Pedro Sanz

relato

Las chicas de Ilale

ILALE no viene en los mapas.

ILALE es un poblado marinero de casitas desparramadas, con techo de nipa y paredes de bambú que cada tarde se recuesta al sol poniente en una loma ondulada que muere sobre la desembocadura del río del mismo nombre.

Visto al atardecer, parece más bien una postal de ésas que se guardan a la vuelta de un viaje exótico cargado de recuerdos: palmeras esbeltas cabeceando sobre la playa, el poto-poto rojizo que enlosa las calles y un verde lujurioso de selva virgen que lo impregna todo. En el calor del mediodía diríase deshabitado, pero al caer la tarde renace un bullicio discreto por los contornos del garito de papá Bulanga, que a esa hora empieza a vomitar música merengue desde un viejo pick-up, que funciona casi de milagro, hasta bien entrada la noche. La música es siempre la misma y los parroquianos también, pero ambos van amorteciéndose a medida que pasan las horas y se amontonan los vasos de topé. Luego viene la humedad espesa de la medianoche y la calma. La selva se apacigua, se retiran los caimanes de los cañaverales con sus ojos fosforescentes y todo vuelve como a un silencio tácito para despertar a la mañana siguiente.

Cuando el sol se filtra por entre las espesuras de los magombegombes, el pueblo se despereza para retomar la actividad marinera que se reparten por igual la desembocadura del río y las cálidas aguas del Golfo de Guinea, en una rutina que encadena siglos y generaciones.

Mi madre era de allí. Yo, en cambio, había nacido en Río Benito. No obstante, empecé a añorar Ilale a poco de pasar unas cortas vacaciones en casa de mi abuela, de manera que enseguida asocié el tiempo de asueto con la necesidad imperiosa de volver allí porque el corazón me avisaba que había llegado el día con unos saltos estrambóticos e intempestivos.

No había carretera para llegar al poblado pero sí infinitos caminos —toda la selva—, siendo la alfombra blanca de la playa la que mejor nos servía para caminar, con el mar de fondo y los cangrejos corredores de compañeros que se apartaban despavoridos a nuestro paso con sus ojos saltones y sus pinzas alocadas al aire. En una hora llegábamos a la desembocadura del río Ilale; luego teníamos que subir la ladera hasta la casa de mis abuelos que quedaba en mitad de la colina. Y casi sin tiempo de saludos ni besos, desaparecía por los vericuetos del bosque con las chicas del lugar en una cascada de risas y carreras locas.

Había un par de chicas mayores que arrastraban tras ellas una cohorte de pequeñas entre las que me encontraba como pez en el agua, nunca mejor dicho, porque la ocupación primera y principal a partir de mi llegada era la de ir al río con ellas todos los días.

El río tenía una atracción poderosa: lugar de juego ininterrumpido y formidable caja de sorpresas que igual escondía un tiburón acechando a lo lejos, en lo profundo, como una enorme tortuga carey que se arrastraba llorando lágrimas gelatinosas de arena por la playa. Digamos que el río era la vida, aunque las chicas del poblado lo vieran de otra manera, porque ellas lo utilizaban como un medio de sustento y para ganarse cuatro perras que gastaban rápidamente en el garito de papá Bulanga.

El ir a pescar era muy divertido por la forma artesanal con que lo hacían; por esto, a la mañana siguiente de mi llegada al poblado, ya me vinieron a buscar como unas locas: «Venga, Jandi, vente con nosotras que hoy tienes que ayudarnos a pescar...»
Jandi
era mi nombre de nativa. A mi padre le llevaban los demonios que me llamaran con el apodo puesto por mi abuela Adjije, la de Ilale, y prefería que me dijeran Nieves, que era como me habían cristianado; pero a ellas y a mí nos daba igual:

«Anda, Jandi, levántate y vente con nosotras a pescar...», insistieron porque yo todavía andaba enredada con el mosquitero de la cama y no tenía trazas de querer levantarme aquel día. Mi abuela las espantó a escobazos, pero enseguida se arremolinaron otra vez en torno a la puerta.

Ellas iban al río cada mañana. Era una muchachada alborotadora y bulliciosa que bajaba en tropel por el sendero de poto-poto camino del agua.

«Que yo no sé pescar», les dije a voces mientras echaba pie a tierra. Efectivamente: yo no sabía pescar. Yo era una niña de ciudad y cuando necesitábamos pescado ahí estaba tío Jocke para abastecernos, que también era de Ilale y buen pescador, aunque de mal aguante por culpa de la bebida. Cuando tío Jocke se decidía por salir a pescar, lo hacía movido por una absoluta necesidad de dinero o por una orden; digamos que no tenía el espíritu aventurero de mi bisabuelo, el viejo Boriló, ni había hecho un pacto con el mar para poder seguir trabajando solitario en sus aguas con más de setenta años a las espaldas. Jocke iba a lo práctico, a lo justo, sin ilusión. Tal vez por eso bebía. Cuando llevaba unos tragos de más, insultaba a todo con el que se topaba en su camino diciendo unas palabrotas que sólo él entendía: «Sacriduman, macacoenluán...»

Las chicas de Ilale, además de pescadoras, parecían sirenas de ébano que brillaban al sol, como recién barnizadas, cuando salían del agua. Por eso cada mañana, con la querencia de un oficio, bajaban a la desembocadura del río a trabajar. Y las muy sagaces conocían la forma de conseguir una buena anguila, unas hermosas cigalas o una dorada magnífica que luego vendían por las calles del pueblo. Su pesca era variada y excelente, todo dependía del lugar y de la época. Y es que Ilale estaba en el centro del Edén donde todo era bueno y abundante, de forma que para comer sólo tenías que hacer como Eva: bastaba con alargar la mano y tomarlo...

«No te preocupes, Jandi, que tú no tienes que pescar. Venga, date prisa y vente con nosotras», gritaron las chicas allí plantadas, delante de la puerta, que insistían como si yo les fuera imprescindible para su trabajo. Mi abuela se dio por vencida y abandonó la escoba. La mayor de todas ellas, que se llamaba Sogo, trató de remachar el clavo: «Mira, nena: tú no tienes que hacer nada; sólo nos acompañas y ya está».

Esta Sogo era una chica de una belleza natural, alta, con la cabeza ligeramente ovalada, ojos verdes, que cuando la quiero recordar me viene la imagen de una Nefertiti viva y morena. Nadando gozaba de una armonía clásica: ondulante, huidiza y frágil. Ella era la mayor, la que llevaba la palabra y las iniciativas, y la que hacía que mis días en Ilale fueran de una intensidad parecida al amor.

« Jandi, si vienes con nosotras te daré una cosa muy bonita que tengo...»

En cada choza de Ilale había, más o menos, un cayuco por varón. El cayuco y la atarraya eran los dos elementos imprescindibles para poder ir de una forma profesional a la pesca: un barquito hecho de un tronco de okoumé para adentrarse en el mar y la red para atrapar a los peces. Luego, el pescar era un arte que se aprendía con los años y muchos kilos de sal pegados a la piel.

El viejo Boriló, a pesar de su edad, seguía siendo un excelente pescador. Salía con el sol y cada mañana traía su ración de pescado fresco a casa que servía para alimentar a toda la familia, y ganarse unas perrillas extra vendiendo el sobrante entre los vecinos. El viejo Boriló, además del cayuco y la atarraya, tenía la sabiduría de un lobo de mar curtido en mil batallas; porque mi bisabuelo no era de los que pescaba en la desembocadura del río, no; sino en aguas profundas, mar adentro.

Yo le veía llegar al filo del mediodía con sus peces todavía coleteando y él me sonreía desde la negrura de su cara y el marfil de los dientes como si viniera del otro lado del mundo con un tesoro para mí, su princesa encantada. Lo veía venir tranquilo, balanceando la cesta de los peces que sobresalían por los bordes del mimbre; me acariciaba la cabeza sin perder la sonrisa y me decía: «Jandi, que te muerden», rompiendo a reír a grandes carcajadas mientras yo escondía el brazo tras la espalda. Por las tardes, cuando ya el calor cedía a la brisa cargada de aromas del crepúsculo, nos sentábamos a la puerta de su casita y me contaba historias de marineros y tiburones, de hombres que habían ido a la mar y no habían vuelto...

Sogo se puso a gritar: «Venga, Jandi, pesada, sal de una vez». Ni siquiera había tenido tiempo de comer las tortitas de maíz y beber el tazón de contretí con leche que mi abuela me había preparado para desayunar; pero ellas, erre que erre, parecían tener la firme intención de no marcharse sin mí. Cuando asomé la nariz tras la tela de arpillera que formaba la puerta y nos protegía de las moscas, hubo una explosión de júbilo: «¡Bieeennn!», y se formó un tropel de muchachas camino del río.

Donde las rocas, las aguas no eran muy profundas: allí estaba nuestro lugar de juegos; hacia la mitad del cauce, el agua les llegaba a las chicas mayores a la altura de los pechos que parecía como que jugueteaba con ellos a bruñirlos y darles un brillo de ébano que destellaba con el sol. Se valían de muchas artimañas para pescar. El caso era no venirse a casa con las manos vacías. Sabían, por ejemplo, que con la hierba de dormir peces podían cobrar buenas piezas. Primero había que ir a buscarla a la selva; era una planta de hojas alargadas que semejaban la vaina de un puñal: finas por la punta y casi cortantes por los bordes. Había que buscarla cuidadosamente pues no era fácil dar con ella. Con un puñado de estas hojas bastaba para hacer una buena pesca. El método era muy sencillo: se machacaba aquel amasijo vegetal sobre una piedra y se dejaba que la espuma verde lechosa se fuera extendiendo por el agua del río como una cortina silenciosa que narcotizaba a los peces, por eso la llamaban la hierba de dormir... Aquella pintura verdosa que iba río abajo tenía un efecto mágico: al cabo de unos minutos era cosa de ver cómo los peces afloraban flotando, igual que pedazos de corcho, con los ojos extraviados y dando bocanadas como si les faltara el agua para respirar, teniendo como tenían todo el río para ellos. El resto era muy fácil: bastaba con irlos cogiendo, envolverlos en hojas de plátano y cargar con la mercancía hacia el poblado. Era como la pesca milagrosa del Evangelio. A mí siempre me regalaban algún pececillo que llevaba como un tesoro apretado contra el pecho, dejándome impregnado el vestido de un fuerte olor a mar e ilusión.

Lo malo era cuando no encontraban la hierba, como era el caso. Entonces ponían en marcha el plan alternativo y pensaron que yo era su recurso infalible para poder pescar este día. Por eso insistían tanto.

«Adiós, abuela, me marcho con ellas...» Las mayores me cogieron en volandas y me llevaron camino del río, mientras mi abuela repetía a voces una retahíla de consejos para que fuera buena y no me metiera en lugares peligrosos...

Cuando el viejo Boriló salía a pescar era mucho más discreto. Entre otras cosas porque lo hacía de madrugada, al mismo tiempo que el sol y allá, en la soledad del mar, podía gozar de la vista que le ofrecía el horizonte encendido en púrpuras y cómo se iba tornasolando a medida que pasaban las horas, hasta convertirse en un azul purísimo. Era el momento ideal para pescar, situar la barca al poniente y lanzar la atarraya antes de que el sol apretase, porque los peces con el calor se hundían como plomos y no volvían a aflorar hasta la madrugada siguiente. El viejo Boriló lo sabía y por eso se echaba al mar antes que ninguno con la discreción del pescador solitario.

Pero los tiburones no. No se hundían; se quedaban espiando entre dos aguas, girando y girando sobre el fondo del abismo. El viejo Boriló no les temía. Eran ya muchos años de verse cada día a la misma hora, y la fuerza de la costumbre hacía que entre ellos se respetasen como viejos vecinos. «Los tiburones y yo somos buenos amigos, nena...», me decía. Por eso se adentraba más que los otros en las aguas, allá donde la tonalidad del mar empezaba a oscurecerse. «Los peces todavía están durmiendo cuando yo llego —comentaba en aquellas charlas del atardecer a la puerta de su casa—, y entonces los atrapo, porque no ven la red..., ¿eh, Jandi? ¿qué te parece?»

Ya casi llegando a la orilla del río me dijo Sogo: «Mira, Jandi, hoy no hemos encontrado la hierba de los peces, por eso tienes que ayudarnos...» Yo la miré sin entender exactamente lo que me quería decir: «Pero si yo no tengo nada para pescar...» Sogo y las otras chicas se partían de risa: «Dice que no tiene nada para pescar...» De golpe se puso seria, se plantó delante de mí y trató de explicármelo sin rodeos: «Jandi, a ver si te portas como una niña buena, porque si no, hoy nos vamos a quedar sin comer, ¿comprendes?» Yo dije que sí con la cabeza, aunque seguía sin entender lo que me pedía.

El día más triste de mi vida fue cuando me enteré de la desaparición de mi bisabuelo. Al volver del colegio noté que mi madre tenía los ojos de haber llorado: «Es el viejo Boriló, que no sabemos nada de él. Se fue a pescar y ya hace dos días que le esperan...; seguro que está muerto».

Me dejé caer sobre la cama y por mi mente empezaron a desfilar los felices días de mi infancia pasados en Ilale, cuando niña: las tardes de historias y aventuras a la puerta de su casa, los reniegos de mi abuela, el grupo de chavalas con las que iba al río; aquella chica, Sogo, que se parecía a Nefertiti y me dijo: «Anda, nena súbete a esa piedra y aprieta...», todo, absolutamente todo, se me estaba volviendo gris por la tristeza. Cerré los ojos y vi otra vez al viejo Boriló con su cesta de mimbre rebosante de peces («que te van a morder, nena») y el sol brillando sobre su piel morena. Aquellas palabras suyas: «Si me ataca un tiburón, será algún joven que no me conoce...», ahora me parecían proféticas. Y poco a poco su imagen se me iba difuminando en un azul grisáceo como si huyera hacia el fondo del mar...

Sogo empezó a perder la paciencia, cansada de que no le entendiera. Se esforzó por decírmelo más claro todavía: «Mira, Jandi, tienes que hacer una cosa muy sencilla: tú te subes a esa piedra, aprietas un poco y haces caca, ¿vale?»

Así, sin rodeos. O sea, que se trataba de subir a una de las piedras del río, apretar el vientre y hacer de ella un retrete improvisado y al aire libre, nada más. Realmente parecía sencillo, pero todavía no veía la relación entre el fruto de mi vientre y su pesca.

«¿Tengo que hacer caca?», pregunté sorprendida para saber si era exactamente "eso" lo que se me estaba pidiendo. «¡Pues claro, guapa! ¿cómo nos vas a ayudar si no?», me respondió.

Ellas necesitaban una niña pequeña como yo. Una niña que todavía no tuviera excesivamente desarrollado el sentido del pudor, y que el hecho de subir a una piedra y ensuciar el río no fuera un trauma más allá de la simple curiosidad por ver lo que pasaba después. «Es que ahora no tengo ganas...», no se me ocurrió decir otra cosa, además de ser la pura verdad. «¡Lo que nos faltaba!», exclamó otra que tenía el pelo endrino y la tez acharolada. « Bueno, no te preocupes Jandi, cuando te vengan nos avisas. Ahora nos vamos a bañar».

Aunque la mañana era espléndida e invitaba a retozar en el agua, Sogo tenía mucha prisa, así que me dijo muy enfadada: «Venga, Jandi, hazme el favor de subirte a esa piedra y ponte a cagar». La miré con ojos atónitos. Salí del agua y en cueros, como todas estábamos, me fui hacia la roca y comencé a trepar por ella. Las chicas me contemplaban expectantes. Me situé, más o menos, donde me indicaba; miré en derredor desde este trono improvisado, de pie, como una estatua. Oí a mis espaldas su voz autoritaria: «Agáchate y aprieta, porque hoy nos vamos a quedar sin comer por tu culpa, guapa». Estaba muy asustada: «¡Me voy a caer!», dije sollozando. «No, no te vas a caer. Tú agáchate y aprieta, no seas miedica».

Estaba metida en una trampa sin escapatoria posible: por un lado el río, por el otro las muchachas; no me quedaba más remedio que obedecer. Me puse en cuclillas y desde allí, agachada, el río Ilale me parecía un mar inmenso, azul y ancho, muy ancho, que iba y venía de las montañas al mar y del mar a las montañas, lejos, atravesando selvas impenetrables como las que me había contado el viejo Boriló. A mis pies el agua era transparente. Veía peces de formas y colores diferentes que nadaban sigilosos bajo la sombra de mi cuerpo agazapado. Sogo me preguntó un poco inquieta: « Jandi, ¿cómo va eso?» Yo, que en ese momento estaba concentrada en mi trabajo, sólo le pude responder en medio del esfuerzo: «Bieeennn», e inmediatamente se produjo el milagro: un chapoteo increíble de peces frescos brotó justo en la vertical de mi sombra. Un chapoteo que había aparecido como por ensalmo y que jamás se me hubiera ocurrido atribuir a ese último esfuerzo mío. Pero ellas sabían que esto iba a ocurrir y por eso estaban llenas de risas, de agua y de alegría: ¡hoy también habría buena pesca!

Fue entonces cuando Sogo se plantó de una zancada en lo alto de la piedra aquella, tomó mi cara entre sus manos negras, y con un beso y una sonrisa blanca de diosa de ébano me dijo: «¡¡Muy bien, Jandi, así se hace!! Y este pez tan bonito que he cogido es para ti: te lo has ganado».

Aquel pez de plata que me regalaron en tan especial ocasión y todavía guardo esculpido en el recuerdo me reveló un pequeño gran secreto, y es que, a pesar de los pesares, la vida es bella.

© Pedro Sanz Lallana 2000
Blog de Pedro Sanz

(Relato participante del II concurso "Amadís de Gaula")

 

Pedro Sanz 

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