Isabel Goig

relato

Eulalia

Villarijo (Soria)

Corría en año 1995. Llevábamos algún tiempo localizando fuentes de aguas medicinales y recogiendo remedios naturales, sortilegios y ritos relacionados con la noche de San Juan. Nos interesaban estos temas porque sentíamos que era una parte muy importante de la herencia cultural que nuestros antepasados nos habían transmitido. Yo, mujer al fin, estaba empeñada en conocer los ingredientes de un ungüento que elaboraban las brujas con la base del beleño. Algunos ancianos informantes de la comarca del Norte nos habían dicho que “la Eulalia” era la única que podía saber de eso. Pero nadie sabía con seguridad dónde encontrar a Eulalia. Para unos estaba en La Rioja en casa del hijo mayor, para otros en Zaragoza con una hija y un tercer grupo apostaba por una residencia de ancianos de la ciudad. Por fin descubrimos que podríamos encontrarla en la residencia. 

Eulalia era una señora vestida de negro, pequeña, muy delgada, con el pelo gris recogido en un moño trenzado y propietaria de las manos más delgadas y venosas que había visto en mi vida, adornadas con anillos antiguos de preciosas piedras muy discretas y dos alianzas juntas, una más grande que la otra, como acostumbran a llevar las viudas. Las dejaba descansar en el regazo, juntas. Miraba por una ventana hacia un invernadero, abierto por un lado, cuajado de flores violetas y amarillas. Su perfil, de porcelana, perfecto, indicaba lo hermosa que había sido. Apenas tenía arrugas en la piel, aunque, según nos dijeron, le faltaban unos días para cumplir los noventa años. Estaba sentada en una silla de ruedas. 

Se acercó la directora con nosotros y nos presentó. Eulalia nos miró y apenas movió la cabeza. Le comentamos el motivo de nuestra visita. Por un instante sus hermosos ojos azules se iluminaron, pero sólo un instante. Más tarde comprendí lo que había pasado rápidamente por ellos. Miró a la directora y ésta se despidió. Luego miró a Pelayo, a mí, y sólo dijo: esto son cosas de mujeres. Pelayo la saludó amablemente y se encaminó hacia el jardín para esperarme. Cogí un sillón de mimbre y me senté junto a ella, impaciente porque comenzara a hablar. Y comenzó.    

“¿Cómo te llamas? -Se lo dije- Llévame a mi pueblo. Necesito ir. Llevo aquí muchos años y necesito ir antes de morirme”. Su voz sonaba hasta joven y me quedé sorprendida, sin saber qué decir. “Llévame por favor y te contaré todo lo que quieras, todo lo que sé. Mis hijos no me hacen caso y a estas brujas no les quiero pedir nada porque también sería inútil. Llevo años esperando esta ocasión. Llévame y te diré lo que quieras”. “Pero (miré la silla de ruedas), no sé cómo lo podría conseguir. Por lo que sé es un pueblo deshabitado. Conozco algunos y es prácticamente imposible caminar por ellos, incluso entrar, siendo joven y yendo bien equipada”. “¿Lo dices por la silla? No estoy paralítica, ando mejor que mis hijos. Esto es para fastidiarles. Cuando estoy en mi habitación camino por ella como tú. Aún no me han sorprendido, pero ando perfectamente. Te lo demostraré si me subes a mi cuarto”. “No hace falta. Bien, la llevaré. Pero el trato es el trato, aunque la llevaría igualmente, pero recuerde, todo lo que sabe”. “Pierde cuidado. Mañana te espero a las diez. Hemos de ir pronto, el camino es largo. Llévate comida, por favor, un poco de chorizo, del de verdad y cecina, por favor”.   

Al otro día, diez minutos antes de las diez, ya estaba yo en la residencia y Eulalia, con una cuidadora, esperándome detrás de los cristales. La colocamos entre las dos dentro del coche y pusimos la silla detrás. Cuando volvimos la esquina la anciana me tocó el hombro e hizo que mirara sus piernas que movía a la perfección, mientras se reía. Parecía una niña. Olía muy bien. Sin ninguna dificultad se colocó el cinturón y comenzó a hablar sin parar. Para cuando salíamos de la pequeña ciudad y tomábamos la carretera que debía conducirnos al pueblo principal de la comarca del Norte, y a continuación al deshabitado, ya sabía yo que era la viuda de un ganadero trashumante. Le pedí permiso para conectar una grabadora por si en la conversación se le ocurría algún remedio casero, o las propiedades de algunas hierbas. 

Me contó que sus hijos, cuatro, habían vendido el ganado cuando tuvieron que dejar las tierras y abandonar sus casas, allá por los años setenta, ella con casi sesenta y ya viuda. Se lamentaba con amargura de la falta de agallas de los hijos, de la blandura para enfrentarse a la adversidad, de la carencia de valor para quedarse a pesar de las amenazas. 

Cuando pasé el pueblo grande y tomé la pista forestal que me había indicado Pelayo, ya sabía que las plantas agarran mejor si se les ata un cabello en la raíz y que en su pueblo hacían una hoguera con trastos viejos, y muchas otras cosas. Paré el coche y me afané con un mapa a escala 1:50.000, ante la disyuntiva de dos pistas. “¿Por qué paras?” “He de averiguar el camino”. “Es aquél”. “Usted hace mucho que no viene por aquí, ahora han hecho caminos nuevos”. “Es aquél, hazme caso. No he venido por aquí nunca, pero vamos allí (me señaló un punto lejano)”. “Pero allí se podrá ir por varios sitios”. “Se va por este”. Le hice caso y discurrimos, durante al menos veinte kilómetros, por la pista más endiablada de la provincia. Pero ella iba tan feliz, saltando en el asiento, a veces hasta casi rozar la cabeza con el techo, sin importarle nada. Cuando apenas faltaban cinco kilómetros cruzó la pista un grupo de corzos y, mientras yo daba palmadas de alegría, ella torció el gesto: “estos nos han suplantado”. 

Entonces comenzó a recordar como era todo aquello treinta años atrás, cuando se desplazaban en caballerías y en lugar de pinos raquíticos el suelo estaba alfombrado con pasto más o menos verde, salpicado por roblecillos. La estepa bordeaba el camino. Dijo que las ovejas se pujaban con ella y había que darles un bebedizo para desinflarlas y a los corderillos meterles un rabito de algún fruto empapado en aceite. 

Muy poco antes de llegar a su pueblo me hizo parar. Entonces pude ver con cuanta agilidad descendía del coche y se dirigía,  a campo traviesa, en busca de un pequeño soto que formaba el río. Apartó rápidamente la abundante vegetación y me apremió para que me acercara. Debajo de la fronda manaba un agua limpia y transparente que despedía un fuerte olor “a huevos podridos”. “Esta agua la bebíamos nueve días seguidos para combatir las impurezas de la piel. Empezábamos la novena la madrugada de San Juan. Con el moho nos untábamos los granos y se curaban, vaya si se curaban. En esta fuente, la madrugada de San Juan, veníamos a lavarnos la cara. Ello nos evitaba problemas a lo largo del año, de todo tipo. Por ejemplo en nuestro pueblo vivía la tía Marina. Decían que era muy mala –yo tengo otra opinión- y que cuando se enfadaba con alguien le echaba mal de ojo a los animales. El lavarse aquí la cara y rociar con agua, en la que se había cocido ruda, las cuadras, servía de exorcismo para sus males de ojo”. 

Cuando llegamos al pueblo de Eulalia me quedé impresionada. Durante el trayecto, ocupada en controlar el coche, no había manifestado, ni sentido, demasiado interés por el paisaje, pero al parar no puede evitar una exclamación. Aquel entorno, ya de entrada, era un paraíso. “Dios nos entregó esto y se olvidó de nosotros, porque ya no le necesitábamos y él lo sabía”. Era Eulalia la que decía eso tan hermoso. De sus ojos caían lágrimas suaves y serenas. 

Los almendros y los cerezos estaban en flor, blancas y rosas. Aquello gozaba de un microclima que procuraba todo tipo de árboles frutales. Las higueras estaban retoñando. En las laderas abundaban los olivos. Y abajo, protegido por los altos pero redondeados relieves, discurría el río que iba pasando el agua por los molinos que un día convertían el grano en harina. Esos relieves protegían al pueblo por el Norte haciendo posible que el viento frío se detuviera en la vertiente de la umbría. Eulalia seguía llorando. “Casi treinta años sin venir. Cómo se puede ser tan cruel con una madre. Vendieron el ganado, cogieron en dinero y me metieron en una residencia”. Se encaminó con decisión hacia una calle estrecha, de apenas dos metros, empedrada, flanqueada por casas, por donde trepaban las enredaderas. 

Empujó una puerta y se abrió. Todas las puertas de todas las casas de ese pueblo se abrían al empujar o ya estaban abiertas. Como si de un milagro se tratara, muchas se mantenían, no sólo en pie, sino bastante bien. “Esta es mi casa. Aquí nació mi madre, nací yo y nacieron mis hijos”. Eulalia se movía por ella como su casa que era. La pared principal de la planta baja la formaba la misma roca y a partir de ella habían edificado la planta primera y el somero. Se agachó para coger una revista del año 65, amarillenta. La sacudió. “Yo estaba suscrita a La Gaceta”. Se la quedó. Volvió a agacharse y cogió un viejo ejemplar del ABC. “Mi marido al ABC”. Se la quedó también. Las abarcas se mezclaban con latas viejas, revistas, trozos de botellas, cucharas viejas y oxidadas. “Con esta cuchara le estuve dando de comer a mi madre hasta el día que murió. Cuatro años estuvo en la cama y yo la cuidé”. 

Subimos a la planta principal. La cocina todavía tenía en el centro una mesa desvencijada y el banco corrido junto a la chimenea derruida. La emoción la ahogaba. Se sentó mirando con tristeza la pequeña alacena abierta. Seguimos recorriendo la casa. En la alcoba principal se derrumbó Eulalia. Allí seguía la cama donde había parido a sus hijos y donde su madre la parió a ella y donde había muerto su marido. Procuré ser discreta y la dejé sola, seguí por mi cuenta viendo todo aquello que había albergado tanta vida. Me imaginé los niños corriendo por allí, los mayores haciendo la matanza en la vieja cocina, los mazos de cecina colgados. Me imaginé a Eulalia cosiendo, planchando, regañando a los niños, sufriendo, riendo y amando. Cuidando a su madre, pariendo hijos, asomándose a aquella ventana y contemplando lo mismo que contemplaba yo en ese momento: el río al fondo, casi lejano, y sin embargo podía distinguir las piedras repulidas por litros y litros de agua pasando durante siglos, sin interrupción, sobre ellas. El molino algo más cerca y próximo a él un artefacto que en ese momento no supe definir y que Eulalia me diría luego que era el trujal con el que se molía la aceituna. La higuera intentando meter sus ramas por la ventana. La espadaña de la iglesia, ya sin campanas, tocando a clamores, a difunto, a rebato, a misa Las caballerías tratando de subir por aquellas calles empedradas, resbalando, con los serones cargados de la verdura de los pequeños huertos junto al río, ya abandonados, cubiertos de maleza, pero con las cercas todavía adivinadas. Me imaginé a Eulalia con un cántaro en la cabeza y otro en la cintura, moviendo las sayas de colores, con el pelo rizado, casi rojo, y esa cara bellísima, de ojos azules Llena de ilusiones, pensando en el mejor futuro para su prole. La vi, la estaba viendo, con la devanadera y el lino, cosiendo los calcetines, contando historias en los trasnochos, a la luz de la torcida, delante de la lumbre, con otras mujeres, esperando el regreso del marido del lejano extremo. 

Debía llevar mucho tiempo viendo todo aquello, imaginando la vida, las vidas, mientras el sonido continuo del agua del río ponía la música de fondo. Eulalia me tocó en el hombro. “Lo prometido es deuda. He de darte lo que venías a buscar”. “No se preocupe, eso ahora no importa”. “Sí que importa. Ven”. Me dirigió al somero. Me pidió que la alzara. Apenas pesaba. Con decisión levantó una tabla y quedó al descubierto un hueco. Metió los brazos y sacó una caja de madera bastante grande. La bajé y nos dirigimos a la cocina. Allí, sentadas en el banco, abrió la caja. A pesar de los años transcurridos salió de ella un fuerte olor a membrillo. Me resultó familiar, era el olor de mi abuela. No pude contener las lágrimas, pero la curiosidad podía más y las sequé pensando que más tarde, cuando lo hubiera visto todo, tendría tiempo para la nostalgia. 

Pegadas en la parte de dentro de la tapa había tres fotos en blanco y negro. Una era un montaje y me extrañó que en aquellos tiempos ya se hicieran esas cosas. Un señor, vestido de militar, alto, delgado, enjuto, se hallaba de pie. Delante de él destacaba por la desproporción la imagen de una mujer muy guapa, bellísima. “Mi madre”, dijo Eulalia. Vestía de negro. A continuación de ella dos niños muy pequeños –“son mis hermanos, murieron con apenas dos años”-. Allí estaban sus muertos, todos juntos. 

Tapando el contenido de la caja aparecía un trapo blanco-amarillento rodeado de un precioso encaje de bolillos. Lo acerqué a la cara. Olía a Eulalia. Lo doblé con cuidado y lo dejé sobre la mesa. Aparecieron pequeños paquetes, algunos rodeados de cintas finas, de seda, de suaves colores. Abrió el primero. Eran más fotos de familia. Apareció una cajita de lata roja y negra. Dentro había unas pobres joyas, algunas de plata; medallas de la virgen, de cristos Cada una envuelta en trozos de tela de raso con el nombre, escrito en un cartoncito, de sus propietarios: su abuelo, sus tíos muertos. Una higa para ahuyentar el mal de ojo de los recién nacidos. Varios pendientes de bolita, dorados, o de oro. Unos zarcillos preciosos, trabajados con filigrana cordobesa. Pensé que lo limpiaría todo con bicarbonato, no sé por qué pensé esa tontería en ese momento. Otro paquete contenía botones dorados y unos pobres galones de sargento, una pequeña bandera republicana, un reloj de bolsillo y un camafeo que al abrirlo dejó ver una foto y un mechón de pelo castaño. “Una hija mía que murió con cuatro años”. Una enorme llave reposaba en un rincón de la caja. “Esta llave la dejaba siempre al sereno y cuando a alguien de la familia le aparecía un orzuelo se la colocaba alrededor del ojo nueve días seguidos, y el orzuelo desaparecía”. Yo escuchaba ya todo esto casi con disgusto. Estábamos las dos tan emocionadas que deseaba no ver enturbiados esos momentos. No quería que ella viera este viaje con mirada mercantilista.

Debajo de todo apareció una libreta con tapas de plástico negro. Toda estaba escrita con letra pequeña, picuda y floridas las mayúsculas. La miré y leí por encima fórmulas con hierbas, bebedizos, pomadas y oraciones. No pude evitar sentirme feliz. Me la regaló. “Al final está la fórmula que buscas. Una pomada con la que se untaban el cuerpo las brujas y aseguraban que servía para volar. En realidad se trata de un ungüento que sirve para estimular, algo muy parecido a las drogas que ahora toman los muchachos”. 

“Le he traído cecina”. Eran las cuatro de la tarde y notábamos el estómago algo encogido. Me sonrió y me dirigió hacia la iglesia. Delante de lo que quedaba de ella, un atrio con columnas de mampostería que sostenían unos arcos de medio punto y un suelo empedrado, estaba la fuente más caudalosa del pueblo. Formaba una pequeña plaza, protegida, como todo el pueblo, por las redondeces de los relieves. Al fondo se divisaban montañas verde oscuro formando valles, como superpuestas, redondeadas y acogedoras como el seno de la madre. Habían colocado en el centro de la plaza una rueda de molino como mesa. Nos sentamos en un banco de piedra. El sol, a pesar de discurrir mayo, calentaba bien. Buscamos la sombra de un pequeño almendro florido. Saqué mi bolsa y fui colocando encima el cuchillo, una pequeña hogaza de pan, una botella de vino, una vuelta de chorizo y un buen trozo de cecina, lo que ella me había pedido. Había añadido un trozo de queso y dos tomates por si acaso lo otro fuera excesivo para su cansado estómago. Y fui a la fuente y llené una botella con agua. 

Pero Eulalia cortó con el cuchillo finísimas lonchas de cecina y algo más gruesas de chorizo y fue comiendo lentamente, colocándolas sobre una rebanada de pan y cortándolas más con una navaja pequeña que llevaba en su bolsillo. Había sacado, junto con la navaja, un vaso que me recordó a mi madre y a mi niñez. Era rosa y se plegaba quedando convertido en una pequeña cajita redonda. Lo estiró y lo llenó de vino. Me lo ofreció primero y luego bebió ella. 

Mientras comía muy lentamente me fue explicando que por ese atrio y lo que en la actualidad era esa plaza, desfilaban los ganados, dos veces al año, para ser bendecidos. Una por San Antón y la otra antes de bajar a extremo. Desde allí acompañaban a los padres, hermanos y maridos hasta el Alto de la Muela, para, con lágrimas en los ojos y en el pañuelo blanco que apretaban en la mano, despedirles y desearles buen pasto de invierno. Las mujeres se quedaban mucho rato después de que hubieran desaparecido, con la mirada perdida y la preocupación de los duros meses que debían transcurrir hasta la vuelta, con la responsabilidad de los chicos pequeños y la también pequeña hacienda. Luego, por abril o mayo, los chavalillos acudirían a ese lugar todos los días, por turnos, con la ilusión de ser los primeros en avisar de la llegada de los pastores y recibir la propina de las mujeres que esperaban ansiosas. Casi siempre las familias habían aumentado, pero también algún mayor había dejado de existir mientras sus herederos luchaban con los rebaños en aquellas tierras cálidas del Sur. 

Nos marchamos con desgana. Ella volvió a su casa y la recorrió de nuevo. Se asomó a la de al lado y movió la mano “adiós Andrea, era mi amiga, murió hace bastantes años, de pena, cuando se tuvo que marchar del pueblo, también obligada. Íbamos juntas a lavar, cantaba muy bien, y su voz sonaba en todo el valle, cuando venía el médico le decía vaya Andrea, el lunes estuviste lavando. Y allí enfrente vivía Ofelia; tuvo una hija, Gloria, subnormal, pero muy buena, y gracias a ella el pueblo siempre estuvo limpio, era su distracción favorita, barrer la calle y recoger papelillos, cuando murió, Ofelia estuvo dos años sin salir de casa, con melancolía, como llamábamos antes a las depresiones”. 

Cuando llegamos al coche, se volvió para ver todo el pueblo. Noté en ese momento que había entregado ese día lo que le quedaba de vida. Me despedí con tanta tristeza yo también que no hablamos en todo el camino. No podíamos convertir en palabras las sensaciones. No sabía si nos íbamos llenas o vacías. Me parecía que el alma se había divido en dos partes iguales. La primera estaba a rebosar y la otra había quedado en el pueblo de Eulalia, para siempre, confundida y mezclada con todas las vidas, con siglos de vidas que flotaban por el aire, que se posaban en los árboles, que se perdían con el río para volver en forma de nubes y dejar, de nuevo, sobre los mismos sitios las mismas cosas. 

Durante días recordé sus primeras palabras al llegar al pueblo “Dios nos dio esto y luego se olvidó de nosotros porque ya no le necesitábamos”. Y volví a verla. Sentía la necesidad de comentar con ella la libreta, ese legado impagable que me había dejado, ese trozo intenso de vida, el mejor regalo que me habían hecho nunca. No puede verla. Eulalia murió tres días después de nuestro viaje. La directora del centro me aseguró que desde ese día hasta que murió, no volvió a usar la silla de ruedas, ni estuvo enferma un solo momento. Murió sonriendo. La buena mujer no sé qué dijo de milagro –era religiosa- yo la miré y sonreí también. Nunca descubriría a Eulalia. Y nunca una muerte me afectó tan poco. Había muerto feliz y yo había contribuido a ello.

 

© Isabel Goig 2007
(relato integrado en el libro El lado humano de la despoblación. Está situado en Villarijo)
blog de Isabel Goig

 

Isabel Goig 

SUMARIO

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