Leonor Lahoz

Trasnocho 1

 

 

Estando reciente la partida de los pastores, en casa de Paloma, donde se reunían algunas mujeres, los silencios se veían apenas interrumpidos por suspiros, unos más de pena, otros más de preocupación. Con el paso de los días esa desazón tendía a desaparecer o al menos a dilatarse y camuflarse en los quehaceres, cuando los pastores llegaran a su destino y el Cayo se vistiese de blanco para recordar a las serranas el retorno del invierno y  de sus duras jornadas. Pero las primeras noches y sin que hubiera llegado aún carta al pueblo, la preocupación por la salud de sus hombres y no tan hombres, les perturbaba.

Paloma hacía calceta mientras pensaba en su Pedro, que ya habría visto el Duero y las primeras llagas en sus pies. Y el recuerdo de Pedro le hacía levantar la cabeza y afinar los oídos para asegurarse de que no lloraba Palomita y seguidamente fruncir el ceño mientras se preguntaba donde andaría el Román y por qué habría salido tan trasto.

A su lado las manos de Paquita, madre del Tundi, remendaban con desgana. Aquellas manos de 72 años, con largos dedos retorcidos por la artritis y surcados de gruesas arrugadas tostadas por el sol, habían criado a siete hijos, enterrado a tres de ellos, curado las heridas que a su marido le causaba la erisipela y las que a unos chicos les causaron los disparos de los guardias en plena guerra, cuando se escondieron en la dehesa de la Mazorra durante varios días, para desaparecer después, seguramente huyendo a montes más seguros. Aquellas manos que se fueron retorciendo con los años habían ayudado a que muchas criaturas del pueblo llegaran al mundo y a que así mismo lo hicieran muchas más bestias. Habían lavado, cardado, hilado, remendado, bordado. Habían amasado y arado hasta la extenuación.

-     Y a ti ¿qué te pasa Conchita, hija?- preguntó Paquita a su nieta que esa noche les acompañaba.

-     Es verdad Conchita. La más joven y la que más despreocupada debería estar y parece que te hayan chupado el alma, añadió Daniela que andaba avivando el brasero donde la muchacha tenía una lánguida mirada plantada.

La atribulada Conchita no contestó aunque hizo un intento de levantar los hombros que parecían pesarle de la pena. Y poca falta hacía que respondiera. Las allí presentes conocían muy bien el motivo que podía causar esos síntomas en una muchacha joven. Todas habían vivido la primera separación por la invernada del mozo querido. Así que aunque durante el verano Conchita y Paco habían ocultado sus pasiones a todo el pueblo, ahora, durante la separación, ni él en el camino con el resto de pastores curtidos y sobre todo ni ella, en la sierra, junto al resto de mujeres, podían ya disimular. 

-     Cuando el Mario y yo empezamos a hablar aún no había hecho el primer viaje. Fue en el baile cuando nos hicimos novios y al otoño siguiente ya le mando su padre de zagal. No pude ni subir a la berrina de la pena que tenía y desde el prado le vi marchar, escondida en una mata con la Bruma pegada a mí. Acompañaba la pobre mis lágrimas con su llanto de perrita, hum, hum- imitaba Sofía a la mastina, de la que también tuvo que separarse al año siguiente- hum hum- repitió la muchacha intentando paliar el decaimiento de las compañeras.

-     Qué me vas a contar Sofía, si yo en la primera invernada de mi Alejandro, preñada estaba del Pedro. No recuerdo haber pasado nunca más sufrimiento- decía Paloma sin imaginar que aquél invierno se le venía también especialmente duro con la partida del chico-. Aún me lo recuerda a veces la Elvira cuando la veo en la Villa. Entonces ella aún estaba soltera y como éramos vecinas pasábamos mucho tiempo aquí juntas. Al año siguiente fue cuando se casó y se fue para la Villa con el Luis. Pues la muchacha, ¡cómo no me vería que llegó a temer por mi embarazo! Yo le ocultaba la pena al Alejandro. No quería que me viera débil y poco mujer, incapaz de llevar una casa de trashumantes como siempre habían hecho las mujeres de su familia. La pobre Elvira me guardó el secreto pero, y aunque le rogué que no lo hiciera, terminó contándoselo a su marido porque la pena, lejos de aliviárseme se me acrecentaba. 

Conchita escuchaba los relatos de las mujeres preguntándose, inocentemente, si hablarían de este tema porque había sido descubierta. Los lamentos de éstas, especialmente los de Paloma que se tornaron más trágicos que los de Sofía, siempre bromista, no parecían augurar nada bueno para la tribulación de Conchita, aunque ya se sabe que las penas compartidas siempre suponen un alivio y la joven escuchaba con toda la atención que su desgana le permitía. 

-     ¡Ay chiquillas! -intervino María Jesús, la madre del Mulero, prediciendo o advirtiendo de lo que sería aquél invierno para Paloma -Pues si os cuento yo como es la invernada cuando los que parten son los hijos… 

El comentario hizo que todas y especialmente Daniela, dirigieran la mirada hacía Paloma que asentía, sin levantar los ojos de la calceta, con la resignación que se había forjado en ella tras muchos años de invernada vividos ya. Pero esa resignación que la muchacha había asumido como lógica en la mujer de un pastor, no esperaba  tener que aceptarla como madre. Alejandro y Paloma lo habían hablado mucho. Los muchachos no serían trashumantes. Y ahora, aunque había terminado por aceptar la decisión del padre, no podía evitar sentirse traicionada por su marido. 

-     Y usted abuela ¿cómo recuerda sus primeros años sola en la sierra? -preguntó la joven enamorada.

-     ¡Ay hija mía!, no quiero yo quitarles razón a las mozas pero cierto es que, aunque despacio, las cosas van siendo menos duras. En nuestra casa lo pasamos mucho mal y claro ni de jóvenes tuvimos mucha ocasión para preocupaciones de amor. Tú eso no lo viviste. Tu abuelo nunca gozó de buena salud…, menos mal que tu padre y tu tío… 

Un nudo de llanto hizo enmudecer a Paquita, una mujer pequeña y gruesa, tanto que con la edad había llegado a ser más ancha que larga. Una oncalesa especialmente querida y admirada en el pueblo por la templanza y esfuerzo con el que había llevado adelante una vida muy dura y esto, en la sierra, era mucho decir, pues no había vida fácil para ninguna. Sus hermanas, cuando quedaron huérfanas, muy jóvenes, habían marchado a Pamplona con una tía soltera, a servir a las familias para las que ésta cosía, y ella, la mayor, quedó a cargo, por decisión propia, de la humilde casa familiar y de un hermano enfermo mental. Pero si algo despertaba la admiración en Oncala y en la Villa donde también era muy conocida, era el buen humor con que Paquita trabajaba de sol a sol porque a su marido e hijos tampoco les acompañó la suerte. Con los años, se hacía la mujer más vulnerable y en ocasiones, como aquella noche, parecía derrumbarse la dura Paquita.

-    En fin, vamos a sentirnos contentas de que tenemos las mejores ascuas de todos los trasnochos de Oncala- sentenció Daniela observando orgullosa el brasero que había preparado y avivado mientras escuchaba esas historias que a ella, hija y mujer de agricultores, no le habían tocado vivir. Aunque aquél invierno con la partida del nieto tan querido, empezaría a comprender como se forja la casta de las mujeres de los trashumantes.

 

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La vida entre veredas

 

Trasnocho 2

 

 

-     ¿Dónde anda la Daniela?-

-     En la cocina preparando rosquillos y unas tortas que horneó el último día para el Felipe que marcha mañana. Espero que no le caiga nevada. Primero irá  al mercado de la Villa y luego tirará para Sarnago.

-     ¡Qué buenos los rosquillos de tu madre! Se nota que le pone bien de azúcar, decía Sofía casi relamiéndose.

-     Sí, sí por echarle que no quede ¡ni que nos la regalasen!- respondió la hija.

-     Es buen mozo tu primo- interrumpió Marcelina que recordaba perfectamente lo sucedido aquella tarde, unos días después del Alzamiento. Noticia que llegó a Oncala con el pastor de Acrijos y que recorrió las casas del pueblo llevando consigo el espanto, la incertidumbre y la huída de algunos vecinos. Ella estaba en el somero cuando llegó el hijo mayor con la mirada desencajada y el aliento acelerado. La llamó desde la escalera y la reunió junto al padre en la cocina. El relato fue breve y susurrado. La imagen del hijo, la última. De espaldas, subiendo la calle hacia casa del Fidel a despedirse de la hija que era su prometida.

-     Y anda que no se le ve contento y orgulloso al Román presentándolo por el pueblo- añadió Sofía que escuchó la historia de lo acaecido en Fuentebella agazapada en la cuadra de su casa desde donde se sorprendió espiando a sus hermanos que hablaban en el cuarto de al lado creyéndose solos.

-     No va a andar contento si le ha hecho todas las tareas- respondió Paloma tratando de evitar, con comentarios cotidianos, los que pudieran hacer las mujeres sobre aquella tarde y todas las que le siguieron durante tanto tiempo. Demasiado tiempo. Paloma no era dada a las indiscreciones y mucho menos a comentarios sobre sucesos de aquellos años. Su madre, más despreocupada, le hacía pasar en muchas ocasiones apuros y sofocos que solían terminar en reproches cuando quedaban a solas porque “es usted una cascarrona madre. Mire a quién a salido el Román” acostumbraba a decirle Paloma. - Ha traído agua para tres días, ha dado de comer a los animales, ha subido al somero a por el trigo, preparado bardal y el Román pegado a él como una garrapata. Y eso que cuando llegó le miraba extrañado- continuó Paloma.

-     Claro, el chiquillo al oírle hablar…- dijo María Jesús.

-     Pues le habíamos avisado antes porque ya me conozco yo la desvergüenza de mi hijo y sabía que le iba a preguntar, el descarado.

-     Se le veía contento al Felipe también con el chico. Ayer les vi que bajaban a la charca a coger ranas. Parecía el tío tan crío como el sobrino. El pobre…- dijo con lamento la Marcelina. 

Y todas asintieron el lamento de la mujer. Y todas quedaron pensativas, recordando o quizás intentando no recordar ese día en que empezó a tartamudear el Felipe. El recuerdo no pudieron evitarlo ni Daniela ni Paloma desde que supieron de su visita, y con el recuerdo, la angustia que les acompañaría hasta unos días después de su marcha. Paloma estaba muy unida a su primo. Se llevaban un año, habían crecido juntos y juntos habían ido aquel día a Fuentebella. Por eso aquella tarde ella se quedó sin habla, aterrorizada, y llegó a pensar que ya nunca volvería a recuperarla, pero al día siguiente lo hizo, entre llantos, mientras su primo sólo podía tartamudear y no consiguió nunca dejar de hacerlo.

-     Ya lo sé, ya. ¡Pues no me he encontrado con dos ranas en la pila esta mañana!- protesto Paloma provocando las risas de las otras- ¡Párese quieto! –ordenó al Román que entraba en la casa y tiraba a toda prisa hacia la cocina a sabiendas de que la abuela preparaba algún dulce para el tío. Y el chico paró en seco, sin volverse, a la espera, dando la espalda a la madre que se acercaba con ademán de echarle alguna reprimenda. Pero le salvó la sonrisa del tío que entraba sacudiéndose los pantalones y distrayendo la atención de Paloma. Algo que no tardó en aprovechar Román para volver a correr, huyendo de la reprimenda y buscando los rosquillos que ya olía.

-     Es una pena que no se haya casado con lo trabajador y amable que es -continúo Marcelina sin percatarse de que el Felipe estaba en la entrada -El pobre… 

Y todas asintieron de nuevo. Y Paloma podía oír el sonido de los disparos como si fuera aquella tarde de verano de 1936. Un viento sofocante paseó, desde las eras, por todo Fuentebella el eco de dos tiros. La plaza, donde forzosamente se habían congregado todos los vecinos para escuchar la arenga de un cura de la zona, con boina roja y ojos de un azul inquietante, se estremeció. De allí, elegido al azar, habían subido a un chico rubicundo de apenas 20 años. Desconcertado, miraba a su alrededor como si buscara entre los vecinos quien le diera alguna explicación de lo que estaba sucediendo, pero en todos encontraba la misma mirada sobrecogida y confundida que tenía él. Encabezaba la terrorífica comitiva el cura en un caballo blanco y le seguían jovenzuelos, y no tanto, vestidos de azul. Aún resonaban en las callejuelas del pueblo el silbido de los disparos, cuando los verdugos volvieron a aparecer. Verdugos que ayer eran conocidos, con quienes hacían tratos, jugaban partidas o pegaban la hebra los días de mercado y que esa tarde cabalgaban alrededor de los aterrorizados vecinos, mirándolos desde su altiva posición con ojos envenenados de odio y rencor. Uno de ellos señaló a Felipe.  A Paloma la arrancaron de su cintura a patadas y mientras se alejaban chillaba desesperada. No dejó de hacerlo hasta que de nuevo el viento trajo el sonido de un disparo, esta vez sólo uno y la chica enmudeció. Tres veces más bajaron y a tres chicos más arrancaron de los brazos de esposas y madres. Cuando les vieron marchar por el alto, desfigurándose entre una densa polvareda, guiados por la muerte negra y blanca de boina roja, todo el pueblo se dirigió hacia las eras. Los más, caminaban despacio, atemorizados. Otros lo hacían deprisa, desesperados y fue uno de éstos el que bajó gritando ¡Están vivos! ¡Están vivos!- y lloraba y todos entonces corrieron. ¡Están vivos!

Apareció el Felipe en la habitación donde las mujeres cosían, zurcían y recordaban en silencio, tapadas todas con la misma manta. Les llevaba unos rescoldos, mandado por Daniela que continuaba en la cocina. Con su sonrisa plácida, sincera y tranquila acalló los gritos y el sonido de los disparos traídos por el viento, que se repetían de manera compulsiva en la mente de su prima.  Era un muchacho enjuto y muy alto lo que hacía parecer que en cualquier momento se iba a desquebrajar. Normalmente llevaba una facha descuidada, como si continuara teniendo diez años, pero esa noche, unos pantalones de pana y una camisa a cuadros de Alejandro que Paloma le tenía arreglados cuando llegó unos días antes, dejó boquiabiertas a las mujeres. 

-     Bu…bu…buenas noches se… señoras.

-     Buenas noches Felipe, respondieron todas sonrientes.

-     Esperemos que no te nieve mañana- dijo Sofía.

-     No pa… pa… parece, respondió, y tras hacer un gesto con la cabeza se retiró.

-    El pobre, musitó Marcelina, y todas asintieron mientras continuaban sus tareas.

 

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Trasnocho 3

 

 

Aquella noche estaba la Marcelina muy callada. Pero lo que despertó la  atención de las otras fue la cachaza con que cosía, acostumbradas a verla hilar con brío y soltura. Nunca descansaban sus manos. Llegaba, apenas pasaba unos segundos calentándose y sacaba la labor de manera apresurada para pasar la tarde sin dejarla un momento. Hablaba, comentaba, acompañaba sus pensamientos con movimientos de cabeza, asintiendo o negando, pero siempre con las manos laboriosas. Esa noche, sin embargo, dejaba descansar en su regazo la manta que tejía para el hijo que aquel verano, cuando volviera del Sur, se marcharía de casa. 

-     ¿Qué le pasa Marcelina? Esta usted en Babia- preguntó al fin Sofía.

-     Nada, cosas mías- respondió alzando la lana del regazo.

-     Ha recibido hoy carta del hijo ¿verdad? Se la vi al correo - dijo entonces Paloma que notaba subir el calor a sus mejillas al darse cuenta de que podía estar cometiendo una indiscreción.

-     Ay hija ¡qué espabilada eres!

-     Y qué le va a preocupar a usted más que lo que le pase al hijo- añadió, ya más tranquila.

-     ¿No le habrá dado malas noticias?- se apresuró a preguntar la Sofía.

-     Nada grave, creo…Me dice que ha estado con fiebres, y algo de las tripas, pero que ya se le pasó. Que perdió algo de peso en estas semanas pero que ya lo está recuperando. Nada grave, finalizó sin mucho convencimiento.

-     Pues no se preocupe usted Marcelina. Es fuerte su chico y si le dice que ya se le pasó…

-     Ya. Eso me dice la nuera que no hay porqué preocuparse.

-     Pues entonces ¿Por qué anda usted como si le hubieran chupado el alma?- insistió Daniela.

-     No se. Cosas mías -respondió de nuevo la mujer con desgana-.

-     Pero bueno Marcelina, ¿qué diantres le sucede?- intervino finalmente Paquita. 

Marcelina dudó un instante para terminar lanzándose a contar a las demás cuales eran los temores que aquella noche le atribulaban: 

-      ¿No os acordáis de la Valentina?- claro que se acordaban- ¡Pues eso mismo le decía Ramón, dios lo tenga en su gloria, en la última carta que recibió la Valentina: que ya no estaba enfermo. Pasé con ella muchas noches después de aquello y siempre lo recordaba: “Él me decía que ya estaba bien. Pobrecico mío, por no preocuparme…”.- Dos meses estuvo enfermo el muchacho en el sur y cuando le quedaban tres días para llegar a casa…allí expiró y quedó para siempre- dijo al fin la Marcelina ante la insistencia de las otras.

-      Es que el camino es muy duro. Pero mujer, son muchos meses y es normal que enfermen en algún momento. Nosotras aquí también lo hacemos. Mire el Román que se ha quedado como una lombriz con la pulmonía que cogió. Lo del chico de la Valentina fue una desgracia pero lo normal es que no sucedan estas cosas -le consolaba Paloma.

-      Pues mira el pobre José de Sarnago si lo enterraron hace unos meses. Y ya subía enfermo el hombre. 

Aunque trataran de animar a la Marcelina, a todas les angustiaba la  preocupación por la salud de los pastores estando en el sur. Cuando enfermaban en la casa era otra cosa. Podían cuidarles y constatar ellas el estado y progreso de la enfermedad. Pero allí abajo… Además todas sabían que ellos trataban de ocultar en las cartas cuando estaban enfermos. Lo escribían después, cuando la cosa se había pasado o en los casos más graves eran los propios compañeros quienes terminaban por decírselo a sus mujeres para que ellas alertaran a la familia del aquejado, si lo veían conveniente. 

-     Pobre Valentina. Al menos al José, que en paz descanse, le pudieron dar tierra en su pueblo- se lamentó Daniela que conoció a la Valentina muy bien porque su hermana se casó con un muchacho de Sarnago, el Cortao, y ella, cuando murió el Ramón, viuda y con una hija joven aún, pasaba mucho tiempo en la casa de la hermana, qué más holgada gracias a las tierras del marido, podía ayudarlas.

-     Cinco años tardó la pobre en poder ir a visitarle -les decía Marcelina a quien el recuerdo de la amiga no le abandonaría ya aquella noche. -Y cinco días en morir ella después que volviera de verle. ¡Qué contenta marchó aquél día! Con unas florecillas que cogió del campo. Ella sola pasó la tarde anterior, recorriendo el camino de El Collado. Despacito, como hacía la Valentina todo, tranquila, lánguida pero ilusionada, fue haciendo el ramo tan humilde y tan lleno de amor. Lo guardaría toda la noche en agua, seguro porque al día siguiente no se habían marchitado y eso es raro.

Todas escuchaban a Marcelina atentas. Ciertamente, la piel clara y especialmente tersa que tenía la Valentina, el pelo inusualmente rubio, las maneras y andares lacónicos y delicados de la mujer que parecía a veces gravitar, despertaron la ternura de quienes la conocieron, hasta tal punto que se extendía ahora esta ternura, al recuerdo de su historia, tan triste en verdad.  Marcelina continuaba hablando, mientras afinaba la mirada y movía los ojos hacia arriba como si intentara buscar entre sus recuerdos los detalles de aquél día en que vio marchar a Valentina.

-  La mujer acababa de abandonar el alivio de luto por el marido cuando tuvo que volver a vestirse de negro riguroso por el hijo y así pasó ya todos los días de su vida. Pero cuidaba con devoción su mejor vestido, el que utilizó el día de su boda, aguardando el momento en que pudiera ir a visitar la tumba de su Ramón. Nunca perdió la esperanza. Entre mondas de limón para cuidarlo de las polillas el vestido ocupaba, él solo, el único armario de su casa.

-  Y cuando iba a Sarnago a pasar el invierno con la hermana, allí que lo llevaba. Llegaba con él envuelto delicadamente en una sábana -añadió Daniela.

-  Y allí estaba aquella mañana. Esperando el coche del señorito donde servía Petra, su hija, con el vestido puesto y las flores en la mano. De pie y muy quietecita, esperó largo rato en la entrada del pueblo.

-  ¡Qué bueno debía ser el muchacho o qué enamorado debía estar de la Petra para llevar a Valentina tan lejos!- exclamó Sofía.

-  Era buen chico, eso es todo, que no es poco- afirmó rotundamente Daniela dejando ver que no toleraría chascarrillos sobre el señorito y la sirvienta.

-  Fue usted quien le consiguió el trabajo a Petra, madre.

-  Bien que lo sé. Escribí a la señora de la casa de Soria donde serví de joven, sabes que siempre he mantenido con ella buena relación, y le recomendé a la muchacha como una joven trabajadora, discreta y obediente.

-  Y bien pronto que le respondió la señora, y aunque ella tenía el servicio completo, casi le impuso a su sobrino que diera trabajo a la Petra, en una casona que tenía en la calle Caballeros.  

El señorito, cuando conoció la triste historia de Valentina, no dudo en ofrecerse para llevarla hasta el lecho del hijo. Llegó hasta Oncala con un coche como los que trajeron en alguna ocasión los compradores de lana y que congregaban a los chicos y no tan chicos para su admiración. Recogieron a la Valentina en la entrada de Oncala donde le dijo la hija que le esperara para evitar miradas indiscretas, aconsejada por Daniela, y es que ambas mantuvieron contacto por carta durante mucho tiempo, primero a petición de Daniela para saber de su estancia en la casa, después por voluntad de Petra que encontró en la mujer a una confidente y consejera.

-  ¡Como una reina marchó! El chico le abrió la puerta, muy educado y ella subió a aquel coche tan elegante. ¡Qué ilusión llevaba! Como si fuera a verlo vivo. Recuerdo que la acompañé aquella mañana, cuando aún andaba desperezándose el día, pero no llegué hasta el coche. Valentina me dijo que a su hija no le gustaría ver a nadie.

-  Pero usted esperó sentada en el pollo de una cuadra –intervino Sofía- unas calles más abajo, hasta que la pobre Valentina subió al auto. Me lo dijo mi madre.

-  No fue por indiscreción. No pretendía espiar, sino que en mi interior temía que el señorito no llegara a su cita y mi amiga, que seguro hubiera esperado hasta el anochecer, podría necesitar un brazo que le ayudara a volver a la casa vacía.

Pero el señorito cumplió. Pasaron el día en Alcuneza. Una señora menuda y resuelta guió a la oncalesa hasta la tumba del hijo. Caminaba como una chiquilla, casi corriendo, por lo que tenía que ir parando para esperar a la forastera, de andares más tranquilos. Recorrieron el cementerio, triste y desolado, como el de Oncala, como un cementerio. Llegaron al fin al lugar y Valentina no podía creer que allí estuviera su Ramón, acompañado de una tiestito humilde colocado por la mujer que les acompañaba que, soltera y sin hijos, conoció la historia del pastor y quiso desde entonces cuidar su lecho sabiendo que tarde o temprano la madre llegaría para verle.

 

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La vida entre veredas

 

Trasnocho 4

 

 

Estaba el Román haciendo cuentas a la luz del carburo ante la atenta mirada de su madre que fruncía el ceño y emitía un sonido parecido al gruñido de un perro cuando le veía distraído.

 

-        Estoy pensando, respondía el niño ante el gruñido materno.

-        Si, ya se que estás pensando, ¡pero no en la tarea! A mí me vas a engañar…

 

Don Jacinto le había advertido a Paloma que este año al chico le veía distraído. No podían, ni maestro ni madre, evitar compararle con su hermano. La sombra de Pedro, aplicado y responsable, perseguía al pequeño Román que no lograba centrar su atención en las tareas ni en las explicaciones del maestro. Fueron llegando las mujeres. Pasaban delante del chico y éste les seguía de reojo hasta que tomaban asiento. Pronto comenzaron a comentar la noticia del día. La primera fue María Jesús: 

-     ¿Habéis oído que han cogido al Felipe y al Agustín?

-     Algo he oído, pero ¿al chico de la Manola ha sido al que han trincado?.- preguntó Marcelina.

-     No mujer, al Agustín de Bea. El chico de la Manola va a ser ¡Ese no sería capaz de cazar ni a un topillo envenenado! El pobre ha salido torpe como el padre- decía Daniela con hilaridad para disgusto de su hija, que la espetó:

-     Claro, aquí al que no hace diabluras o cosas peores se le llama torpe. El muchacho es buen hombre.

-     ¿Y es que el Felipe y el Agustín no lo son hija? Pero ellos no tienen el plato caliente todos los días en la mesa y el hambre agudiza el ingenio y al que no pasa hambre, se le atrofia y termina atolondrado.- insistía Daniela por defender a los chicos pero también por hacer rabiar un poco a su hija demasiado preocupada siempre por medir los comentarios “inapropiados “.

-     Pues no diga usted que son tan listos o ingeniosos cuando les han pillado con los lazos y buena multa les ha caído.

-     Ya, pero a saber cuantas liebres se habrían zampado antes.

-     Con arroz, qué rico- apuntilló María Jesús. 

Cuando los comentarios le llegaron a Román, éste agudizó el oído, dirigiéndolo hacía donde se encontraban las mujeres, como si de un perro de caza se tratara. De repente dejó caer el lápiz. Empezó a palidecer y sudar. “Román tú a lo tuyo”. Pero el tema de la caza era ese día lo suyo. Ya no podía continuar con las cuentas y sin embargo tenía más prisa aún por acabarlas y salir pitando a buscar al Palotes. Pensó en poner los números al azar, pero pronto desechó la idea, porque Paloma era muy hábil con los números y no habría llegado a la puerta sin que la madre se hubiera percatado de la chapuza.

Las sumas y restas se cruzaban y confundían con las gotas de sudor que caían de la frente angustiada del chico. Las mujeres no dejaban el tema que tanto le atemorizaba. “¿Quién me mandará hacerle caso al Palotes?” se decía el Román. Y es que fue el amigo quien ideó el plan pero cierto es que no le costó mucho convencer a su compinche. Ahora se preguntaba si a la detención de los vecinos le seguiría la suya.

Rezó para que la tacañería de la madre le indultara de terminar las cuentas. Necesitaría la luz para que las changarras de sus amigas pudieran coser y remendar. Esta idea también se desvaneció rápido al ver a la abuela con el carburo que da todavía mejor luz.

“Tengo que ver al Palotes. Pero jo, madre me ha dicho que cuando acabe las cuentas tengo que subir leña a la cocina. ¡Malditas cuentas, maldita leña! Los guardias ¿trabajarán por la noche? Con un poco de suerte dejarán el caso para mañana. No me dormiré y cuando dejen de sonar los muelles de la cama de madre iré a buscar al Palotes ¡Maldito Palotes!, y correremos hasta el monte”. Los planes del Román para borrar las huellas de lo que creía una fechoría penada con el calabozo, le llevaron a tener una idea para solucionar el tema de las cuentas, porque al parecer, resolverlas no era una opción.

Subiría a su cuarto y buscaría las cuentas de otro día, ya corregidas por el maestro y al despiste de Paloma daría el cambiazo. Y así fue. En estas triquiñuelas el Román sí que aventajaba a su hermano mayor.

Estaba organizando la leña cuando comenzó a escuchar unos silbidos que intentaban imitar a un pajarillo. Era el Palotes con la señal. Ya se habría enterado del desastre. Román respondió con un silbido similar, pero usando el pito que le trajo el padre de extremo y mientras se afanaba en terminar con la leña recordaba: Yo te ayudo con los viajes de agua –le dijo hace unos días el Palotes- mientras tú subes con Manolito yo te preparo la siguiente. Eso nos permitirá ganar tiempo. Mientras haces el último viaje yo corro y te espero en la entrada del camino. Luego los dos en el burro vamos hasta el monte. Yo sé un sitió muy bueno. Se lo oí a uno de la Villa en el mesón. Ponemos la trampa y salimos pitando”. Román no dudó en aceptar la propuesta. Toda la noche pasó imaginando la aventura y sintiéndose bandolero. El burro Manolito se convirtió, gracias a la imaginación del muchacho, en un caballo de rompe y rasga. Si lleno un poco mas los cántaros –pensaba aquella noche- dos viajes serán como tres y si cada viaje tardo veinte minutos, en media hora o así habremos terminado, lo que supone media hora menos que otros días. Las cuentas, con un motivo de peso, le salían rápido al chiquillo.

Apilada la leña bajó las escaleras con cuidado y protegido por la oscuridad salió sin ser visto de la casa. Nada más cruzar la puerta y pisar la calle, libre ya de la mirada de Paloma, comenzó a correr como alma que lleva el diablo, sin tan siquiera esperar al amigo, seguro de que éste saldría de donde estuviera escondido y le seguiría. Descendieron hasta la plaza con zancadas de vértigo, cuando dejaron de correr fue para darse cuenta de que el pueblo había quedado atrás. Así, encarado ya el camino hacia el monte, se detuvieron, se tomaron unos segundos para recobrar el aliento y notar como el sudor empapaba todo su cuerpo. La noche estaba tan oscura como boca de lobo. Miraron hacia atrás y vieron el pueblo también oscuro pero protegido por las calles y casas que conocían bien. Miraron hacía delante y vieron una maraña negra y desolada donde la imaginación de los muchachos situaba lobos como osos. Y el temor al bicho y a la oscuridad incierta del monte, fue mayor que el miedo a los guardias y al frío del calabozo. Así que volvieron a sus casas. Esta vez el pueblo lo recorrieron cabizbajos y apesadumbrados. Se deslizaron sin ser vistos por escaleras y pasillos hasta sendas habitaciones y durante varios días vivieron con el temor de ser descubiertos sin imaginar que sus trampas con losas no atraparían ni a una culebrilla.

 

© Leonor Lahoz
La vida entre veredas

 

 Trasnochos 5, 6 y 7 >>>

 

Leonor Lahoz

SUMARIO

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