Pedro Sanz

relato

 Asesinato en el gallinero

 

Saturia, la estanquera de mi pueblo, Covaleda, tenía una hermosa colección de gallinas de todos los colores, y un gallo cantarín que despertaba al barrio cada mañana a toque de corneta aunque fuera fiesta de guardar.

Y ésta debía de ser una muy importante porque todo el pueblo acudió a misa  a campana tañida para cumplir como buenos feligreses; todos excepto dos contumaces pecadores —mi primo Albano y yo— que en ese momento estábamos en el lado opuesto del pueblo, junto al gallinero de la Saturia.

Era casi verano. Tras el último campanazo, un silencio extraño se desparramó por las calles como un fantasma invisible y denso: ni un alma, ni un perro, ni una nada; solos mi primo y yo.

—¿Asustamos a las gallinas? —le dije de pronto.

—Venga.

Mi primo Albano y yo teníamos ocho años y una rara cualidad: que siempre estábamos de acuerdo en casi todo.

Examinamos la puerta del corral y enseguida vimos que tenía un punto débil: la gatera; era este un agujero a ras del suelo protegido por una simple tabla que a la primera patada saltó por los aires.

—Entra tú primero —me dijo un poco acobardado.

—No, majo, entra tú —y le empuje suavemente hacia el agujero.

—Tú eres mayor…

En efecto, le ganaba por unos meses, lo que me daba un cierto ascendiente sobre él y podía obligarle a ir delante.

—Asustamos a las gallinas, cascamos los huevos y nos largamos ¿vale? —me dijo.

—No, los huevos no, que como nos pillen, nos matan —quise hacerme el responsable.

—Vale.

La gatera, en su origen, estaba hecha para que entrara y saliera un gato; pero nosotros, ágiles como garduñas, pudimos colarnos dentro sin gran dificultad: éramos de goma.

—Como nos pillen, nos matan —musitó Albano.

—Tranquilo, que no nos van a pillar.

Mi primo llevaba razón, porque aquella mañana estábamos desafiando al destino más de lo razonable desde el momento en que atravesamos el umbral del gallinero de la Saturia.

—Como nos pillen, nos dan una paliza que... —insistía, quejumbroso.

—Venga, no seas miedica —le dije yo, que estaba muerto de miedo.

Vencidos los primeros escrúpulos, empezamos a correr como dos locos de un lado para otro haciendo que las gallinas enloquecieran a su vez: plumas, huevos, cagadas..., todo volaba por los aires en una maravillosa confusión.  Esto era lo nuestro: lo salvaje en estado puro.

Pero el gallo decidió pasar al ataque harto de que nos metiéramos en su terreno. Vino hacia mí y me dio tal picotazo en una pierna que me hizo sangre. «¡Maldito bicho! —exclamé—, ya verás», y le di una patada que lo dejé turulato. Cuando le vi dando tumbos por el suelo me asusté mucho; fui hacia él y traté de enderezarle la cresta en un gesto piadoso de querer remediar el desaguisado; pero pronto pude comprobar que sólo estaba atontado porque de golpe se puso a correr y dar vueltas como si le hubieran dado cuerda.

Mi primo andaba a la suya. Y entonces gritó:

—¡He pisado a una gallina! ¡He pisado a una gallina y no se mueve! ¡Ay mi madre!

—¡Me cagüenlamar! A ver si la has matado.

He de confesar que sentí pánico por primera vez en aquella mañana bestial. Una cosa era asustar a las gallinas y otra muy distinta asesinar impunemente a una de ellas. Y allí estaba mi primo con el animal cogido por el pescuezo muriéndose sin remedio.

—Muévela un poco para que resucite —le dije sin ninguna convicción.

Pero ya no me oía; solamente se lamentaba acongojado:

—Ha sido sin querer, yo he saltado y ella se ha puesto debajo...

—Nos va a caer una buena —le dije hablando para mí mismo.

—Me quiero ir... —mi primo, llorando.

No me atreví a decirle nada porque yo también estaba muerto de miedo. Menos mal que el gallo se había recuperado y andaba subido en lo alto de un nidal; el verle tan vivo y con la cresta levantada me reconfortó en este momento trágico.

—Vámonos.

Cosa sorprendente: salimos por la gatera con mayor agilidad que al entrar, y es que la necesidad te da alas cuando el peligro acecha. Una vez fuera le pregunté:

—¿Y la gallina?

—La he dejado dentro —respondió desolado.

—Pues vuelve a por ella. ¿No ves que la tenemos que enterrar para que no se entere la Saturia?

—¡Jolines, majo! —fue lo único que se atrevió a responder.

Y entró. Ya no importaban las rodillas desolladas, ni las astillas de la puerta, el caso era alejarnos de allí cuanto antes con el cuerpo del delito.

—Tenemos que enterrarla.

—Yo no la quería matar...

—Vale, que ya me lo has dicho cinco veces; tú no querías, pero está muerta.

Y nos pusimos a temblar los dos.

  En un pequeño barranco, no lejos del gallinero, buscamos el sitio. Cavamos un hoyo lo suficientemente grande como para acoger el cuerpo de la gallina que todavía estaba caliente. La enterramos con delicadeza, bien cubierta con césped, y hasta pusimos unos palitos a modo de cruz para saber que aquella era su tumba.

Pasaron unos días y recobramos la calma. Ni siquiera el cura, don Nicolás, que nada escapaba a su mirada, se  había percatado de nuestra ausencia en la procesión del Corpus. Fue cuando decidimos hacer un pacto de silencio jurando no revelar a nadie nuestro secreto.

«Se conoce que algún gato ha entrado en mi gallinero mientras estábamos en misa y me ha hecho un destrozo tremendo...», comentó la Saturia a las vecinas cuando descubrió el desastre. Y todo quedó en ese comentario. Nosotros nos mirábamos cómplices, gozando de una cierta impunidad, aunque pronto se nos iba a quitar la sonrisa de los labios porque no tardó mucho en aparecer algo infinitamente peor: el remordimiento.

—Tendremos que ir a confesarnos —le dije a mi primo una semana después.

Curiosamente, él andaba pensando lo mismo.

—Y decírselo a don Nicolás —insistí.

La confesión era cosa muy seria. Si la hacías mal, nos dijeron cuando la primera comunión, podías irte de cabeza al Infierno y no era como para andar jugando con el “fuego eterno”. Teníamos que lavar la mancha de nuestras conciencias por haber matado a una inocente gallina.

—Ya verás cuando se lo digamos... —me respondió. Y caímos los dos en un silencio oscuro.

Al cura le teníamos un miedo visceral porque sus bofetadas eran tremendas y sonoras. Lo malo del caso es que no nos quedaba más remedio que ponernos en sus manos justicieras. Llevábamos una semana rumiando la forma de hacerlo y acordamos que echaríamos a suertes el turno de nuestras confesiones.

Fue un viernes de junio después de la escuela. Primero iría Albano; yo me quedé agazapado tras una de las columnas de la nave central de la iglesia para ver qué cariz tomaban los acontecimientos mientras él se confesaba. Llegado el momento fatídico, vi avanzar a mi primo por el pasillo lateral como un reo que marchara al patíbulo; después, observé cómo hundía su cabecita de buen chaval tras las cortinas color violeta del confesionario donde se suponía quedaba oculta la imponente figura de don Nicolás, cómo se santiguaba religiosamente y empezaba a confesar...

—Ave María Purísima —dijo él.

—Sin pecado concebida —contestó el cura.

—Yo..., bueno, mi primo y yo..., es que fue sin querer... —se rascaba furiosamente la pantorrilla para dar suelta al pánico.

     Don Nicolás cortó aquella extraña forma de iniciar la confesión:

—Vamos a ver. Dime sin rodeos: ¿qué pecados has cometido?

     «¡Ay mi madre! —pensé—, ahora lo mata».

     Y mi primo, lloriqueando, en un susurro, dijo de un tirón:

Entremos, la matemos, la enterremos y nos escapemos...

¿El qué?

     ¡Plas! Sonó como un  trallazo. Yo, desde fuera, quedé petrificado contra la columna al oír semejante bofetada. Y no pude más: me había estado aguantando durante toda la confesión y ahora, al calcular la que me se me venía encima, me dejé llevar blandamente como si no tuviera fuerzas para nada y allí mismo hice un charco enorme...

© Pedro Sanz Lallana 2005
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Pedro Sanz 

SUMARIO

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