| relato Contadores
      de historias(Ya nadie cuenta
      historias)
 
       Pasé
      un cuarto de siglo de la corta vida humana en el páramo, en la
      altimeseta, pisando, ora firme ora vacilante, sobre el rotundo escudo
      precámbrico resistente a cualquier movimiento, a cualquier veleidad, a
      cualquier escape del denso y rico sima que hubiera cubierto el ralo musgo. Compartí
      espacio en ese páramo –donde durante años habían sido desterrados
      funcionarios díscolos- con unas gentes muy parecidas al escudo. Durante
      esos larguísimos veinticinco años me esforcé por entender –y creo que
      lo conseguí- esa rudeza, esa altivez, esa envidia primero enquistada y
      luego congelada por el frío. Añoré, durante muchos de esos veinticinco
      años, el segundo de interrupción de la ola del mar, abrumada como me
      hallaba por el murmullo constante del agua del río, ese río que busca,
      incansable, el mar donde poder reposar, segundo sí y segundo no, el
      cansancio de millones de kilómetros recorridos a lo largo de millones de
      años. 
       Mientras
      discurría la vida me encontraba a gusto en mis bienandanzas por unas
      pequeñas aldeas, llamadas a veces, bordando de realce, villas, y
      nombradas otras, con más ajuste, aldeas o lugares. Descubrí por esos
      años lo más interesante en esa asperez, unos ancianos contadores de
      historias. Algo que después encontré también en otros lugares aunque
      allí, el escudo por fin se fisuró y me abrió el camino para los otros,
      cuando lo fácil hubiera sido al revés, pero la tozudez humana es
      inconmensurable y la pérdida de interés, una vez roto el escudo,
      achacable a la veleidad humana. Pero
      he de añadir que los llegados después, esos otros contadores de
      historias, transmitían unos saberes que, de no haber conocido previamente
      los del escudo, no hubieran podido ser interpretados en su integridad,
      toda vez que los segundos cuentistas, eclécticos como el mar protector,
      recogían, también como ese mar, las historias que primero habían
      discurrido por los ríos, mezclándolas. Aquellos
      viejos contadores de historias, cubiertos por trajes negros y camisa
      abrochada hasta debajo mismo de la barbilla, apoyaban esa barbilla sobre
      una cayata de madera, a la forma de San Magín cuando hizo surgir, con
      tres golpes de la suya, otras tantas fuentes, que dieron lugar al
      nacimiento del río Gaiá, en la Brufaganya. Contaban con voz monótona
      historias cortas y rotundas, rudas como ellos mismos, incontestables. 
       Y
      allí, en la altimeseta, escuché yo, en largas tardes a la sombra de la
      olma, o viendo manar una pequeña fuente de aguas sulfurosas, o tomando un
      vino seco, oscuro y espeso a la puerta de una pequeña bodega, todas esas
      historias que a lo largo de los años he ido escribiendo, adornándolas de
      una poesía que no tienen, porque lo redondo casa mal con las metáforas.
      Escuché en una sola tarde tantas historias que da idea de la pureza de
      ellas, transmitidas así, cortas y escuetas, para no desvirtuar su
      autenticidad. La
      mora que bajaba a bañarse en la fuente la noche de San Juan. La cristiana
      raptada por el moro. El agua que cura en novenas. Las novenas que curan el
      alma. El tambor perdido en una batalla. Y legión de vírgenes y santos
      tozudos aparecidos en lugares imposibles de donde se niegan a moverse. Las
      interminables relaciones de hierbas curativas, tan largas como las
      partidas de cartas. Yo
      siempre decía que era necesario recoger todo eso pues cuando los viejos
      murieran sólo quedaría una generación más, después ya nadie contaría
      historias. Hace unos días, María Luisa, mi hermana, me preguntó quién
      contará pasado mañana las historias. Volví al escudo, quería ver de
      nuevo a mis viejos, los que quedaran. Engracia había muerto, Dorotea
      también, y Cosme, y Regino, y aquel señor de pie apoyado en la cayata
      delante de una bodeguilla, y Ataúlfo, Marino, Casto, Silvano, Sátiro… 
       Durante
      veinticinco siglos los retógenes habitantes del páramo habían
      transmitido, de generación en generación, la misma historia sin que
      nunca se convirtiera en leyenda florida entre ellos. Se la habían contado
      a los fenicios que se atrevían a remontar el gran río sin prestar muchos
      oídos a las que ellos les traían. Se callaron ante los romanos y las
      historias murieron quemadas con ellos ¿o no?. No, quedaron unos cuantos
      encargados de transmitirlas y otra vez el cuento seco y áspero. ¿Por
      qué las siguientes generaciones no han seguido? ¿Por qué, cuando volví
      y conté y no hallé a Dorotea y Cosme, alguien, sus hijos, sus nietos, no
      se habían preocupado de escuchar las historias? ¿Por qué? me pregunta
      María Luisa. Porque
      lo que no consiguieron los conquistadores, los protegidos por las fasces,
      y las guerras, lo ha conseguido la idiocia, el sinsentido y la mediocridad
      que cada día, cada noche, a cada hora, se asoma a la ventana de un
      aparato cautivador como una serpiente. La historia, la transmisión oral,
      se ha perdido. Tal vez esta era la revolución pendiente. La
      última generación conocedora de historias murió sin que nadie le
      escuchara, y si esas historias secas y escuetas de la altimeseta, de los
      páramos, no eran escuchadas, no podían ser transmitidas, tampoco podían
      convertirse en leyendas floridas. 
       Durante
      muchos años nadie ha acudido a Mariluz para que le cuente las oraciones
      que debían ser recitadas con fervor mientras se untaban el moho de la
      fuente en el eczema de las manos y ya ese pequeño manantial se ha perdido
      entre la maleza. La gente lleva ya años teniendo más fe en los
      cosméticos grasientos que anuncia la caja esa. Los pocos pastores que
      todavía no han sucumbido a la tentación de alimentar a su ganado
      hervíboro con harinas de carne, andan con lo que ahora llaman depresión
      y que ellos siempre han creído melancolía, porque ningún chaval quiere
      perder su tiempo escuchando la historia bien reciente de Marcelo el
      contrabandista, mientras en esa caja puede ver unas series de mongolillos
      que se complican la vida en los institutos. Y hasta la María, su mujer,
      se ha contaminado de unas falsas historias que aparecen en esa pantalla
      con mujeres y mariconcetes sacados de Sodoma y Gomorra. Y él piensa con
      tristeza que ya nadie quiere escuchar y muchos de los que podrían contar
      han sido captados por la peor de las sectas. Ya
      nadie cuenta ni explica historias. ©
    Isabel Goig 2002
      
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