Isabel Mata Garrido

relato

Recuerdos

La tita Rafaela, su Romeo, dos hijos y tres nietos

¿Recuerdas?

La tita Rafaela está en todos los recuerdos de nuestra infancia. El parentesco era lejano, era prima segunda de papá le dimos el tratamiento de tita, pero por su ternura para con nosotras bien podíamos haberle dado el hermoso nombre de abuela. No conocimos a ninguna, pero creo que las abuelas son tan entrañables como ella.

¿Recuerdas?

Fuimos a visitar a la tita Rafaela, una pequeña-gran mujer, callada, tierna y cariñosa.

Siempre tenía el vasito de leche y las galletitas con qué obsequiarnos, su casa era acogedora y pulcra, con un típico patio andaluz lleno de verdes plantas y geranios de vivos colores, la hierva buena y la albahaca despedían ese agradable aroma que perfuma mis recuerdos.

¿Recuerdas?

Mientras nos arreglábamos para la ocasión vigilábamos nuestra indumentaria, vestido de percal limpio y bien planchado, sandalias de goma relucientes a base de frotar con estropajo y jabón y pelo limpio y brillante gracias a las gotitas de vinagre que poníamos en el agua del aclarado, nos dirigíamos a aquella casita de recuerdos imborrables y sabores de cariño.

¿Recuerdas?

En aquella casa, todo era orden, educación, amor, tengo la convención que fueron las mejores clases de ética y moral para nuestro futuro, hoy medio siglo después sigo mirándome en aquel espejo de colores, sabores y esencias inmaculadas.

¿Recuerdas?

Cuando le dábamos el beso de despedida, la tita Rafaela ponía algo en nuestro bolsillo, que nosotras no mirábamos hasta salir de su casa, casi siempre una peseta, que nos planteaba la difícil tarea de pensar en qué la íbamos a emplear ¿una muñequita de cartón ¿lápices de colores? Una onza de chocolate y unos lazos para nuestras trenzas?

Lo mejor sería que nuestra madre nos lo guardase.

La tita Rafaela sabía que esas dos pesetas a nuestra madre le venía muy bien, en casa estábamos necesitados de muchas cosas, y sabía que nosotras no gastaríamos ese dinero sin la aprobación de nuestra madre en aquellos tiempos nos podría comprar unos calcetines, ó dos litros de lache para nuestros desayunos. Su generosidad no tenía límites, así nos ayudaba sin herir la sensibilidad de nuestra madre.

¿Recuerdas?

Cuando nos marchamos a Málaga nos fuimos a despedir, ¡cuanta pena teníamos! Además de dejar nuestra ciudad, nuestras amigas dejábamos a la tita Rafaela y toda su familia que era la nuestra, sus nietas que eran pequeñitas y las veíamos como muñequitas ¡tan bonitas!

¿Recuerdas?

De vuelta a casa lloramos todo el camino, nos paramos a mirar el patio de nuestro colegio, la fuente de la plaza del hospicio, con aquel pez que echaba agua por la boca nos sentemos en el borde sin parar de llorar, el ruido del agua nos fue calmando y poco a poco empezamos a caminar por la calle Martínez Molina hasta casa, no nos acordamos de mirar en nuestros bolsillos pero al llegar a casa nos dimos cuenta que ese día nos había puesto una moneda de diez reales (250Pts) para cada una, ¡un capital! Una vez más la generosidad de la tita Rafaela ayudaba a nuestra madre sin herir su orgullo.

Tardamos muchos años en volverla a ver

Recuerdo.

Cuando volví a Jaén ya no vivía en la misma casa, se habían cambiado a otra muy grande y muy bonita pero ya no tenía aquel patio lleno de flores que yo recordaba tenía otro patio con árboles y plantas que yo no conocía, tampoco estaban las niñas pequeñitas.

Entraron dos chicas con uniforme azul marino y camisa blanca, la tita Rafaela les dijo mirad es la prima Isabelita, ellas sabían quien era, tenían que haberle hablado de mí porque me besaron con mucho cariño y me hablaron con entusiasmo, la mayor nos hizo café apenas tenía nueve años, me impresionó su madurez su destreza, y es que creo que nunca fue niña, miraba con atención, de frente, no perdía detalle, sus ojos tenían una mirada observadora y vivaz que llenaban de luz  la conversación, la pequeña tenía siete años una niña preciosa de pelo ensortijado y ojos impresionantes, dormidos, soñadores, parecía sacada de un lienzo de Miguel Ángel.

Su madre estaba callada, apenas decía cuatro palabras y volvía a su silencio, recogida en sus pensamientos pensando en su futuro incierto, sus ojos tenían un velo de resignación.

La tita Rafaela no tenía los ojos que yo conocía, estaban tristes con un dolor escondido, recogido, su hija, esa blanca paloma que había caído en las garras de un gavilán, y que cada día llevaba a sus polluelos al nido para alimentarlos y darle el calor y el amor de aquel templo silencioso y recogido que era la tita Rafaela, emigraban rumbo a lo desconocido, le arrancaban esa flor de su jardín, y a sus retoños y volaban a lugares sin horizonte.

Un sabor agridulce saqué de aquella visita que nubló mis recuerdos inmaculados y reforzaba el concepto de esa gran familia que sigue siendo mía.

¿Recuerdas?

La alegría que tuvimos cuando nos encontramos en Barcelona? Nunca más hemos perdido el contacto, la tita Rafaela se marchó no quería seguir en este mundo (en el que ella fue toda una institución de abnegación, amor y ética) sin su esposo al que adoraba.

¿Recuerdas?

Habían envejecido juntos, siempre hablaban bajito, mirándose a los ojos con ternura mientras hablaban se cogían las manos pero…su Romeo se fue y ella se marchó con él.

Allá donde estés tita Rafaela, una aureola de luz te envolverá.

© Isabel Mata Garrido, 24-1- 2008

 

relato

Me acordé de tí, tía Carmen

Costureras de Fuencaliente

Cuando he leído el relato UN DÍA DE CAZA, me he acordado de mi tía-abuela materna, fue tía Carmen el único familiar que conocí de la generación de mis abuelos incluidos éstos. Era tía Carmen la mayor de los hermanos, al morir mis abuelos en cinco días de sendas pulmonías, fue ella quién se ocupó de cuidar a los sobrinos, cinco niños de edades entre los tres y dieciocho años, entre los que estaba mi madre de diez, estaba todo el día con ellos y por la noche se marchaba a dormir a su casa. Cuando mi madre se casó y nacimos mis hermanas y yo, ella seguía viniendo a echarle una mano.

¿Por qué me he acordado? Nada  tiene que ver con el relato pero mucho  con la forma de relatarlo.

Yo tenía cinco o seis años ella, como digo, venia cada día, a mi hermana  Conchi y a mí nos gustaba jugar con las amigas al colache o tejo, mis amigas decían “mira viene tu abuela”, con caras apenadas porque ahí terminaba el juego. Desde lejos su figura era inconfundible, delgada y sin ser alta era esbelta, con una bata de percal negra con topitos blancos y un pañuelo anudado debajo de la barbilla, en invierno con la misma bata y un mantón negro y grueso que le cubría la cabeza y le llegaba hasta los tobillos, sujeto con un alfiler de unos seis centímetros y terminado en una perla. Venía desde el Arrabalejo, de Jaén, subía por la calle San Andrés. Mi hermana y yo subíamos a casa con ella. Conchi en cuanto tía Carmen se descuidaba volvía con las amigas, tía Carmen y yo nos sentábamos en la cancela a coser, ella repasaba ropa o hacía calcetines de lana con cuatro agujas, casi siempre le faltaba lana, buscaba en la talega de los restos de ovillos y los terminaba con otro color, eran calentitos. Yo cogía la cajita de cartón con mis trapitos que ella siempre me traía, retales de alguna talega de cuadritos, de camisas de rayas, de pana y de sábanas viejas, y me ponía a hacer muñecas de trapo que ella me dirigía; las tenía de pelo negro, castaño, blanco y rubio, según el color de la lana  de la almohada que tenía de todos los colores juntos. Yo descosía un pico, sacaba un vellón y lo volvía a coser para que mi madre no se diese cuenta, tía Carmen era cómplice de esta fechoría, mi madre debería saberlo por que cuando terminaba alguna muñeca decía, no sé…las almohadas cada día están mas vacías. Lo primero que les hacía eran los calzones, unos pololos fruncidos hasta los pies, después  vestidos, faldas, blusas y por último las sábanas para la cunita que hacía con una caja de cartón de algunas alpargatas de sus nietos, el colchón lo hacía con un relleno de virutas de corcho que también me traía de su vecino que hacía corchos de botellas y damajuanas.

Costurera de El ValleMientras cosíamos, me contaba historias de su vida. Era viuda de guerra, en ella le mataron al marido y dos hijos, aunque nunca le dijeron que habían muerto si no desaparecido (después supe que si no aparecían, no recibían ayuda económica). De su marido y de un hijo algún soldado le mandó sus pertenencias y le contó como cayó, del otro hijo solo supo que en el cerro de la Virgen de la Cabeza en Andújar, desapareció en el frente, donde luchaban padres contra hijos, no por ideas, sino porque les tocó luchar unos con los republicanos y otros con los nacionales (por la gracia de ellos).

Me decía tía Carmen cuando yo tenia miedo a la oscuridad, no hay que tener miedo de los muertos, ojalá a mí se me presente una noche mi marido o alguno de mis hijos, a mi me daba aún mas miedo.

Me contaba que siendo niña de ocho años la pusieron a servir con una marquesa muy mala, una noche de tormenta la mandó a la azotea a por la ropa para que no se mojase, tenía que pasar por el desván donde había toda clase de trastos, baúles, percheros, sombreros, pelucas y maniquíes, que a ella le parecían, brujas y gigantes. El pánico se apoderó de ella, al cerrar la puerta de la azotea, el candil con el que se alumbraba  se le apagó y presa del terror e incapaz de mantenerse en pié se sentó en los escalones y rastreando por ellos llegó abajo (pobre criatura). La marquesa la castigó sin cenar, porque había manchado la ropa al arrastrarse con ella, nunca mas tuvo miedo.

Me contaba tía Carmen que un día la llamó la señora marquesa y le dijo Carmencita súbeme un vaso de agua, pero deja correr el grifo que salga fresca, subió el agua y le dijo, te he dicho que dejaras correr el grifo esta no está fresca, baja a por otro. Y la misma historia, mira Carmencita, cuando cae con fuerza el agua sobre el vaso hace como una espumilla, aquí no la veo, tan agotada estaba tía Carmen, que escupió en el vaso y se lo dio a la marquesa, ésta dijo, ahora si está fresca. Tía Carmen me dijo, tu no hagas estas cosas por que yo no podía dormir pensando que había cometido un pecado gordo, pero es que era una mujer mala, ¡claro que a ella la castigó Dios! y le mandó una pupa viva que le comió toda la cara, se ponía un trozo de carne en la mejilla, la cubría con una venda para que la pupa comiese de la carne y no de su cara, hasta que se murió dando gritos de dolor, ¡por mala!.

Estas historias me las contaba mientras me decía, cose hija mía y aprende que la que es muñequera es costurera.

Entre estas historias terroríficas, suyas, me contaba otras  leyendas de princesas y trovadores, de moras y cautivos y canciones de su época.

Dejó de venir a diario, y casi siempre sólo nos hacia una visita ligera, hasta que dejó de venir cuando yo tenía siete años. Un día mi madre nos llevó a su casa para darle un beso, estaba en la cama, hablaba muy bajito, supe que había muerto por que mi madre se vistió de negro, llevó luto un año.

Cuando yo estaba preparando la ropita de mi primera hija, me acordaba de tía Carmen, de mis muñecas de trapo de la cancela, y soñaba con un futuro feliz para mi hijita y los que habían de venir.

© Isabel Mata Garrido, 2007

 

relato

Manuel, un amigo auténtico

Manuel y Antonio eran compañeros de trabajo y amigos. Manuel, un hombre de sesenta años, alto, de constitución fuerte y pelo blanco. En su cara se reflejaba la bondad de su corazón, grande como él. Junto a su esposa Rosario y sus tres hijos, formaban una familia unida. Era querido y  respetado en la empresa donde ejercía de encargado general. Rosario, era una mujer que a sus sesenta años, bailaba sevillanas con agilidad y gracia, su cabello gris, lo recogía  en la nuca con un gracioso moño, era dinámica y simpática.

Antonio tenía cuarenta y cinco años, pelirrojo, con su buen hacer y saber estar se ganaba la confianza y el cariño de quien lo conocía, era inteligente y culto. Julia, su esposa, era una mujer de cuerpo hermoso y cabello negro y abundante, su rostro serio en exceso la hacía parecer mayor, pese a tener diez años menos que él. Se adoraban y la diferencia de edad hacía que Antonio la llamase nena.

Su hija, Ana, era amiga de Charo, la hija de Manuel y Rosario.

Los dos matrimonios eran amigos, salían juntos al cine, a tomar el aperitivo, pasear por la plaza. Y cuando hacía buen tiempo cogían unos bocadillos y la bota de vino de la tierra y bajaban a la dehesa a merendar. Eran tiempos muy felices para todos ellos. Su amistad era auténtica, se habían conocido en la convivencia diaria del trabajo, se respetaban y coincidían en sus posturas políticas y sociales.

Pero Julia tenía algunos valores equivocados, debido a la educación arcaica que había recibido.

Un día, Antonio tuvo que viajar durante un mes por motivos laborales. En esos días, la menor de sus hijas se puso enferma de cierta gravedad, Julia acudió a sus amigos, quienes la consolaron y le dieron todo su apoyo, con el corazón y el alma. Uno de esos días, Manuel fue a ver a la niña, Julia lloraba sin consuelo, al ver a su amiga llorar Manuel pasó la mano por la mejilla de ella y secó sus lagrimas. Julia como si hubiese faltado y atentado a su honradez de casta esposa, dio un respingo y le invitó a salir de su casa. Manuel no entendía nada, pero prudente en exceso, salió y sufrió solo tan brutal desplante.

Rosario notó que estaba pasando algo y preguntó a su marido, si sabía qué le pasaba a Julia, él le dijo: cuando venga Antonio, iremos y hablaremos con ellos.

Afortunadamente, la niña mejoró,  Manuel pensó con alivio que Julia estaría más tranquila y vería las cosas de otro color.

Al volver Antonio, los amigos se abrazaron desde el corazón, pero Antonio encontró tristeza en el abrazo de su amigo. También notó a Julia tensa, preguntó qué pasaba pero ella contestó escueta: nada. Antonio pensó que las dos mujeres habrían discutido, y no le dio mayor importancia.

Al día siguiente Manuel y Rosario fueron a casa de sus amigos, pero Julia no les quiso recibir, diciendo que no quería su amistad. Aquí si que Antonio se preocupó mucho, preguntó de nuevo a Julia.

- ¿Qué ha pasado con Rosario?
- Con ella nada.
- Entonces ¿Con Manuel?

  Julia bajó la mirada al suelo y contestó

- Nada.

Pero Antonio conocía a su mujer y sabía que sí, que algo había pasado. ¿Por qué Julia miraba al suelo? Antonio tenía confianza en su amigo, sabía que Manuel era incapaz de cometer ningún agravio. Pero tantas veces como le preguntaba a Julia tantas como lo negaba de forma ambigua y esquivando los ojos. La duda estaba sembrada. Antonio optó por callar, no creía a su amigo capaz de nada deshonesto, no podía preguntarle, pedirle explicaciones sin ofenderlo. No podía aclarar nada si Julia no hablaba, y Julia no habló.

Por su lado Manuel se sentía atado de pies y manos. Él era un amigo cabal, y si julia no lo quería decir él no podía aclararlo, traicionar su silencio.

De qué forma tan absurda perdieron una amistad tan auténtica como la de Manuel y Antonio. Todos queremos tener en momentos de dolor, esa mano que enjugue nuestras lágrimas, Julia la tuvo, pero por encima de la amistad de los valores humanos, para ella estaban unos cánones a los que no se podían faltar, una educación equivocada que golpeó brutalmente a todos, pero la principal víctima era Julia. Ella pensó que ocultando a su marido la “ofensa recibida” evitaba una “ruina”

Julia pensó que solo ella sabía lo que había pasado, por tanto se apartaban de Manuel y Rosario y con el tiempo Antonio olvidaría todo.

De lo que Julia no se percató es que su hija Ana de quince años fue testigo directo, que había visto cómo el bueno de Manuel le secaba las lágrimas, dando todo el cariño y consuelo de un buen amigo, y que había sacado su propia conclusión.

Julia no supo que Ana y Charo seguían siendo amigas y que las dos, en sus respectivas casas, habían vivido y sufrido la situación y que no era justo que Antonio y Manuel viviesen esa injusticia, porque ellas lo vivieron desde le verdad y porque entre Manuel y Antonio siempre hubo mucha verdad,  no se podía tener a Antonio engañado.

Unos años después hablaron con sus padres. El secreto de Julia lo desvelaron a las tres personas que lo sufrieron de forma tan injusta.

Antonio y Manuel se dieron un abrazo de amigos que le acompañaría siempre. ¿Para qué decirle nada a Julia? Ella  no entendería, tenía muy arraigada la educación que había recibido. Afortunadamente Antonio había educado a sus hijas en la honradez y la honestidad y una de ellas le había devuelto a su amigo aunque sólo en el corazón.

© Isabel Mata Garrido, 16-9- 2007

blog de Ysabel

 

Isabel Mata Garrido

SUMARIO

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