocadas en su sitio y procuraran que nunca más fueran tocadas. Así se hizo, aunque al otro día todas habían desaparecido y en su lugar crecieron, en una sola noche, las carrascas que hoy rodean el paraje.

Si algún día quieres ver dónde están colocados esos monolitos, has de subir al pico más alto de la sierra de la Santísima Trinidad, algo alejada de aquí; se divisa desde la comarca de la Antesierra, y allí, formando un círculo, se encargan de separar las nubes cuando vienen amenazantes. Nadie ha podido llegar nunca a esa cumbre, pero tú sí puedes hacerlo. Sólo tú. Desde ahora la tradición ha pasado a ti y la transmitirás a aquella mujer que te haga la pregunta y sepas que se trata de ella precisamente. ¿Cómo lo sabré?, preguntó mi madre. Lo sabrás, estáte segura. Y le harás entrega, a la vez, de este envoltorio".

¿Qué había en el envoltorio, abuela?, preguntó nuestra hermana pequeña. Abuela se levantó y se dirigió hacia un arca situada en el rincón de la cocina; metió una gran llave en la cerradura y levantó la tapa. Con cuidado, sacó un envoltorio y lo colocó sobre la mesa. Nuestra hermana no se perdía detalle. Lo abrió, dentro había una túnica blanca, un paño también blanco y una herramienta en forma de media luna recubierta con un color dorado muy desconchado. La tradición iba a continuar. Nuestra hermana era la siguiente depositaria. Abuela era una gran contadora de historias, y esta la había narrado delante de los tres, por lo tanto no se trataba de ningún secreto, sino de un cuento más. La sierra a la que se refería la abuela no era tal, sino una cumbre redondeada, casi plana, conocida como de San Juan. La tradición mantenía que en aquel lugar se ubicó un monasterio de Templarios.

Pero éramos jóvenes, más bien pequeños, pensamos que podría haber algo de verdad en la historia de la abuela, aunque nunca sabíamos donde acababa la imaginación de ella y empezaba la realidad. En todo caso nos interesó, así que decidimos subir a la tarde siguiente, sin más demora, y ver el lugar donde la abuela había situado el cuento de las piedras con poderes tales como para disolver las tormentas. Si había algo de cierto en lo narrado por la abuela, debían seguir allí, pues habían pasado años sin que se supiera de calamidades tremendas. Si sólo era un cuento, también lo descubriríamos.

Subimos mi hermano, nuestro amigo Bene y yo. No dijimos nada a Leonor, nuestra hermana pequeña, para que no entorpeciera la excursión. Resultaba raro, pero en nuestra corta vida nunca habíamos subido al alto de San Juan. Nos costó tiempo y esfuerzo. Al llegar a la cumbre no vimos piedra alguna y sí, en cambio, una caseta con una calavera avisadora y, saliendo de ella, una enorme antena. Contemplamos con curiosidad todo los que nuestros ojos descubrían. Abajo los chopos recorriendo las orillas del río Razón formaban una sierpe verde. Los rayos de un sol ya adormecido caían en forma de abanico sobre el valle, saliendo por entre las nubes grises y blancas. "Sólo falta el triángulo del ojo de Dios arriba", comentó Bene. Todo el valle estaba salpicado de pequeños pueblos y cada rayo se posaba encima de uno de ellos. Era un verdadero espectáculo.

¿Y las piedras? Nada. Vimos restos de edificaciones, pero como tantos otros en tantos lugares. Seguimos recorriendo el paraje. Bordeamos la caseta de nueva construcción y nos asomamos a un precipio, poco profundo, abierto desde la parte trasera de la caseta. Al fondo vimos unas grandes piedras, a buen seguro de toneladas de peso, caídas desde la cumbre, unas encima de otras. Nos fijamos bien: la caseta con la calavera avisadora había sido construida en el lugar donde estaban las piedras. La abuela nos había contado una "historia de las de verdad". Pero a medias, al fin y al cabo nada había sucedido.

Habría transcurrido un mes cuando cayó una gran tormenta en Villarraso, como nunca se había conocido, decían los mayores. Árboles partidos por la mitad, cosechas perdidas, animales fulminados por rayos, el río desbordado. Una catástrofe. Estuvimos varios días sin luz. Entonces, aterrorizados, le contamos a la abuela lo que descubrimos en el alto de San Juan.

Estamos seguros, y la abuela también, de cual fue la causa de la tormenta, aunque no podremos hacer nada de momento. Cuando pasen los años y crean nuestra historia, será posible volver a colocar las piedras en su lugar.

© Isabel Goig 2001
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SUMARIO

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