Carlos Robredo

relato

 Inauguración

 

El amanecer fue espléndido, fresco, pero espléndido, como correspondía a los inicios de la primavera.

Cualquier forastero que, a esa temprana hora, se asomara a la ventana del hotel, o cualquiera que, como yo, simplemente pasara por el lugar en viaje a otra ciudad, hubiera sabido que, en El Burgo de Osma, se preparaba un día festivo. 

Al coronar el llamado Alto de Soria ya intuí algo especial; A lo lejos, las banderolas atadas de farol a farol, los balcones adornados y hasta la brillante luz de la mañana, que se reflejaba en un cielo azul como jamás había visto, me mostraron los distintivos de una celebración. 

Poco después, desde el cruce del fielato, vi una calle Mayor absolutamente engalanada. De sus balcones colgaban guirnaldas y ramilletes confeccionados con las primeras flores de la temporada, banderas, estandartes y pancartas rotuladas con letras enormes que ensalzaban al alcalde. 

En pocos minutos la gente pobló la plaza. Los músicos, con sus camisas blancas recién planchadas, formaban grupos frente al consistorio. Cada uno portaba en la mano su instrumento: saxofón, trompeta, flauta… y eran los más jóvenes los que, mientras esperaban entre risas y algarabías, se atrevían a apuntar algún fragmento de obras fuera del repertorio previsto. 

Mujeres bien arregladas, hombres encorbatados, chiquillos con rosas en las manos… Todo eso componía la escena que pude ver cuando, yo mismo, me invité a una fiesta cuyo motivo desconocía.

“Bienvenido Mr. Marshall” rezaba la más grande de las pancartas que, instalada en la plaza, la cruzaba entera, de norte a sur, de esquina a esquina, de bar a bar. 

Cuando ya me había decidido a preguntar la causa del festejo, alguien me dio un tríptico en el que todo se explicaba. 

Por entonces, parecía que los habitantes de toda la comarca se hubiesen congregado en El Burgo. Que todos los niños estuvieran obligados a gritar agitando banderines y que algunos, los detractores que siempre hayan hueco en cualquier lugar y momento, tuvieran que esparcir, en un boca a boca frenético, sus mensajes de crítica y censura. No eran muchos, pero los había. 

Me aparté del jolgorio que iba en aumento y decidí entrar en una cafetería, al otro lado de la calle. Allí, apoyado en su barra, tomé un café mientras ojeaba el folleto que alguien me dio. 

En su portada un boceto difuminado representaba a una moderna máquina de tren circulando a toda velocidad sobre raíles plateados, y creí que sus faros me miraban fijamente. Encima y debajo, sendos escudos: el de la Diputación, el del Ayuntamiento y el de Castilla y León. La bandera de España y el pendón de la comunidad también tenían su lugar. ¡Qué alarde! —pensé—. 

Desplegué los dobleces y lo primero que llamó mi atención fue un croquis que, a modo de mapa, representaba un circuito, como esos de Madrid o Barcelona en los que se muestran los recorridos de autobuses y metros con indicación de todas sus paradas y enlaces con el resto de las líneas. 

Imposible. No puede ser cierto —me dije—.  

Desde la calle  llegaban las primeras muestras de que el festejo estaba a punto de comenzar y el camarero, con notables prisas, me rogó pagase el café ya que tenía que cerrar el establecimiento para unirse a la fiesta. Hoy nos han dado el día libre, —me dijo—  es una celebración grande —añadió—. Yo aproveché para preguntarle cuántos habitantes tenía el pueblo y tras escuchar la cifra aproximada con la que me contestó, quedé aún más perplejo y en mi interior me repetía: ¡Imposible! ¡No puede ser cierto! 

Salí de la cafetería y de nuevo en la calle Mayor busqué, con mucha dificultad, un lugar, no ya bajo el balcón del Ayuntamiento, al que me resultaba imposible siquiera acercarme, sino junto de alguno de los altavoces que, para la ocasión, habían instalado por todas las calles, esquinas y plazuelas. Entre empujones y gritos conquisté una posición bastante aceptable aunque los árboles, con ramas curiosamente entrelazadas en las que brotaban las primeras hojas del año, me impedían ver con nitidez el balcón de la Casa Consistorial. 

Explotó un estruendo casi bélico cuando el alcalde, algunos concejales, y las autoridades venidas de la provincia, de la comunidad e incluso de Madrid, aparecieron tras el antepecho del balcón. 

La banda, por ser día grande, tocó el himno nacional, después, otra vez el estruendo y los vivas al alcalde mientras un concejal, seguramente el de urbanismo, insistentemente rogaba silencio. 

De nuevo, y ahora con ganas de creerlo, eché otro vistazo al folleto. 

Los carriles trazados discurría en forma de anillo y partiendo de la misma plaza en la que me encontraba, alcanzaban lugares desconocidos para mí pero cuyos rótulos decían: Plaza de la Catedral, Puente de la Tejada, La Güera, La Rasa, Alcubilla del Marqués, Iglesia de Osma, Alto de Alarídes, La Serna, La Vega, Ambulatorio y desde ahí seguía un tramo recto hasta  enlazar de nuevo con la Plaza Mayor. 

Como proyecto, tras consultar la escala del mapa, me pareció una exageración para un pueblo con ese número de habitantes y en una Soria que sabía despoblada y sumida en un proceso industrial de poco crecimiento, pero los proyectos son sólo proyectos y muchas veces los políticos los presentan con cierta dosis de oportunismo electoral. No era el caso.

Entre los que me rodeaban recabé información y supe que el alcalde llevaba nueve legislaturas ganando de forma ininterrumpida, siempre por mayoría absoluta. Que en todas ellas había acometido planes y proyectos que en mucho habían beneficiado al pueblo y a sus habitantes y que algunos de ellos, siendo de una gran inversión económica, pudo llevarlos a cabo merced a su diligencia y buenos modos en lo concerniente a la obtención de los fondos necesarios y ahora, el que por el momento era su último proyecto, se convertía en  el colofón de una trayectoria que conduciría a esa Villa Episcopal al lugar más destacado de entre todos los pueblos de la Nación. 

Nunca, en toda mi vida, me había visto más sorprendido por una explicación pero, enseguida, reaccioné y pensé: En fin, no es más que un proyecto y tienen derecho a soñar. 

Como decía, nunca en mi vida me vi más sorprendido pero, en aquél momento, tras escuchar a mi informador, la sorpresa se convirtió en algo enigmático. Mi mente se sumió en un abismo de incredulidad, en un vacío inexplicable y un tumulto de pensamientos arremolinados, mudaban en torbellino huracanado agitándose dentro de mí ser. 

Por el altavoz que tenía sobre mí cabeza, hablaba el Alcalde después de múltiples intervenciones de otros asistentes con mayor rango. Entendí que era el final de la presentación, pero no del acto.  

Dijo el Alcalde: 

… y ahora, les ruego que con un poco de orden, abran paso hasta las escalinatas de la estación para que las autoridades y los invitados portadores del pase especial, podamos acceder al andén y hoy, cinco de abril de dos mil treinta y uno, con éste primer recorrido, dar por inaugurado el metro de El Burgo de Osma. Muchas gracias a todos y que lo disfruten. ¡VIVA EL BURGO DE OSMA!

 

© Carlos Robredo
El Burgo de Osma, 2014

 

 

Carlos Robredo 

SUMARIO

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