Matías Ortega Carmona

relato

Crónicas de La Media Legua

El viejo  tren de madera está llegando a nuestro destino. Desde hace algunos minutos, mi familia y yo estamos preparados en el balconcillo de uno de los coches para apearnos del mismo. Los frenos chirrían y el convoy detiene su andar cansino delante de la estación. Mientras los viajeros bajan y suben, la locomotora resopla, soltando  humo, como queriendo coger fuerza para iniciar el trayecto hasta el próximo pueblo, donde acabará su viaje.

En el andén nos esperan varios familiares a los que no vemos desde el año anterior, lo que hace que la alegría del reencuentro sea muy grande. Entre abrazo y abrazo empiezo a preocuparme al notar la falta de mi abuelo, pero mi inquietud desaparece rápidamente cuando, por fin, le veo. Está junto al edificio de viajeros y mi emoción se desborda al ver que a su lado está Estrella. Corro hacia ellos y mi abuelo, después de besos y abrazos, atendiendo a los rebuznos –yo creo que de alegría- de Estrella, me deposita en su lomo. Estrella es, como de sus rebuznos se desprende, una burra grande que, además de  ayudar en las tareas del campo, es capaz de transportar las más pesadas y diversas cargas entre el pueblo y la casa de La Media Legua donde viven mis abuelos. Pero para mi es algo más; una amiga, cómplice de alguna de las aventuras que me hace vivir mi fantasía.

Mis progenitores se han quedado en el pueblo, en casa de una hermana de mi padre. Como siempre, se impone la voluntad de él y mi madre, a pesar de que hace mucho que no disfruta de la compañía de mis abuelos y sus hermanos, no tiene más remedio que ceder a los deseos de su marido. Durante las vacaciones será poco el tiempo que comparta con su familia. Afortunadamente yo y en esta ocasión Paco, mi hermano pequeño, tenemos permiso para irnos a la casa de la huerta.

Mi abuela, la madre Juana, es una mujer menuda, de aspecto frágil, que contrasta con la figura de mi abuelo, alto y corpulento. También su carácter es distinto; él, el padre Matías, mas serio y reservado, aunque yo estoy convencido que su seriedad es tan sólo un truco, una manera de esconder que tiene un corazón enorme y tierno como la mantequilla; ella, alegre y cariñosa en cada gesto, en cada frase.  Los dos juntos son, para mí, el refugio más seguro y lleno de amor que jamás tendré.

Los piratas habían aprovechado mi ausencia para campar a sus anchas y hacerse dueños de aquel mar tan singular. Sus “aguas” de color ocre eran surcadas, en perfecta formación, por flotas de albaricoqueros, perales, manzanos, melocotoneros y aquella especie autóctona cuyo fruto no es ni pera ni manzana, sino  pero. Armado con mi tirachinas y guijarros del río, subido en aquella enorme y cuidada higuera, que pasaba por ser mi nave capitana, me dispuse a expulsar a aquella gente de mal vivir de mi océano particular. Ejercía de grumete Paco, que se había sumado a la aventura. Empezada la batalla  fui abatiendo, uno a uno, a aquellos facinerosos. Primero fue el pirata tuerto, después el de la pata de palo; casi se me escapa el pelirrojo desdentado pero le vi; intentaba esconderse detrás de un melocotonero y mi tirachinas, infalible, dio buena cuenta de él. Mis enemigos eran escurridizos y eso me obligaba a trepar de un extremo a otro de la nave para tratar de tenerles a tiro. Yo iba avisando al grumete de los lugares donde se escondían, pero este era incapaz de verles. Me estaba quedando sin munición cuando oí la voz de mi abuela gritándole a mi hermano. Este, cansado de no ver pirata alguno, había escogido como blanco unos objetivos más cercanos: las gallinas que picoteaban por la huerta y los gatos a los que nunca dejaba tranquilos por lo que, estos, le tenían autentico pavor.

Mi tía Águeda es la mujer de Alfonso, uno de los hermanos de mi madre que vive en la huerta, en una  casa cercana a la de mis abuelos. El primer jueves de cada mes acostumbra a ir al pueblo a vender huevos y otros productos de la huerta, comprar alimentos y traer pienso para los animales. Lo que para ella es algo rutinario para mí se convierte en otra de mis aventuras, esta vez con el concurso de Estrella:

A lomos de mi amiga recorro el camino hasta la población. Mi tía, que sabe de mis fantasías, va caminando junto a nosotros y, aunque vigilante, procura no distraerme de mis “obligaciones”. Siempre me ha parecido que el paisaje que atravesamos es de lo más propicio para hacer películas del oeste por lo cual, al igual que me he procurado mis propios piratas, también he inventado un grupo de feroces indios dispuestos a arrebatarnos la carga que Estrella y yo transportamos. Ayudado por mi inseparable tirachinas y cabalgando en mi brioso corcel consigo llegar hasta el pueblo con la mercancía intacta; por el camino algunos de aquellos osados indios han pagado caro el atrevimiento de intentar detenernos.  Mi tía premia mi valor comprándome mi bocadillo especial en el  Mercado de Abastos. Maruja, la vendedora de la carnicería que me conoce de cada año,   hace un picadillo de distintas clases de embutido y rellena la barra de pan que Águeda ha comprado en la panadería. En el camino de regreso, la sufrida Estrella, carga con los sacos de pienso y ¿Cómo no? con un ufano jinete  que da buena cuenta de su bocadillo.

Es domingo y decido acompañar a mi abuelo a la iglesia, en esta ocasión Estrella queda en casa y hacemos el recorrido a pie, en lugar de ir por la carretera caminamos por la vía del tren por donde la distancia es más corta. Después de atravesar un túnel, que salva una montaña cuyo perfil me ha parecido siempre la grupa de un caballo, empezamos a divisar el pueblo.  Molesto, quizás, por la poca afluencia de feligreses, el cura nos castiga con un largo oficio donde el pregón ocupa la mayor parte. Diserta sobre los pecados de la carne y se extiende de tal manera que yo empiezo a dormirme; la verdad es que no entiendo muy bien, o nada, lo que quiere decir pero, a partir de ese día, cada vez que mi abuela me hace las morcillas o el tocino que tanto me gusta no puedo comer sin pensar que estoy pecando.  Definitivamente creo que dejaré la misa para cuando acaben las vacaciones.

Esta tarde he planeado hacer una incursión por mi jungla particular y no volver hasta haber conseguido mi propio alimento para la cena. Se lo digo a la madre Juana y ésta, sonriendo, aprueba mis planes pero por si desfallezco me da un trozo de pan y algo duro y terroso que el fabricante se atreve a llamar chocolate. En principio me ofendo pero después pienso que  hacer caso de la experiencia de los mayores nunca está de más y que  no seré peor aventurero por ir bien alimentado:

Los bancales de maíz y panizo están en su apogeo, mi diminuta figura se pierde entre las grandes plantas. Pasado lo que a mi me parece mucho tiempo y tras haber sorteado grandes peligros, acosado por las más terribles fieras, regreso orgulloso. En el zurrón llevo media docena de panochas que después de haberlas asado serán un apetitoso manjar. Mientras doy buena cuenta de la cena, a la luz del carburo, mi abuelo me cuenta historias  y con el estómago lleno, poco a poco me voy quedando dormido.

Hoy me toca hacer de pastor, he ido con uno de mis primos a vigilar las ovejas mientras daban buena cuenta de la hierba fresca. Como me parece aburrido estar sentado mirándolas decido emular a esos héroes populares que son los toreros; me quito la camisa e intento que los lanudos animales hagan de improvisados novillos. Mi éxito es escaso   y como no tengo banderillas negras para castigarlos decido que si no quieren ser toros serán caballos. Infructuosamente intento mantenerme sobre sus lomos y los revolcones son continuos. Cuando regresamos voy hecho unos zorros y el padre Matías me “castiga” a bañarme en la acequia que hay junto a la casa. Mi fantasía no tiene límites y transformo aquella pequeña corriente de agua en un gran río; por si acaso aparece algún temible caimán he dejado a mano mi tirachinas.

El día ha sido redondo, cuando mi abuelo cree que no nos hemos portado bien, como hoy, nos hace regar unas cañas que hay cerca de la casa y ¡curioso castigo!, al poco rato de haberlas regado de las mismas brotan sabrosas bolitas de anís.

Ha venido mi padre a buscarme para llevarme al pueblo, le acompaña mi hermano Paco. Como dice mi abuela –“Este zagal no tiene una idea buena”-por eso mis padres procuran no tenerlo mucho tiempo lejos de su control. Hoy dará una prueba más de ello:

Paco, al igual que yo, prefiere estar en la huerta donde las posibilidades de  llevar a cabo sus travesuras son mayores. Aprovechando un descuido de mi padre desaparece y cuando yo ya estoy arreglado para irnos no hay forma de encontrarlo. Buscamos por los alrededores de la casa sin dar con él. Mi abuelo mira en los bancales  por si se ha escondido entre las matas de panizo pero tampoco. Entretanto a mí se me ha ocurrido mirar debajo de las camas, uno de nuestros refugios secretos, y lo encuentro en la de mis abuelos. Por una vez, me parece que mi hermano ha tenido una buena idea y me escondo yo también, sin pensar que, por muy secreto que sea nuestro escondite, mi abuela nos conoce muy bien y es capaz de encontrarnos.  La reacción de mi abuelo, seguramente, habría sido hacernos regar las cañas pero nuestro padre, más práctico, nos da una tunda que hace que vayamos con el culo caliente desde la huerta hasta el pueblo.

Mi padre ha querido que Paco hiciese la Primera Comunión durante las vacaciones. Así tendremos la ocasión de reunirnos las dos familias, materna y paterna, y celebrar juntos ese evento. Lo que seguramente no ha pensado es que con mi hermano no hay tiempo para aburrirse y, como no podía ser de otra manera, la ceremonia resulta de lo más entretenido:

Se ha puesto el traje de marinero, el mismo que antes habíamos utilizado los dos hermanos mayores. Con el libro de tapas de nácar y su rosario en las manos parece, según dicen mis tías, un angelito. A mí, que todavía me duele el trasero del día anterior, me da la impresión de que por mucho que cambie el envoltorio  lo que va dentro sigue siendo lo mismo.

Camino del Convento, donde tendrá lugar la misa, Paco se queja de que los zapatos le hacen daño, mi madre dice que es porque son nuevos.

 Han puesto a los niños y niñas, protagonistas la ceremonia, en unos bancos cerca del altar. Los familiares, sobre todo las madres, los miran embobados y ellos, con cara de no haber roto nunca un plato, miran al cura que les cuenta las bondades que supone recibir al Señor por primera vez. Pero no todos están pendientes, hay uno que se entretiene en hurgar en los zapatos. Poco a poco los demás niños dejan de hacer caso al cura y lo van mirando a él, también algunos feligreses se han dado cuenta y asisten divertidos al espectáculo. Paco ha decidido coger el camino más directo y se quita los zapatos para encontrar la causa de sus males. Hay quien no puede aguantar más y suelta una carcajada cuando mi hermano saca de sus zapatos los cartones que los fabricantes suelen poner para aguantar la forma.  Él, imperturbable, vuelve a calzarse  mientras el cura por un lado y mi padre por otro le lanzan furibundas miradas.

Acabado el festejo he vuelto a la huerta pero cambiando de alojamiento; los últimos días de las vacaciones dormiré en casa de mi tía Águeda, sin que ello suponga dejar de ver a mis abuelos ya que la distancia que nos separa es muy poca.

No sólo Paco tiene la patente de las travesuras, esta tarde hemos ido a hacer gamberradas a los vecinos. Visitamos a Pedro “el de los cupones” (le llaman así porque compró unos cupones que resultaron premiados y los perdió antes de cobrarlos), a alguien se le ha ocurrido abrir el corral y las ovejas se han escapado. La trastada no tiene consecuencias graves porque, afortunadamente, “el de los cupones” anda cerca y nos sorprende en plena faena obligándonos a recoger  el rebaño. Una vez las ovejas están en el redil, su dueño pregunta quien ha sido el que ha tenido la ocurrencia de soltarlas y uno de mis primos responde señalando a Jesús, un zagal de risa fácil, -“El Risico Puta ha sio”-.  En una tierra donde la gente acostumbra a llamar y conocer a sus paisanos más por el apodo que por su verdadero nombre, flaco favor le ha hecho mi primo a su amigo; a partir de entonces Jesús será ya para siempre el Risico Puta.

Los días han ido pasando y  las vacaciones llegan a su fin. En la estación se repite la escena de besos y abrazos de hace unas semanas pero, en esta ocasión, las caras no reflejan la misma alegría. Estrella lanza unos rebuznos lastimeros cuando la acaricio despidiéndome de ella y a mi abuelo, como cada año, se le ha metido algo en ojo que no consigue sacar con el pañuelo.

Se oye el silbato de la locomotora y esta suelta vapor iniciando la marcha, desde el balconcillo del coche de madera contemplo como todo aquello que tanto quiero va quedando cada vez más lejos, sin poder evitar que mis ojos se llenen de lágrimas.

© Matías Ortega Carmona

 

Matías Ortega Carmona

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