Isabel Goig

relato

Contadores de historias
(Ya nadie cuenta historias)

Bernardo de Iruecha contándonos historiasPasé un cuarto de siglo de la corta vida humana en el páramo, en la altimeseta, pisando, ora firme ora vacilante, sobre el rotundo escudo precámbrico resistente a cualquier movimiento, a cualquier veleidad, a cualquier escape del denso y rico sima que hubiera cubierto el ralo musgo.

Compartí espacio en ese páramo –donde durante años habían sido desterrados funcionarios díscolos- con unas gentes muy parecidas al escudo. Durante esos larguísimos veinticinco años me esforcé por entender –y creo que lo conseguí- esa rudeza, esa altivez, esa envidia primero enquistada y luego congelada por el frío. Añoré, durante muchos de esos veinticinco años, el segundo de interrupción de la ola del mar, abrumada como me hallaba por el murmullo constante del agua del río, ese río que busca, incansable, el mar donde poder reposar, segundo sí y segundo no, el cansancio de millones de kilómetros recorridos a lo largo de millones de años.

Ignacia de Aldehuela conoce múltiples remedios mágicosMientras discurría la vida me encontraba a gusto en mis bienandanzas por unas pequeñas aldeas, llamadas a veces, bordando de realce, villas, y nombradas otras, con más ajuste, aldeas o lugares. Descubrí por esos años lo más interesante en esa asperez, unos ancianos contadores de historias. Algo que después encontré también en otros lugares aunque allí, el escudo por fin se fisuró y me abrió el camino para los otros, cuando lo fácil hubiera sido al revés, pero la tozudez humana es inconmensurable y la pérdida de interés, una vez roto el escudo, achacable a la veleidad humana.

Pero he de añadir que los llegados después, esos otros contadores de historias, transmitían unos saberes que, de no haber conocido previamente los del escudo, no hubieran podido ser interpretados en su integridad, toda vez que los segundos cuentistas, eclécticos como el mar protector, recogían, también como ese mar, las historias que primero habían discurrido por los ríos, mezclándolas.

Aquellos viejos contadores de historias, cubiertos por trajes negros y camisa abrochada hasta debajo mismo de la barbilla, apoyaban esa barbilla sobre una cayata de madera, a la forma de San Magín cuando hizo surgir, con tres golpes de la suya, otras tantas fuentes, que dieron lugar al nacimiento del río Gaiá, en la Brufaganya. Contaban con voz monótona historias cortas y rotundas, rudas como ellos mismos, incontestables.

Los vecinos de Trévago son magníficos conservadores de sus costumbres, con don José (sentado a la izquierda) a la cabezaY allí, en la altimeseta, escuché yo, en largas tardes a la sombra de la olma, o viendo manar una pequeña fuente de aguas sulfurosas, o tomando un vino seco, oscuro y espeso a la puerta de una pequeña bodega, todas esas historias que a lo largo de los años he ido escribiendo, adornándolas de una poesía que no tienen, porque lo redondo casa mal con las metáforas. Escuché en una sola tarde tantas historias que da idea de la pureza de ellas, transmitidas así, cortas y escuetas, para no desvirtuar su autenticidad.

La mora que bajaba a bañarse en la fuente la noche de San Juan. La cristiana raptada por el moro. El agua que cura en novenas. Las novenas que curan el alma. El tambor perdido en una batalla. Y legión de vírgenes y santos tozudos aparecidos en lugares imposibles de donde se niegan a moverse. Las interminables relaciones de hierbas curativas, tan largas como las partidas de cartas.

Yo siempre decía que era necesario recoger todo eso pues cuando los viejos murieran sólo quedaría una generación más, después ya nadie contaría historias. Hace unos días, María Luisa, mi hermana, me preguntó quién contará pasado mañana las historias. Volví al escudo, quería ver de nuevo a mis viejos, los que quedaran. Engracia había muerto, Dorotea también, y Cosme, y Regino, y aquel señor de pie apoyado en la cayata delante de una bodeguilla, y Ataúlfo, Marino, Casto, Silvano, Sátiro…

Escolástica de Valdenebro es una enciclopedia vivienteDurante veinticinco siglos los retógenes habitantes del páramo habían transmitido, de generación en generación, la misma historia sin que nunca se convirtiera en leyenda florida entre ellos. Se la habían contado a los fenicios que se atrevían a remontar el gran río sin prestar muchos oídos a las que ellos les traían. Se callaron ante los romanos y las historias murieron quemadas con ellos ¿o no?. No, quedaron unos cuantos encargados de transmitirlas y otra vez el cuento seco y áspero.

¿Por qué las siguientes generaciones no han seguido? ¿Por qué, cuando volví y conté y no hallé a Dorotea y Cosme, alguien, sus hijos, sus nietos, no se habían preocupado de escuchar las historias? ¿Por qué? me pregunta María Luisa.

Porque lo que no consiguieron los conquistadores, los protegidos por las fasces, y las guerras, lo ha conseguido la idiocia, el sinsentido y la mediocridad que cada día, cada noche, a cada hora, se asoma a la ventana de un aparato cautivador como una serpiente. La historia, la transmisión oral, se ha perdido. Tal vez esta era la revolución pendiente.

La última generación conocedora de historias murió sin que nadie le escuchara, y si esas historias secas y escuetas de la altimeseta, de los páramos, no eran escuchadas, no podían ser transmitidas, tampoco podían convertirse en leyendas floridas.

Isabel de Osma sabe mucho de recetas y remediosDurante muchos años nadie ha acudido a Mariluz para que le cuente las oraciones que debían ser recitadas con fervor mientras se untaban el moho de la fuente en el eczema de las manos y ya ese pequeño manantial se ha perdido entre la maleza. La gente lleva ya años teniendo más fe en los cosméticos grasientos que anuncia la caja esa. Los pocos pastores que todavía no han sucumbido a la tentación de alimentar a su ganado hervíboro con harinas de carne, andan con lo que ahora llaman depresión y que ellos siempre han creído melancolía, porque ningún chaval quiere perder su tiempo escuchando la historia bien reciente de Marcelo el contrabandista, mientras en esa caja puede ver unas series de mongolillos que se complican la vida en los institutos. Y hasta la María, su mujer, se ha contaminado de unas falsas historias que aparecen en esa pantalla con mujeres y mariconcetes sacados de Sodoma y Gomorra. Y él piensa con tristeza que ya nadie quiere escuchar y muchos de los que podrían contar han sido captados por la peor de las sectas.

Ya nadie cuenta ni explica historias.

© Isabel Goig 2002
blog de Isabel Goig

 

"solo la pasan los de aquí,
los de fuera se queman"

en noche de luna llena
en noche de solsticio
la sierra soriana
misteriosa
mágica
(en apariencia inhóspita con el hombre,
los que la amamos sabemos que
sólo con aquellos que la desdeñan)
acogedora
con sus amantes

se abre generosa

para recibir culto milenario
que sobre brasas rinden
pies desnudos

dicen:
"solo la pasan los de aquí,
los de fuera se queman"

sólo hemos necesitado
"un siglo de luces"
para apagar las milenarias
hogueras familiares
siempre vivas
alimentadas con historias
que generación trás generación
transmitían las fórmulas mágicas
para combatir el miedo
e invocar la valentía

hemos aniquilado dragones y hadas
y borrado las huellas de los pasos

por eso en noches como esta
invocamos en secreto deseo:

que la memoria permita
hasta el final
recordar todos los cuentos

y recuerdan los sampedranos:
"solo la pasan los de aquí,
los de fuera se queman"

Celia Duañez
noche de san juan 2002

Abuela de San Pedro Manrique y su particular hoguera

 

Isabel Goig 

SUMARIO

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