Carlos Robredo

Notas biográficas
Relatos: Crónica de una sanción  - El bosque andariego - Don Quijote en El Burgo de Osma
                        - Inauguración
Comentarios de sus libros: La residencia - Memorias de un chico de alquiler
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El ilusionista y otros cuentos - Cuentos que nadie me contó -  De los vivos y las muertes
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60+1, poemas de amor y hombre - La Pluma (revista)

cuento

Crónica de una sanción

Narración basada en un hecho cierto

acontecido en El Burgo de Osma

hace más de medio siglo.

 

Comenzaban a correr los años cincuenta del pasado siglo. La Villa era una ciudad tranquila si exceptuamos los sábados, día de mercado que, desde no se recuerda cuando, se celebraba en la plaza del rastro. Las gentes de toda la comarca deambulaban por allí y acudían a las tascas a reponer las mermadas fuerzas o a saciar la sed remojando unas gargantas resecas por el polvo de un suelo terroso removido por los animales y por las albarcas de algunos labradores a quienes, cansados de tanto agacharse en los amaneceres fríos, apenas les quedaban fuerzas para, en su lento caminar, levantar los pies de la tierra.

 La Plaza Mayor también era un hervidero. En ella se daban cita, después de las obligadas compras, las gentes venidas de todas partes y algunos la cruzaban para dirigirse al hospital en el que, por ser de beneficencia, se atendía  fundamentalmente a los enfermos menesterosos de la comarca y a las persona humildes y necesitadas que a él se dirigían en busca de un remedio para sus males. Los vecinos de El Burgo, y en especial aquellos que conformaban las familias pudientes, se sintieron siempre orgullosos por la labor de la mentada institución, apoyando, “con gran espíritu de colaboración”, sus fines benéfico- caritativos, promoviendo, al máximo de sus posibilidades, el florecimiento de la Villa, sus actividades, sus centros y todos y cada uno de sus patronatos y fundaciones.

En el hospital, además, las Hermanitas de la caridad de San Vicente de Paúl impartían clases a las que asistían las niñas y los niños de El Burgo de Osma recibiendo educación religiosa y elemental.

El veintitrés de febrero de uno de esos años cincuenta, “Campo Soriano” publicaba una terrible noticia que en resumen  anunciaba el cierre del Hospital de San Agustín por acuerdo adoptado en  la Diputación Provincial de Soria al amparo de razones económicas.

El pueblo se alarmó. Aquel día veintitrés de febrero  de mil novecientos cincuenta y algo, la noticia corría bajo los soportales, avanzaba por las calles, alcanzaba rincones y bares, comercios y tertulias, y en todas las ocasiones, después del saludo, ya no se hablaba del tiempo, sino de la eliminación de los servicios benéficos del Hospital y del temido cierre del colegio por lo que los menesterosos no tendrían más cura, ni los niños aprenderían a rezar el padrenuestro ni a canturrear la alegre tonadilla de las tablas de multiplicar. El Hospital se cerraba y las gentes, nerviosas y llenas de indignación, expresaban su malestar a voz en grito.

Por la tarde, un Pleno del Ayuntamiento abordó la cuestión. La sesión fue multitudinaria, el salón se llenó de gentes, en su mayoría mujeres, que exigían acciones contundentes, los gritos enaltecían la labor de las Hermanitas de la Caridad y se pedía misericordia para los menesterosos que, a partir de ese momento, quedarían en las crueles manos de sus enfermedades. Establecido el orden, y tras diversas intervenciones del Sr. Alcalde y alguno de sus Concejales, se levantó la sesión sin acuerdo, pues habíase llegado a la conclusión, triste conclusión, de que ante la Diputación Provincial de Soria no cabía gestión alguna.

Horas después un río humano recorría las calles de la Villa en pacífica manifestación de protesta con la única pretensión de que el mismo periódico que había publicado el acuerdo por el que se cerraría el Hospital, publicase algunas líneas en las que se hiciese  eco del malestar de toda una población

Los blasones de las fachadas, el Palacio Episcopal, la Plaza de San Pedro, la calle Mayor y las mismas puertas del Hospital, fueron silenciosos testigos de una protesta locuaz, de un grito unánime que defendía caridades, que avalaba enseñanzas. Un grito cariñoso que enaltecía a las Hermanitas. Pero no todo fue protesta pacífica, no todo fueron gritos de caridad y amor, ni defensa de Instituciones pues, en la penumbra del atardecer, haciendo crujir los cristales, ahogadas entre los gritos de las damas manifestantes y de los juguetones niños, escondidas en la oscuridad de una escasa iluminación, volaron las piedras. Apenas fueron tres, o cuatro, las que impactaron en las ventanas de la residencia del Ilustrísimo Señor Alcalde, pero el susto fue terrible. Se hizo el silencio, unos a otros se miraron, unas a otras se hicieron muecas de temor y, calle Mayor abajo, corrieron los lanzadores; tan sólo dos siluetas, dos rápidas y sombrías siluetas que buscaron la oscuridad girando por la calle de El Cubo.

Por la mañana, el día veinticuatro de febrero de mil novecientos cincuenta y algo, los ánimos estaban crispados, el indignado alcalde paseaba por los soportales y entraba y salía del Ayuntamiento sin que su cara mudase el expresivo rictus de preocupación.

Hubo una investigación, intervino la Guardia Civil y el juzgado y, transcurridos unos días, llegaron las sanciones y con ellas los recursos consiguientes.

Fueron multados los hombres más representativos de la Villa, pues alguien, en la capital, había cavilado que la sanción debía ser ejemplar en lo económico y en lo moral y por ello los cabeza de familia con más prestigio recibieron el oficio con la imposición de multa. 

En una reunión de urgencia, en el casino de la Villa, los notables acordaron el recurso y cada uno de ellos se comprometió a presentar el correspondiente escrito apelando la improcedencia de la sanción.  

Uno de esos escritos, a modo de muestra, decía más o menos así: 

“El firmante es industrial establecido en esta Villa, casado y padre de tres hijos. Es miembro militante de FET y JONS, habiendo sido Delgado Local del Frente de Juventudes y Consejero Provincial de Falange y, hasta hace pocos meses, Diputado Provincial por el Partido de El Burgo de Osma.

Hechas las anteriores manifestaciones sobre la personalidad del firmante, que hacen desaparecer de antemano toda duda sobre la lealtad de su conducta y firme sentido de la disciplina y obediencia a la autoridad, jura ahora por Dios, y declara por su honor de  militante del Partido, que el día veintitrés de febrero último estuvo hasta las siete de la tarde, como todos los días, al frente de su negocio, habiéndose enterado de la supresión del Hospital por el periódico Campo Soriano, que recibió aproximadamente a las seis de la tarde. Al cerrar el establecimiento de su propiedad, subió al casino y con otros vecinos, (Don J.M.V., Don C.R., Don M.B.) asistió a la sesión municipal como mero espectador. Al terminar la misma, como el resto de los días, paseó por los soportales con su esposa y otros amigos   (Don A.M., Don. J.R., Don. M.G. y Don F.L.)  descansando después en el bar Capitol y permaneciendo allí hasta última hora con el Secretario del Juzgado de 1ª Instancia y con el Sr. Juez de Almazán. Estando allí sentado, se enteró, por el vocerío, de que se estaba celebrando  una manifestación. El que suscribe no concurrió a la misma y por lo tanto no fue molestado ni citado a declarar por la autoridad judicial ni por la Guardia Civil.

En estas condiciones, ha causado verdadero asombro y dolor al que suscribe, y a toda la Villa, el hecho de que el Excmo. Sr. Gobernador Civil de la Provincia haya impuesto fuertes sanciones a personas de relevancia y de intachable conducta moral y patriótica y por eso he de rechazar y rechazo, con el mayor respeto, pero con la máxima energía, la imputación que se contiene en la citada resolución del Excmo. Sr. Gobernador  Civil de la provincia pues, guiándose en informaciones erróneas y deficientes, sanciona a personas que en todo momento han demostrado y demuestran ser colaboradores sinceros y leales del bien público y de la misma autoridad aunque, en ocasiones como ésta, puedan discrepar, y discrepamos ahora, ante el posible cierre de un establecimiento de caridad que tanto bien hace al pueblo y a las gentes que a él se acercan en demanda de ayuda, por ello y justificado como está el haber efectuado el depósito de la sanción en la Delegación de Hacienda de esta provincia, SUPLÍCA se sirva resolver el presente recurso, dejando sin efecto la sanción impuesta y absolviendo al recurrente de toda responsabilidad en los hecho acaecidos y se aporte al expediente los informes de buena conducta pertinentes a fin de salvaguardar la intachable personalidad del, tan injustamente, sancionado.

Todo ello es de hacer en justicia que, con el mayor respeto, pide a V.E. cuya vida guarde Dios muchos años”.

Las protestas continuaron largos días, las mujeres no cejaban en su disconformidad y los hombres, prudentes y temerosos, después de sancionados, se hallaban también disconformes.

En los blasones de las fachadas, en el Palacio Episcopal, en la Plaza de San Pedro, en la calle Mayor, y hasta en las mismas puertas del Hospital, venció el olvido.

Y corrió el tiempo, y los años pasaron, y llegó el día de hoy, y todo es distinto, diferente a como fue, pero en la memoria de los hombres ha de quedar para siempre la historia de sus pueblos.

© Carlos Robredo
El Burgo de Osma
2004

 

cuento

El bosque andariego

En esas mañanas, toda Soria era amarilla y sus amaneceres tranquilos.

Junio expiraba los últimos hálitos de la primavera y los rayos de sol, al este, comenzaban a calentar el día al tiempo que se alzaban decididos coronando las almenas de la vieja alcazaba. El pequeño cerro, modelado sobre los trigales como un pecho de mujer, albergaba al discreto bosque de viejas sabinas que buscaban el frescor en sus propias sombras. Uno contra otro se acodaban los troncos, una contra otra se apiñaban las ramas, y las raíces, largas y finas, buscaban la humedad que a duras penas encontraban bajo sus asientos. Todo a su alrededor era sequedad y espigas tronchadas, grano desaparecido, campos agrietados... leves señas de un cereal que, reverdecido meses antes, era ya trabajo de molineros para el sustento de las gentes.

En esas mañanas todo era amarillo, todo menos el pequeño cerro. El bosque escaso, y pardamente verdoso, permanecía anclado desde el inicio de los tiempos. Eran conscientes, las sabinas, de su futuro incierto, de su muerte irremediable si perduraba la sequía, y sabían de aguas en otros lugares, y lo sabían porque a veces el viento les traía humedades, pequeñas gotas de agua lejana. Gotas que, por escasas, apenas refrescaban sus mínimos frutos acorazados y prendidos de las ramas hasta que su propia debilidad les arrojaba contra el suelo seco y agrietado.

El bosque hablaba, susurraban sus copas y gruñían sus troncos, y se pasaban mensajes que eran lamentos de sed, quejas lastimeras lloradas por los árboles cuarteados. Y se silbaban consignas, y se regalaban frases de esperanza, de ánimos inútiles. Llegará el agua —se decían—, nos alcanzarán los ríos, nos darán de beber los lagos, nos bañarán los mares...

Decenas de años transcurrieron sin que nada cambiase hasta que las sabinas jóvenes sustituyeron a sus mayores y en ellas rebrotó, fructificando, la esperanza y el valor. Nadie sabe cómo empezó, nadie recuerda cuándo se inició la marcha, ni cuál de ellas desenterró sus raíces para, convenciendo a las demás, iniciar paso a paso la aventura.

El bosque avanzó lento, sigiloso, clandestino en las noches de un verano, y metro a metro descendió la loma, y metro a metro dejó a sus espaldas el pequeño pecho de mujer cada vez más lejano, más escaso. Le dejaron atrás y, en perfecta formación, siguieron avanzando.

Cada mañana ocuparon un lugar más al oeste, poniente fue su destino. Buscaron un sol bajo que ya no calentase, siguieron el deslizar sereno de los cauces de los ríos, avanzaron por valles, atravesaron aldeas y nadie pudo contenerlas. Los ejércitos de hombres se vieron desbordados, las murallas alzadas se desplomaron lacias y el auténtico ejército, en conquista, fue el bosque de sabinas.

Ninguna miró atrás. Durante el día, en sus acampadas, se mantenían agrupadas sombreándose las unas a las otras como hicieron sus padres en el cerro castellano. Se hablaban, medían el avance y se felicitaban por sus nocturnas conquistas.

Al cruzar los ríos refrescaron sus raíces, atravesaron los lagos remojando sus heridos troncos y, al alcanzar la otra orilla, agitaban sus ramas mientras la luna reía sus juegos triunfantes.

Y noche a noche, siglo a siglo, siguió avanzando el pequeño bosque en perfecta e inalterable formación, tronco con tronco, con las copas abrazadas entre si.

En ese lento discurrir, sus ágiles raíces arañaron los suelos dejando en ellos leves hendiduras, huellas de su andar y, a lo largo de los tiempos, recorrieron lugares acercándose al poniente, percibiendo el frescor de unas sombras creadas por un sol que, al fin, caído y cansado ya de calentar, no calentaba.

Y divisaron las aguas. El río ya no era un río, el lago era más que un lago y el mar se llamaba océano.

Bruscamente, detenidas por la visión, abrieron sus brotes, y por sus jóvenes yemas dejaron entrar la brisa húmeda que les envolvía. Conocieron el azul de unas aguas sin cieno y descubrieron la espuma, canosa cabellera de los mares inquietos. ¿Quién recordaba el lejano cerro? ¿Quién, la amarillenta Castilla? ¿Quién, los rastrojos resecos?

Las sabinas se miraron, y sus ramas y sus frutos, alborozados, se agitaron sin pudor.

Retomando energía de la brisa, rompieron la formación adentrándose locamente en los mares. Reían y avanzaban, saltaban sobre las olas, se salpicaban gozosas. ¡El agua es la vida!, gritaron algunas, y el resto de sabinas, en un contagioso frenesí, coreó la frase: ¡El agua es la vida! ¡el agua es la vida!...

Al observar con sorpresa que el sol se ponía aún más allá, siguieron avanzando hacia poniente cortando las aguas, pero las aguas al punto se cerraban, y el bosque las rompía, y el agua se recomponía y, a pesar de la contienda, las sabinas siguieron avanzando.

Cuando el agua cubrió al bosque con sus olas, cuando la espuma dejó de adornar sus copas, el océano volvió a ser océano y de las sabinas ahogadas apenas quedó memoria, sólo leves arañazos sobre la tierra, hendiduras, que son eternos surcos en los resecos rastrojos de Castilla.

© Carlos Robredo Hernández-Coronado, 2003

(El relato aquí publicado, pertenece al libro de relatos "Cuentos que nadie me contó", es © del autor y con permiso de la editorial)

Comentario de Cuentos que nadie me contó

 

Breves notas biográficas:

"Carlos Robredo Hernández-Coronado, nació en Madrid, muy a finales de 1949. Después de residir cincuenta años en Barcelona, se traslada a tierras sorianas.
Escribe cuentos y, para ellos, se fija en todo, se llena de aquello que le rodea, observa a las gentes y retiene los sucesos, impregna su mente de sensaciones sin tomar notas en papelitos de esos que los poetas guardan en los bolsillos llenos de frases sueltas con la esperanza de que un día se conviertan en versos de impacto. El no lo hace, por eso cuando llega a casa y se dispone a escribir, tiene que esforzarse en recordar.
Cuenta, que supo un día, que existió un escritor que no se avergonzaba de serlo. Sí, claro que vivió marginado, pobre y, al final de su vida convertido en un auténtico indigente hasta que lo recogieron de un áspero callejón y lo ingresaron en un manicomio donde no le dejaron escribir.
Carlos Robredo tiene siempre preparada, en una pequeña bolsa de viaje, una muda y algunas cosas para su aseo personal y, bien camuflados, en un doble fondo, unos paquetes de folios y dice que, así, cuando alcance la plenitud de su locura y le encierren, podrá seguir escribiendo.

En 1999 publicó De los vivos y las muertes; con fecha de 2003 su segundo libro Cuentos que nadie me contó. En 2013 ha publicado 60+1 poemas de amor y hombre. Dirige, junto con Javier Nicolás, la revista La Pluma.

Carlos Robredo

 

SUMARIO

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