Pedro Sanz

relato

Don José, alias "Parrita"

(En recuerdo de aquel pobre que hubo en Covaleda por los años sesenta)

Le hizo una seña con el pulgar para que le rellenara el vaso. Victor, el Vicma, torció la jeta y le recordó:

—Que con éste van tres, Parrita.

—Y a ti qué te importa —le contestó con mal gesto —. Tú sirve y calla —el Vicma disimuló como que no le había oído y enseguida volvimos a la conversación—. Pues como te iba diciendo, el saber leer es lo más grande de esta vida. Ni el dinero, ni las mujeres, ni el vino... —mientras iba contando observé sus dedos cuarteados de mugre—; eso de poder abrir un libro y enterarte de lo que pone, eso... no tiene precio. Y...

Volvió el Vicma con una frasca de vino tinto y le llenó el vaso hasta los bordes. Se fijó en que no me servía y me preguntó:

—¿Es que tú no bebes?

—No, gracias, paso.

Me miró con un poco de compasión:

—Que aquí no estamos jugando a las cartas, coño... ¡Bebe, que te invito!, —mientras me palmeaba la espalda—. Y que con los libros no tienes tiempo de aburrirte. Aunque sea la guía de teléfonos. Porque lo peor que puede ocurrirte en la vida es no saber qué hacer con el tiempo muerto; te reconcomes por dentro dándole vueltas a la cabeza: te lo digo yo que de eso sé un rato.

Se aplicó el vaso a los labios con toda la delicadeza de sus manos torpes y uñas negras. «Aggg, qué bueno sabe este vinillo, ¿verdad? Calienta el estómago». Se limpió los labios con el puño de la chaqueta.

—Después de los libros no hay como el vino, chaval —y volvió a palmearme la espalda—. Ya ves qué ironía: las dos cosas que más aprecio en este mundo y me fueron, precisamente, prohibidas durante diez años... —me miró achinando los ojos—: los que anduve preso —y arqueó la frente áspera de arrugas como señalando sorpresa—. ¿Tú sabes lo que es un penal? No. ¡Qué coño vas a saber si eres un crío! —Y dejó caer pesadamente la mano sobre la mesa.

—Parrita —le dije medio en broma para corregir su error—, que tengo veintiún tacos.

—¿Y eso qué es? Nada. Un chaval. ¿Y estudios?, ¿qué estudios tienes?

—Acabo de sacar las oposiciones.

—¿De qué?

—De Magisterio.

—¡Contra! Ahora resulta que eres maestro escuela como yo! ¡Chócala! —y me ofreció su mano temblona, renegrida y aceitosa que yo estreché con un poco de aprensión.

Todas las mañanas lo encontraba sentado en el banco de piedra que hay en la plaza junto al bar, a esperar que el sol y el vino le caldearan el estómago lo suficiente como para salir del letargo nocturno y empezar su ronda diaria de pordiosero. Hacía años que andaba limosneando de puerta en puerta sostenido por los vecinos y perseguido por los perros. Era don José, alias el Parrita. Tenía la piel color humo, la calva cetrina, la mirada triste y la ropa concienzudamente arruinada.

—Todavía conservo el título de maestro que me dio el Ministerio de Instrucción Pública firmado por el excelentísimo señor don Manuel Azaña —me dijo—. ¿Lo quieres ver? Te lo voy a enseñar. Lo llevo siempre conmigo en un canutillo de metal desde que salí de la trena. Gracias a que me lo guardó una mujer... Espera.

—Deja, Parrita, no te molestes.

—Pero si no es molestia, ¡ya ves! Espera. —Se puso a hurgar en el fondo de unas alforjas viejas que escondían los restos de su biografía canalla, el baúl de sus miserias—. ¿Tú sabes quién fue don Manuel Azaña? —me preguntó mientras removía un amasijo de cachivaches.

—Sí, claro —le respondí—: fue el presidente de la república...

—Ex-ce-len-tí-si-mo señor presidente, joven —me corrigió recalcando las palabras—. Excelentísimo..., no lo olvides. Pues ahí está su firma. ¿Y sabes por qué lo mataron?

—¿Lo mataron? —le pregunté sorprendido de su mala información—. Yo creía que se había ido al exilio... —Parrita me interrumpió antes de que concluyera la frase.

—¡Exactamente! Pues eso, como si lo hubieran matado. Nos mataron a muchos, chaval, en aquel treinta y seis —concluyó tajante—. Mírame —y se ahuecó los faldones de la chaqueta para mostrarme un cuerpo enclenque cubierto de suciedad— a ver si esto es vida. Nos mataron, de verdad.

Me fijé en su cara. Parecía estar cincelada a golpe de desencantos; olivácea, con trazas de haber sido arrastrada por todos los caminos de la indigencia y el abandono. Pero mantenía un porte erguido, el gesto didáctico y amplio como el de los maestros antiguos.

—¡Contra! No lo encuentro. No sé dónde se habrá metido ese maldito título.

Rebuscaba con insistencia por los rincones de las alforjas. Y empezó a sacar alguna de las ruinas que almacenaba, sedimentos de una vida hecha de miseria y desamparo: cabos de vela, un vaso de plástico rojo, un Lazarillo deslomado, iluminado con lamparones de aceite, periódicos viejos que le servían de manta...

—Déjalo, Parrita, que te creo.

Cesó en la búsqueda y tiró con rabia las alforjas al suelo que sonaron como un cadáver al desplomarse; luego se volvió hacia mí:

—¿Ya tienes plaza?

—Sí, en Soria capital, en un colegio público.

—¿Colegio público los llaman ahora? ¡Ya ves! Nosotros decíamos escuela —me corrigió con ironía—. Y os dirán profesores ¿no?

—Sí, de EGB.

—¡Qué estupidez! —Se rió con desgana—. ¿A quién se le pudo ocurrir semejante disparate?

—Supongo que al ministro de turno.

—Y supones bien, porque todos ellos no son más que un atajo de asnos. ¡Aaas-nooos! —reafirmó la voz con sendos golpes de nudillos en la mesa. Luego se quedó mirando al vacío, tomó el vaso y le dio un par de sorbos ruidosos.

Yo fui maestro en Deza —añadió—. ¿Conoces el pueblo? Entonces era un villorrio destartalado y en cuesta. Monte áspero, seco, pero con una pequeña vega que traía de todo. Y una fuente abundante en la parte de arriba. Tomé posesión en septiembre del treinta y cuatro —¡madre mía lo que ha llovido!— , y estuve allí hasta que... hasta que la...

El Parrita se quedó suspenso, cortado, recordando algo que le hacía perderse en el tiempo, como si de pronto le hubieran abandonado las ideas, las palabras. Le ayudé a salir de aquel atolladero:

—Hasta que llegó la guerra, ¿no?

—Eso es, la guerra... —reaccionó como si regresara de muy lejos—: no te puedes imaginar la ilusión que tenía cuando llegué a aquella escuelita, ¡ya ves!, con sus dos edificios y sus letreros en el dintel: Escuela de Niños - Escuela de Niñas, levantados en pura roca sobre unas cuevas que servían de bodega al tío Raimundo, con un patio trasero abierto a las eras, al monte, a la vida. Cuando me dio la llave el alcalde y entré por primera vez en aquellos sesenta metros cuadrados sembrados de mesas, bancos y tinteros, me vino un olor a tarima recién fregada y a niño que no he vuelto a sentir en toda mi vida.

Hizo una pausa. Se le aborrascó la mirada y al fin exclamó:

¡Mi vida! Cómo lo iba a sentir si nada más llegar al pueblo me la arruinaron los muy cabrones —las palabras le salían lentas, feroces—. Tan sólo dos años me duró la alegría en Deza. Pepita, la maestra de niñas, hizo que fueran intensos, sin tregua, con un amor que me llegó así, sin verlo venir, dividido entre ella y los muchachos, porque lo nuestro fue amor del bueno: incluso llegamos a hacer planes para el futuro... ¡Ya ves! Después de ella, ninguna más, ¿para qué? —se pasó la mano por la cara dando un respingo. Luego se me acercó como si quisiera hacer una confidencia—: Me sabía los nombres de todos los chavales y los reconocía por la voz...

Y las tardes de los jueves íbamos de correría por el monte hasta un castillo que hay en lo alto de un picacho: una vieja torre mora de vigía, y desde allí observábamos la vega, espiábamos el vuelo de los abantos que pasaban a nuestros pies; recogíamos plantas que examinábamos buscando sus nombres latinos en una Enciclopedia... ¡qué te voy a decir!: yo era maestro las veinticuatro horas del día. Pero todo se me fue al carajo por la maldita guerra.

Se hizo entre nosotros un silencio de ésos que dicen pasa un ángel. Parrita aprovechó para dar otro tiento al vaso que lo dejó prácticamente vacío. «Aggg, esto sí que está bueno, ¿eh?»

—Me acusaron de rojo. ¡Ya ves! A mí, por decir que nuestra madre era la república, que nos alimentaba, protegía y daba los medios para hacernos hombres de provecho. Y que esa bandera tricolor que había colgada a la entrada era la nuestra y se le debía un respeto... ¡Ahí tienes mi delito: hablar de respeto! —Hizo otra pausa y apuró las dos gotas que quedaban en el fondo del vaso—. ¿Sabes tú de qué color es la bandera republicana? —me preguntó interesadísimo.

—Parrita, por favor, que no soy un...

—De acuerdo. ¿Y cuál te gusta más? —Se arrepintió al instante de la pregunta—. ¡Bah, déjalo! Me meto donde no me llaman. No me hagas mucho caso. Soy un cascarrabias.

—Yo, la verdad..., eso de las banderas no me...

—Ya te he dicho que lo dejes. —Hizo una breve pausa—. Pues me detuvieron por rojo. Me metieron en un cuarto oscuro donde guardaban sacos de patatas, que decían era la cárcel, y allí estuve una semana detenido sin que me acusaran de nada en concreto. Pepita, mi novia, vino llorando para que me soltaran, que no había hecho ningún mal a nadie, que sólo enseñar a los niños... Pero el cabo le dijo muy azorado que su hijo le había informado de que un día yo había dicho... ¡juegos de palabras! —se rió para sus adentros—: ya ves qué acusación más grave: "que yo había dicho..." El niño se llamaba Fernandito: un chico torpón, inocente y tímido, de los que te encontrarás a montones en cuanto empieces a ejercer; a todos les gustaba la historia de España y yo les contaba cómo habían llegado primero los iberos, luego los celtas y que se juntaron formando los celtiberos, o sea, nosotros... Eso de la historia les encantaba. Y cuando me pedían explicaciones sobre temas de religión yo les decía que no, que eso eran cosas del cura, que le preguntaran a él... Que nosotros éramos laicos, les dije. ¡Je, je, je! Ése fue, precisamente, uno de los cargos que esgrimió el sargento: que me declaraba laico... ¡Qué pedazo de burro!, si sabría él lo que significaba esa palabra. Un día me paró el cura en la plaza, frente al ayuntamiento, y va y me pregunta:

—¿Cómo es que el señor maestro no pisa la iglesia?

Y yo le respondí con toda la tranquilidad de mis veinte años:

—¡Porque no me da la gana! El meticón de don Rosendo se quedó pálido porque nadie le había llevado nunca la contraria, así que... no volvió a dirigirme la palabra. Porque yo era un maestro, no un clérigo. Desde entonces me la tenía jurada. Y en el treinta y seis me buscó la ruina, el bueno del cura. Ya me lo decía Pepita: «Haz como yo, guarda las apariencias». Pero yo, que no; que nadie me podría apear de mis convicciones... ¡ya ves!

Y no me apearon. Los padres de mis alumnos, con los que tanto había congeniado y bebido en la taberna, no vinieron a defenderme, como es lógico, se jugaban el pescuezo si hablaban con un rojo como yo que se había confesado laico. Los chavales sí, los oía gritar a lo lejos para indicarme que estaban allí, que no me habían abandonado: «Señor maeeestro», y yo por la voz los reconocía: éste es el Roque, este otro, el Carlos..., y me sentía muy aliviado con su compañía.

«Cumplo órdenes», fue todo lo que me dijo el sargento de Deza cuando me llevaron a su despacho, un cuartucho destartalado en el que habían plantado una enorme bandera roja y gualda, para darme noticias de mi traslado, «y tengo que llevarle detenido a Soria». ¿De qué se me acusa?, le pregunté. «De rojo», me respondió escuetamente, molesto por mi descaro.

—Julio del treinta y seis: ¡qué días de calor! Como quien dice acabábamos de empezar las vacaciones. Pepita y yo habíamos hecho planes de casarnos, de marcharnos por San Sebastián de luna de miel..., ¡ya ves! Si nos hubiéramos ido antes del pueblo... Pero todo se fue al cuerno por esos militares traidores..., fascistas. Lo primero que hicieron fue echarme del magisterio. Luego, en el juicio que tuve en Soria, sin abogado defensor ni nada, me acusaron de todo lo que les dio la gana. Si alguien dice que yo había matado al Cid, van y se lo creen los muy cretinos: fue una farsa. Y aún el fiscal, un alférez remilgado y medio maricón me dijo que yo era peor que un asesino porque envenenaba las mentes de los niños con ideas revolucionarias y anticlericales... ¡ya ves! La de sandeces que tuve que oír en aquellos juicios sumarísimos. Pero cuando me dijeron que quedaba expulsado del magisterio me derrumbé y lloré amargamente: no me importaba ir a la cárcel, padecer hambre y fatigas, pero el no poder enseñar..., eso fue peor que una puñalada trapera. Fue mi muerte.

—¿Y no pudiste hacer nada después? —le pregunté tímidamente para mostrarle mi solidaridad, mi interés por su causa.

—¿Hacer? ¿Qué puede hacer un preso si no es pudrirse en la cárcel?

—Ya, claro —le respondí—. ¿Te tuvieron en Soria mucho tiempo?

—No. Sólo al principio de la guerra. Después fui rodando de penal en penal a medida que avanzaba el frente hasta que di con mis huesos en Alicante. Como no tenía delitos graves no me hicieron consejo de guerra, pero tres veces me dieron el paseíllo simulando un fusilamiento en las bardas del cementerio. En la primera me ensucié en los pantalones y los muy cerdos se reían de verme temblar como una hoja. A pique estuve de morir de miedo.

Aunque no todo fue malo en el penal de Alicante, porque allí conocí al gran poeta Miguel Hernández, junio del cuarenta y uno. ¡Qué versos encendidos, qué declamaciones en el patio de la cárcel, qué tardes de poesía militante...! Allí fue donde noté lo que era la verdadera solidaridad. Lástima que se lo llevara la muerte tan temprano, como dejó escrito en uno de sus poemas. Me llamaba " su amigo". «Amigo José —me decía—, mira a ver si me puedes hacer este pequeño favor...»

Parrita se quedó hurgando en el recuerdo de sus días alicantinos mientras contemplaba con desolación el vaso vacío.

—Ponle otro —le dije al Vicma, que nos escuchaba desde la puerta.

—¿Otro?

—Sí, hombre. Y algo de comer: escabeche, aceitunas..., lo que tengas. Y no le cobres. A mí me pones una cerveza.

Parrita seguía ajeno, con el vaso en la mano.

—Sabes aquellos versos que dicen:

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre.

Escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla

hielo negro y escarcha

grande y redonda...

—Sí, la he leído muchas veces.

Él siguió recitando pausada, hondamente los versos hasta llegar a:

Tu risa me hace libre,

me pone alas...

Se detuvo de golpe:

—¡Contra!, ya se me ha olvidado: me pone alas... —insistió— ¡Qué calamidad! Conste que me la sabía de memoria...

—No te preocupes, Parrita, que yo la he leído más de veinte veces y todavía no me la he aprendido.

—Me hago viejo. ¿No la tendrás por casa?

—Creo que sí.

—Déjamela, por favor. A ver si la recuerdo...

Le miré fijamente y le dije:

—Te voy a regalar el Cancionero completo, Parrita.

—No, no, no; —rechazó vehemente mi oferta, casi en tono ofendido; luego se llevó la mano a la barbilla y añadió— aunque me harías el hombre más rico del mundo. Miguel Hernández, qué buen camarada, y su mujer, la pobre, tan pálida, tan triste, viendo cómo se le morían los dos: el esposo y el hijo.

—Fue una verdadera pena.

—Una tragedia:

Adiós, hermanos, camaradas, amigos,

despedidme del sol y de los trigos...

dejó escrito en los ladrillos de la celda justo antes de morir, marzo del cuarenta y dos.

El Parrita se quedó arrugado, retraído en sus recuerdos. Y en esto llegó el Vicma con la pitanza.

El sol de mayo, en la plaza de Covaleda, calienta la piel y el corazón de las gentes.

El sol de mayo a mi amigo Parrita le caldeaba los recuerdos de cuando fue hombre, aunque no recordara los versos de Miguel.

© Pedro Sanz Lallana 2001
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