Pedro Sanz

novela

El triste fin de La Cabrejana
(anexo a la segunda edición de Muerte a mano airada)

Con este anexo quiero satisfacer un deseo repetidas veces planteado por algunos lectores de la primera edición de Muerte a mano airada —aunque reconozco que para ellos será ya un poco tarde—, que me apuntaron una sugerencia muy interesante; me dijeron: «Muy bien, ahora sabemos que el tío Melitón murió de mala manera, pero... ¿y qué fue de su mujer, la Cabrejana? Cuéntalo».

grabado irlandés del siglo XIXDe acuerdo. No hay cosa que peor me sepa que dejar una pregunta en el aire, o una duda sin resolver, así que inmediatamente me puse manos a la obra y empecé a buscar fuentes que pudieran darme alguna información al respecto. Y la cosa me resultó relativamente sencilla, porque sin salir del círculo de mis amigos y parientes di con tres versiones distintas del mismo suceso que me parecieron de mucha sustancia, porque venían a resumir las posibles andanzas de la Cabrejana en la última etapa de su vida, con la fortuna añadida de que proporcionaban una visión verídico-legendaria de unos hechos que coincidían en lo esencial, aunque discreparan en lo accesorio. Quiero decir que los tres relatos me gustaron mucho, sin descartar la posibilidad de que existan otras versiones, otras anécdotas más o menos verosímiles, más o menos precisas, de las que no puedo hacerme eco porque sería interminable.

Justamente las leyendas se nutren de datos como éstos en los que se entreveran realidad y fantasía, sucedidos y comentarios que se van cimentando con el paso del tiempo aunque no respondan a los hechos cabales, que son los únicos que cuentan para los historiadores. No es nuestro caso, porque lo que nos interesa de verdad es rescatar del silencio la leyenda que nació con la aparición de estos dos personajes: el Melitón y la Cabrejana, protagonistas ambos de episodios rayanos con lo increíble, y satisfacer la curiosidad de los lectores que desean tener noticia de cómo fue el final de esta mujer, completar el relato de su vida desgraciada dejando constancia de lo que pudieron ser los últimos días de Francisca García.

He de confesar que siempre he sentido por la Cabrejana una conmiseración extraña próxima a la pena, al perdón. Tal vez sea porque cuando escuchaba a mi padre contar en aquellas largas tardes de invierno los hechos trágicos que quedan dichos en los capítulos anteriores, recuerdo que yo trataba de vivirlos desde el lado de los "malos", de los perdedores —todo el mundo lo decía y don Nicolás, el cura, el primero, que yo era un niño "hecho de la misma piel del diablo"— , y esto hacía que me brotara en la conciencia una sensación de lástima al ver a la pobre Cabrejana como una mujer apaleada, una desdichada, la víctima de un hombre despiadado y cruel que encontró en ella la compañera ideal, voluntaria o por fuerza, para cometer todo tipo de desmanes; sentimiento el mío que choca diametralmente con la opinión de buena parte de mis convecinos que piensan justamente todo lo contrario, es decir: que ella era la mala, la asesina, y Melitón, simplemente, un desgraciado que le seguía la cuerda.

No me interesa polemizar sobre su personalidad criminal o sus miserias —aunque ciertamente no era una hermanita de la caridad—, pero lo que sí parece probable es que la mala vida llevada por la Cabrejana al lado del Melitón condicionó que el final de sus días fuera el colofón de sus desgracias, la síntesis de su malandanza, como aseguran los que me lo contaron.

Dice el refrán que el que se casa en Covaleda mujer y mula lleva... Y debía de ser cierto, porque las hembras de mi pueblo siempre han tenido fama de ser mujeres esforzadas y muy trabajadoras, que ni el frío ni la nieve, las distancias o el peso del fardo jamás les ha hecho retroceder. Tampoco he de ir muy lejos para encontrar ejemplos que confirmen el dicho pues en mi propia familia existe la prueba: tengo oído a la gente que la conoció, que mi abuela Basilisa estando preñada de mi padre fue capaz en pleno invierno de llevar a hombros una gamella —imaginad un artefacto hecho de un tronco de haya ahuecado a base de azuela y paciencia—, monte arriba, pasar el pico de Urbión, e ir a venderla por las Viniegras, que ya son parte de La Rioja, para volver con una saca de hogazas de pan como fruto de la venta y poder celebrar las Navidades con cierta abundancia...

grabado irlandés del siglo XIXAsí eran las mujeres de mi pueblo, pero la Cabrejana, además de tener una enorme mala fama ganada con su vida montuna, llevaba el añadido de ser forastera y, por fuerza, peor mirada que el resto, de manera que todo apuntaba a su favor para ser la más odiada; por esta misma razón tuvo que recluirse en su casa durante un par de meses a raíz de la muerte del marido y dejar pasar la marea de rencor que se desató contra ella. Era una mujer marcada, maldita, y la única alternativa que le quedaba era huir, salir callada, discretamente del pueblo para esconderse en algún otro lugar donde nadie la conociera.

Y como lo pensó, lo hizo; porque las tres versiones coinciden en que la Cabrejana fue a buscar refugio en Montenegro, pueblo soriano ubicado en Tierra de Cameros, al otro lado de la sierra de Urbión, enclavado en esa comarca huertana que se adentra por Villoslada en La Rioja. Estas tres versiones a las que me refiero, justicia es decirlo, se las debo a Andrés Cámara, Albano Yubero —mi primo y alma gemela— y a los hermanos Antonio y Marcial Mateo, todos ellos de Covaleda, a quienes agradezco vivamente las molestias que se han tomado para poder cumplir con mi empeño.

Las tres parten de un tronco común, esto es: la huida de Covaleda y su ocultación en Montenegro de Cameros, pueblo que quedaba fuera de las correrías del Melitón por estar situado en la otra vertiente de la sierra. Supongo que la mala fama de los forajidos también llegaría hasta allí por boca de algún arriero que anduviera de paso y contara al amor de la lumbre los últimos sucedidos de muerte y violencia acaecidos en los montes vecinos, dejando a la imaginación de cada cual el dibujar sus caras renegridas y toscas maneras, lo que daba una gran ventaja a la Cabrejana para poder fijar allí su primer refugio sin temor a ser descubierta.

Dicen que la mujer salió de Covaleda al alborear una espléndida mañana de primavera aprovechando que las nieves ya empezaban a dejar francos los caminos del monte y saber, porque alguna vez se lo contara su marido, que el acceso a Montenegro le sería muy fácil a través del puerto de Santa Inés, paso abierto entre el pico Tres Cruces y la Peña Negra, a casi dos mil metros de altura, que en invierno resulta prácticamente infranqueable por las montañas de nieve que acumula. La pendiente de bajada del puerto es abrupta, no hay más que ver cómo se despeñan los arroyos monte abajo crecidos por los deshielos primaverales, obligando al caminante a abrir sendero e ir tanteando el terreno con una buena vara para no hundirse en los ventisqueros de las umbrías que guardan la nieve hasta bien entrado el verano.

Si alguien la vio partir aquella mañana, nadie pudo reconocer a la Cabrejana en aquel bulto negro que avanzaba a paso firme, enfundada como iba en un grueso mantón de paño, polainas de piel de cabra en las piernas para evitar que se le congelaran los pies, y un tapabocas en el rostro que apenas si dejaba verle los ojos. Subió al raso de Bocalprao y allí tomó el conocido camino de peregrinos que por La mina del médico lleva a la ermita de la Virgen de los Modorios —de los Lomos de Orio, en realidad— en Villoslada, santuario de gran veneración entre las gentes de mi pueblo. No se detenía ni miraba hacia atrás: siempre caminando con una terquedad obsesiva. Avanzada la mañana dejó a la izquierda los parajes de la Laguna Negra y el monte Zurraquín para llegarse a las puertas del pueblo de Santa Inés, atravesar el Revinuesa y seguir, a paso firme, hasta alcanzar la cresta del puerto; al sol de medio día pudo contemplar desde lo alto el impresionante valle de un verde intenso en cuyo fondo se recoge el pueblo con un esmero bucólico, casi virgen. Aprovechó los restos de una tocona para sentarse y darse un respiro. Deslió el tapabocas de la cara, sacó de un mugriento fardel un mendrugo de pan y un trozo de tocino que llevaba como viático y comió con parsimonia para reponer fuerzas y poder iniciar el descenso, con menos fatigas que a la subida, eso sí, pero teniendo muchísimo cuidado para no caer y rodar monte abajo, salvar el tupido sotobosque de acebos, robledales y pino albar que crece en la ladera, bordear el arroyo que baja del puerto y buscar los pasos más accesibles; ella era una experta andariega y nada le arredraba, así que se puso manos a la obra y a la caída de la tarde ya se encontraba junto al puente de piedra que queda justo en la entrada del pueblo; entonces sintió una extraña alegría, como si de repente se viera a salvo de la terrible amenaza que le había empujado a dejar su casa; se detuvo un momento y pensó que, como no conocía a nadie en el lugar, la posada le resultaría el sitio ideal para llegarse y pedir ayuda. Al cura no, ni se le ocurría suplicar caridad porque ella no era mujer de iglesia y las sotanas le daban una grima tremenda; en cambio, en la posada encontraría fuego con que calentarse y respuestas a la pregunta de si había alguien que tuviera noticia de unos pastores de Cabrejas que estuvieron hace tiempo por estas tierras, al trasmonte, cuidando unas merinas, entre los que se encontraban unos sobrinos suyos..., que si sabían algo de su paradero; y la posadera, que probablemente sería una buena mujer, se apiadaría de ella al verla desgreñada, pobre y empapada de andar todo el día por entre la nieve, en el monte, le diría que se sentara al fuego y tomara un plato de sopas de leche mientras le daba señas de sus parientes. Sí, la idea de acudir a la posada le pareció excelente e infundió unas esperanzas infinitas, aunque enseguida le asaltó una duda: «a lo mejor ya se han marchado los hombres a otras tierras y vete tú a saber dónde están».

Optó por tentar la suerte y se plantó en la puerta de la posada. Cuando vio al trasluz recortarse la silueta de aquel espanto en el quicio de la puerta, la Marcelina se quedó en suspenso con el cuchillo panadero en una mano y la hogaza en la otra, sin poder seguir cortando las migas que preparaba en ese momento para cuando llegaran los arrieros de Viniegras o Canales de la Sierra, que seguramente vendrían a cenar antes de que cayera la noche. La miró con cierto recelo y le dijo:

—¿Quería algo?, —sin imaginar a quién se dirigía; y luego, como arrepentida de no ser más acogedora con ella añadió—: pase usted, señora —señalándole el paso franco con un gesto amplio de la mano que sostenía el cuchillo.

El saludo desconcertó a la Cabrejana. Quedó como aturdida, allí en medio de la puerta, sintiéndose observada por la posadera y unos viajantes que charlaban animadamente arrimados al fuego; avanzó un paso vacilante y volvió a detenerse mientras lo escrutaba todo tras la rendija que le dejaba el tapabocas con sus ojos chiquitos y trataba de sacar conclusiones: de entrada, era la primera vez que alguien le llamaba "señora", y esto la desconcertó mucho porque no estaba acostumbrada a semejantes cortesías, ni que nadie le invitara a pasar teniendo un cuchillo en la mano, aunque fuera el de desmigar la hogaza. Estaba aturdida, acobardada. Nunca antes le habían dejado traspasar el umbral de una casa con palabras tan amables; al contrario, siempre había sido rechazada como una perra sarnosa: «Fuera, largo de aquí».

—No se quede en la puerta —insistió la Marcelina tratando de ser cortés—, venga a la lumbre, buena mujer.

"Buena mujer", aquello empezaba a sonarle de perlas; su instinto no le había fallado una vez más: la posada era el sitio ideal para encontrar ayuda. En un momento de decisión se deslió el tapabocas y avanzó con paso firme hacia el centro de la sala que quedaba ocupada por cuatro grandes mesas de pino con banquetas a ambos lados para atender a los huéspedes; un gran hogar al frente donde hervían ollas de hierro sobre trébedes de forja y brillaban algunos cobres; en la chimenea, clavados a modo de gavilanes, ganchos para sostener las lumbreras de tea; percheros junto a la puerta hechos con patas de corzo disecadas en forma de "ele" y cornamentas de ciervo, candiles de aceite en cada esquina y un vasar donde se veían porrones y todo el ajuar propio del comedor de una venta. El techo era alto, de vigas vistas barnizadas de hollín, interrumpido en parte por un corredor que daba acceso a las habitaciones, y el suelo de gruesa baldosa roja, castellana, buena para soportar los fríos y los barros.

Se aflojó los nudos que ataban el manto y asomó una cabeza pequeña, menuda, como si saliera de una topera. «Qué diferencia en el trato de esta gente», pensó la Cabrejana, y se le vinieron a las mientes los recuerdos de los últimos insultos y amenazas con que le saludaron sus vecinas cuando trató de poner un pie en la calle a poco de la muerte de su marido; esto la acobardó tanto que se vio obligada a vivir como una comadreja, oculta sin poder ver la luz del sol durante dos meses. Pero en este instante se sentía mejor, como si fuera otra persona, viva, natural, distinta.

—Que Dios se lo pague —dijo en un susurro, sin levantar la cara del suelo.

—¿Mande? —le preguntó la otra que no le había oído bien.

Cuando la tuvo delante, al pronto, la Marcelina pensó que se trataba de una gitana vieja o una pordiosera, de las pocas que solían llegar por aquellos pagos en fechas tan tempranas; pero la timidez y el tono de voz que apenas si se dejaba oír, más bien le inclinaron a pensar que se trataba de una pastora soriana perdida por la sierra de Urbión.

—No es de por aquí, ¿verdad? —le dijo la posadera tratando de entablar conversación con la recién llegada.

La Cabrejana guardó silencio. No tenía por costumbre hablar con extraños, ni con nadie; estaba hecha a grandes silencios y a rumiar sus pesares en la más absoluta soledad. Todo lo contrario de la Marcelina, que si de algo se vanagloriaba en este mundo era el de ser una gran conversadora por gusto o por fuerza, dado que a todos los que pasaban por su casa había algo que decir y ella siempre trataba de ser amable.

—No —respondió secamente al cabo de un rato.

La posadera retomó el hilo de sus reflexiones mientras se sacudía unas migas que se le habían prendido al delantal:

—No se preocupe, señora. Acérquese a la lumbre. Si se espera un poco, le sacaré un vaso de leche para que caliente el estómago.

Los viajantes habían dejado la conversación ante la llegada de la forastera y observaban a la extraña mujer con un ademán sospechoso. Uno de ellos hizo un gesto con la cabeza, se levantaron y se fueron. La Cabrejana dejó escapar un profundo suspiro. Se sentó justo en el borde del banco, casi sin tocarlo, recogiéndose las sayas con un gesto de pudor. Por ahí, sí; por ahí podían ganarle fácilmente la voluntad porque en este momento tenía dos cosas que le apretaban en extremo: frío y sed. El trozo de tocino y el mendrugo de pan era lo único que había probado desde que saliera de Covaleda hacía más de doce horas, y ahora un buen vaso de leche caliente le era muy tentador. Mucho. Por eso musitó de nuevo como si fuera una jaculatoria:

—Que Dios se lo pague, señora.

La posadera desapareció por un largo pasillo que daba a la cocina, de donde llegaban voces, aromas excelsos de pan recién horneado y caldo de verduras que perfumaban todo el salón. «¡Ay!», volvió a suspirar la Cabrejana dejando paso a un mutismo oscuro, como oscuros eran su cara y sus pensamientos. De repente echó hacia atrás el mantón que le cubría y dejó ver su perfil aguileño, enjuto y negro. Aflojó las polainas y las colocó discretamente a su lado; a esas horas ella era la única ocupante del comedor; en el hogar ardían troncos de roble formando un confortable ascuarrero que templaba toda la posada; le cabrillearon las llamas en las pupilas bruscamente dilatadas por su estado de ansiedad. Tendió las manos hacia el fuego para calentarse. De la cocina venían canturreos y alguna que otra risotada; de pronto apareció la Marcelina llevando un tazón de leche humeante y un pedazo de pan que olía a añoranza de hogar.

Al verla, le brillaron los ojos como dos centellas al tiempo que se le dibujaba una sonrisa lo más parecida a una mueca. La posadera se llegó a su lado y sin perder el buen tono le dijo:

—Venga: ¿quiere que se lo tinte un poco con café de puchero?

Francisca daba la sensación de que estaba saliendo de sí misma como un caracol de su concha. Habló con más nitidez:

—No, gracias.

Le arrimó una banqueta para que hiciera las veces de mesa y se lo dejó todo frente a ella; la Cabrejana miró con avidez aquel suculento banquete que tenía a la vista sin atreverse a tocarlo, como si le estuviera prohibido.

—Coma, no le de vergüenza.

La otra alzó los ojos nublados por una lágrima:

—No tengo con qué pagar... —dijo tan quedamente que se le quebraron las palabras en la garganta.

La posadera hizo un gesto como de no haber oído y la dejó sola.

—Ahora vuelvo.

Vencida la timidez, se inclinó sobre la banqueta y comenzó a desmigar lentamente el trozo de pan sobre la taza; acabada la ceremonia, tomó el cuenco entre las manos y empezó a acometerlo a grandes cucharadas mostrando una avidez casi infantil, relamiendo la cuchara en cada bocanada para no desperdiciar ni una gota. Al notar la leche caliente templarle el estómago, sintió que le volvía el ser a su cuerpo, que le tornaba el calor al alma, una chispa de felicidad a su pena. Realmente estaba deliciosa aquella leche de cabra ensopada con hogaza casera. Volvió a pensar: «¿Y ahora qué haré? No tengo con qué pagar», y es que confiaba que alguno de los sobrinos que suponía andaban por allí le iba a ayudar en estos primeros trances, en las primeras necesidades. La Marcelina volvía canturreando de la cocina, contenta:

—¿Qué, ya hemos acabado? —y se restregó las manos con insistencia como si fuera a quitarse unos guantes imaginarios. La otra sonrió con una timidez mal disimulada de labios cortantes y encías desportilladas.

—Gracias. Sí. Yo venía en busca de unos parientes...

No se equivocó la Cabrejana al suponer que la dueña de la posada sería buena gente. Lo era de verdad. Se había quedado observándola atentamente, como solía hacer con todos los forasteros recién llegados mientras se hacía una idea general de su personalidad y procedencia: una mano en la barbilla y con la otra recogiendo un pico del mandil que escondía en el pliegue de la cintura. Era la Marcelina una mujer de unos cuarenta y tantos años, fuerte, coloradota, tetuda, que lucía un airoso moño entrecano en lo alto de una cabeza bien plantada; además hablaba a voces con una campechanía adorable. Y no sabía por qué, pero a Francisca le dio la impresión de que esta mujer tenía que tener muy buena mano para curar jamones y hacer sabrosas cecinas con las patas de los corzos. Además, no se le apeaba nunca la sonrisa de la boca.

—¿Parientes, dice? ¿Qué parientes?

Entonces la Cabrejana empezó a abrirse, a desgranar unos recuerdos pasados, justo cuando su marido anduvo en la cárcel, porque unos vecinos de Cabrejas con los que se topó en Soria le dijeron que sus sobrinos estaban por la raya de Montenegro con las merinas del Eusebio, su cuñado, que se las había vendido a un rico de Villoslada y estaban contratados como pastores a sueldo...

—Y como me he quedado viuda recientemente, ¿sabe usted?—insistió en tono lastimero—, pues venía en busca de estos parientes para juntarme con ellos, hacer de madre, porque ya no tengo a nadie más en este mundo, fíjese, señora, a mis años...

Dejó escapar un sollozo de conmiseración que a la Marcelina desarmó por completo. Aunque ésta no fuera la verdadera razón de su venida a las tierras de Cameros, al menos le servía de coartada eficaz y buena disculpa para presentarse así, con las manos vacías, en la posada.

—A lo mejor usted tiene alguna noticia de ellos —añadió, suplicante.

A la posadera se le abrieron un poco las abundantes carnes de su alma y de su cuerpo al oír semejantes lamentos. Ya sospechaba ella que se trataba de una pobre mujer, y por eso mismo no podía negarle el techo, aunque fuera entre la hierba del pajar...

—Pues no lo sé, pero que yo sepa por aquí no hay más pastores que los del pueblo. A veces llegan algunos trashumantes en verano, pero ahora no es tiempo; seguramente se hayan marchado para otras tierras... En la zona de Neila hay mucho pastoreo: allí pudiera ser que los encontrara.

La desolación se dibujó por segundos en la cara de la Cabrejana como si hubiera perdido toda esperanza de vivir. Aquella mala noticia no hacía más que agrandar el negro pozo de sus desdichas. Marcelina notó su abatimiento y le faltó tiempo para añadir:

—Pero no se preocupe, que yo le daré cobijo durante los días que sea menester hasta que usted decida qué hacer; mientras tanto, me puede echar una mano en la cocina, o cuidar de los cerdos a cambio de cama y plato. Sin muchos lujos, eso sí, pero limpio...

Francisca notó un súbito calor en el rostro. Aquellas palabras de la Marcelina tenían la rara virtud de devolverla a la vida. Creía haber entendido a la dueña que, con sobrinos o sin ellos, podía quedarse en la posada, vivir a resguardo lejos de Covaleda. La miró con ojos traspasados de emoción. ¿No era mucho más de lo que esperaba alcanzar cuando tomó la determinación de huir? En fin, estos avatares de la vida deben de ser lo que los sabios llaman "la fortuna", y ella, a estas alturas, la había conocido ya de todos los tamaños y colores, aunque las más de las veces mala y negra.

—Le quedaré eternamente agradecida —dijo, respetuosa.

—Nada, nada, hoy por ti, mañana por mí —respondió la otra.

Y fue cuando la forastera rió con franqueza por primera vez.

Se sucedieron unos apacibles días de prueba que permitieron a la Cabrejana instalarse en una confortable rutina que consistía en levantarse de buena mañana, aviar el gallinero, echar la comida a los cerdos, limpiar las cuadras y barrer la entrada de la posada. No hablaba más que lo imprescindible y procuraba dejarse ver lo menos posible por la casa: en la discreción, pensaba ella, estaba su salvación. Y así pasaron unas semanas de grato acomodo, hasta que una mañana la posadera llegó alborotando la casa con las últimas novedades:

—Francisca, me han dicho en la carnicería que andan buscando una mujer para el lavadero de lanas que hay en el pueblo. Que una se ha puesto de parto y necesitan dos manos. Tal vez te interese. Dicen que pagan en moneda corriente, así que si quieres..., porque yo dineros ya sabes que no te puedo dar.

La Cabrejana vio los cielos abiertos cuando oyó la oferta de trabajo que le traía la Marcelina pues le suponía volver a disponer de su destino, de sus brazos, ganar un sueldo y vivir honradamente sin tener que depender de la caridad ajena. Desde luego ya daba por perdido el encuentro con los sobrinos pastores, pero a estas alturas no le importaba demasiado, porque al fin y al cabo reconocía que todo ello había sido una excusa oportuna a la que se había agarrado para salir de Covaleda y salvar el pellejo; ahora que se sentía a salvo no lo quedaba más remedio que ponerse a trabajar en serio y por cuenta ajena. Le dijo interesadísima:

—¿Dónde tengo que ir?

Aquella misma mañana se llegó hasta los lavaderos que quedaban en la otra punta del pueblo, a las fueras, justo en un recodo del río, y pidió al encargado que le diera el empleo anunciado en la carnicería porque lo necesitaba de verdad, que se lo pedía humildemente, por amor de Dios.

—¿Te lo ha dicho la Marcelina?

—Sí, claro, la de la posada, me ha dicho que buscan gente para lavar...

El encargado la miró con curiosidad:

—Aunque eres forastera —insistió para hacerse valer—, si lo dice la Marcelina no me puedo negar. Venga, desde hoy mismo ya puedes empezar.

El de lavandera era un oficio durísimo, poco apreciado por la gente, teniendo en cuenta los nueve meses que por allí suele durar el invierno, porque llegaba un momento en que las manos no eran más que un amasijo de carne y reúma. Pero a ella no le quedaba más remedio que ganarse el pan con dignidad y disponer de un discreto rincón donde vivir pagado con el sudor de su frente. Así que allí se quedó, recibiendo las primeras instrucciones de su nuevo oficio, que no eran muchas.

Con estos mimbres empezó a tejer su nueva vida la Cabrejana en Montenegro, mostrándose sumisa, silenciosa, sacrificada, aunque a veces, en las disputas del lavadero, sacaba a relucir las uñas de la mujer huraña y violenta que había sido en su etapa anterior. Y cuentan las crónicas que todo fue bien porque se limitaba a ir del trabajo al casullo que alquiló al herrero, y viceversa, de manera que nadie podía decir nada malo de su conducta, sino todo lo contrario, alabar a esa callada mujer que nunca se quejaba de nada aunque le sangraran las manos cuarteadas por el frío. De esta forma tan simple y sin tacha pasaron dos años de la vida de la Cabrejana en paz y gracia de Dios. Mucho parecía haber cambiado en su carácter la antigua cuatrera.

Pero la dicha nunca es completa en la casa del pobre. Y así sucedió que una mañana de julio del año 1880, un carretero de Covaleda llegó al lavadero de Montenegro con una hermosa carreta llena hasta arriba de mechones de lana fruto del esquileo de las merinas del concejo que, con la llegada del verano, todos los años solían hacer.

El carretero se llamaba Blas, hombre parlanchín y buena gente que después de descargar la carreta y echar un pienso a los bueyes se acercó hasta la posada para trasegar unos tintos riojanos y comer lo que se terciara. Y fue allí donde la posadera, Marcelina, le informó de que era raro el que no se hubiera topado con una medio paisana suya que trabajaba en el lavadero, que aunque natural de Cabrejas había estado casada con uno de Covaleda... Y ahora era viuda, la pobre.

—¿Una paisana mía que trabaja en Montenegro? —se preguntó el Blas con cara de asombro haciendo memoria—. ¿Y cómo dices que se llama?

—Francisca, me dijo... —le respondió la Marcelina.

—¿Que es viuda y de Cabrejas? —insistió el hombre.

—Exactamente. ¿Pasa algo?

El carretero se quedó pensativo durante unos segundos mientras rascaba con ahínco las púas de una barba crecida y espesa. Se dio un golpe en la frente y exclamó:

—No me digas más: ésa tiene que ser la Cabrejana.

—Eso mismo dijo. Así la llamaban.

Blas cayó en un silencio raro que le subía del bajo vientre estrujándole las tripas. La posadera le miró perpleja pensando que a lo mejor había hablado demasiado y para mal.

—¿Ocurre algo malo? —le preguntó asustada.

Él la miró ausente, como si regresara del otro mundo:

—¿Que si ocurre? —respondió con amarga ironía el carretero—. ¡Menuda zorra es!

—¡Cuernos de luna! —exclamó desconcertada.

A la Marcelina aquello le pilló por sorpresa y le corrió un repentino sudor frío por el espinazo.

—¿Pues? —añadió la mujer con el alma en un ¡ay!

—Pues que es la mayor criminala de toda la comarca. Eso ocurre.

—¡Jesús! ¿Pero qué dices?, hombre de Dios, si es la mejor mujer que he visto en mi vida: trabajadora, callada...

El carretero sonrió con una compasión dudosa:

—¿Trabajadora y callada? ¡Cómo os ha engañado a todos! Vete a Covaleda y pregunta por ella, entonces verás la clase de mujer que es.

La posadera se mordió la lengua por no seguir preguntando. ¿Cómo era posible que se le hubiera colado tan taimadamente una zorra en su gallinero?, se preguntaba. ¿No estaría exagerando el arriero? Intentó interrogarle para que le aclarara un par de cosas, pero cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. El Blas salió como una flecha camino del lavadero para buscar a la Cabrejana y decirle a la cara dos verdades que en vida de su marido no se había atrevido a escupir, por miedo. Lo más suave que pensaba llamarle era «puta y asesina», a la cara, como suena, y si se ponía brava, le iba a medir las costillas con la vara de fresno que tenía junto al carro.

Llegó al lavadero dando voces:

—A ver, ¿dónde está la Cabrejana?

Todas las mujeres que andaban por allí se alborotaron como si de repente se hubiera declarado la peste.

—Aquí no está, ¿para qué la quieres si puede saberse? —le preguntó una de ellas.

Daba la puñetera coincidencia de que en ese momento la mujer no estaba allí porque había ido a llevar una bala de lana al almacén del ayuntamiento, pues era la única del grupo que se atrevía a portar semejante fardo ayudándose con una simple tela a modo de moñete sobre la cabeza. El de Covaleda empezó a vociferar y a mentar la madre de la ausente con unas palabrotas que iban subiendo de tono, tanto que llegaron a oídos de la propia Cabrejana que, ya de vuelta, entendiera que aquellas amenazas e insultos que salían del lavadero se referían a su persona; y lo que colmó el vaso de su miedo fue el oír la última razón del arriero:

—En mi pueblo no hay otra mujer más criminala que ella, ¿lo oís? —y luego dirigiéndose al encargado como si le amenazara—: su marido mató a un amigo mío que se llamaba Lerín, un buen hombre, casado y con familia, de un hachazo por la espalda..., así, a traición, ¿te enteras?, y ella era su compañera, la que le azuzaba el odio, la mala, la traidora.

—Algo había oído, Blas, de ese crimen —le decía el otro tratando de calmarle—, pero no podía suponer que esta mujer se hubiera venido a esconder en nuestro pueblo..., ¡si lo llego a saber la deslomo a palos!

—Eso no es una mujer, hombre. Eso es un mal bicho, te lo digo yo.

—Ya, ya —el encargado, comprensivo.

—Un bicho malo, lo juro por Dios. Y os ha engañado a todos.

Al oír las blasfemias que siguieron a las voces, la Cabrejana intuyó que un peligro inminente se cernía sobre su cabeza; afortunadamente para ella, conservaba intacto un agudo instinto de protección desarrollado en sus días de monte, y ahora le estaba advirtiendo de una forma clara que «era tiempo de fuga». Sabía que estaban hablando de ella y no tenía ni un minuto que perder en reflexiones peregrinas. Así que se dio media vuelta y fue directamente a su choza con el apremio de quien sabe que se puede jugar la vida en un momento de duda; abrió de un portazo el casullo, arreó con los cuatro trapos que tenía guardados en una especie de arcón de haya, el dinero ganado durante estos años que escondía en un cofrecito de latón y abandonó el pueblo sin tiempo para nada, sin despedirse de nadie: con la sola idea de huir, salir de allí antes que los de Montenegro empezaran a hacerse preguntas y trataran de lincharla en medio de la plaza pública como hacían antaño con las brujas. Maldita sea la suerte suya, ahora que la vida empezaba a sonreírle, que tenía un trabajo estable aunque fuera duro, otra vez la fortuna se revolvía contra ella, le era esquiva. «¿Qué mal he hecho yo a nadie durante estos años de exilio? —se preguntaba—. ¿Es que estoy condenada a tener que huir para siempre? ¿Es ésta mi maldición hasta que muera?», se dijo mientras salía envuelta en una resignación despiadada.

grabado irlandés del siglo XIXTomó la senda que va hacia Villoslada por un atajo del monte, al otro lado del río. No podía ir por el camino de carros porque corría el riesgo cierto de que alguien la reconociera y diera la voz de alarma. Debía poner tierra de por medio en absoluto silencio, sin dejar huellas, como una loba acosada. Afortunadamente era tiempo de verano y dormir en el monte no le suponía ningún contratiempo. No temía a las fieras, sólo a los hombres. Aprovechó la fresca de la noche para caminar sin descanso. Hizo dos o tres altos en el camino junto a otras tantas fuentes, y a eso del amanecer avistó el pueblo. Se detuvo para estudiar la estrategia a seguir en esta ocasión y pensó que, como tenía dinero suficiente para pagarse un asiento en la tartana que hacía todos los días el trayecto entre la capital y Montenegro, podría tomarla como una pacífica ciudadana sin levantar sospechas. «¿Y si me reconoce alguien que vaya en ella?», se dijo. Rechazó este mal pensamiento porque supuso que sólo las mujeres del lavadero y poca gente más estaría ahora al corriente de sus anteriores andanzas por boca de Blas; en todo caso en la tartana irían viajantes que les importaba un pepino saber la vida y milagros de sus compañeros de viaje. Así que esperaría pacientemente en las inmediaciones de la venta a que llegara la hora para tomar un asiento, dispuesta a correr este riesgo menor porque sabía que ésta era la forma más cómoda y veloz de salir de allí sin dejar rastro.

Mientras tanto, se ocultó en una teina que había en las inmediaciones y aprovechó para vestirse con sus mejores galas: la saya negra que guardaba para los domingos, el pañuelo de colores a la cabeza y los zapatos: debía evitar levantar sospechas si se presentaba mal vestida. Tiró el mandilón de rayas negras y azules que le delataba como lavandera y las albarcas que usaba a diario. En la faltriquera escondió el dinero, recogido en un pañuelito, bien atado con cinco nudos. De pronto sintió un hambre atroz y decidió ir a comer un bocado a la venta y, de paso, pedir información sobre la hora de salida hacia Logroño. Llegó como una sombra pegada a las paredes, mirándolo y escudriñándolo todo; observó que nadie prestaba la más mínima atención a su presencia. La gente entraba y salía de la venta ocupada en sus quehaceres. Esto hizo que le naciera una confianza firme de que todo le iba a salir bien, aunque no debía bajar la guardia. El pañuelo de flores le ocultaba el rostro que mantenía bajo, y no descubrió ni siquiera cuando pidió un tazón de leche que bebió con avidez, de pie, junto a la puerta; una moza de buen ver atendía a los viajeros: era evidente que no la conocía porque no le dijo nada, ni saludarla siquiera; le preguntó por el precio del billete que pagó en el acto y volvió a salir sigilosa hacia la trasera de la casa a esperar que fuera la hora de partir.

Con el estómago reconfortado le vinieron agradables pensamientos de coquetería, proyectos de futuro: ¡qué ilusión viajar como una señora en calesa tirada por hermosos caballos! Cierto que llevaba en las manos las huellas del duro trabajo en el lavadero y en la cara todos los aires de la sierra, pero eso no quitaba que se considerara tan respetable y hermosa como cualquier repulida señorona de la capital; allí haría negocio; le habían quedado las manos huesudas y sarmentosas, con uñas cuarteadas y de color nazareno, pero en ciudades tan grandes como Logroño nadie se preocuparía de sus manos, lo único que interesa en estos lugares es la cartera bien repleta y espabilar rápidamente para poder vivir bien con poco esfuerzo. Todo se reducía a una maldita palabra: dinero. Se palpó la faltriquera para comprobar que el suyo estaba a buen recaudo. Calculó que los primeros días se dedicaría a buscar casa y trabajo lo más honrado que pudiera, si lo había, aunque se avendría a lo que fuera pues desconocía los usos que gastaban las gentes de la ciudad; ella, que había pasado media vida en el monte y otra media en el agujero de su chabola, estaba preparada para soportar lo peor.

La diligencia procedente de Montenegro se anunció en el pueblo con un claro tintineo de cascabeles que la Cabrejana venía oyendo desde hacía rato. Llegó puntual, como le había informado la moza; cuando la vio de cerca, dedujo que se parecía mucho a la Rubia de Covaleda. El gañán que la conducía frenó junto a la venta levantando una ligera polvareda que apagó el campanilleo de los collarones; escaló por la escalerilla posterior y empezó a bajar bultos y cajas que portaba en la baca dejándolos amontonados junto a la puerta de la casa, e inmediatamente se puso a dar voces para que subieran los pasajeros con destino a Logroño: «¡Vamos, que nos vamos», repitió por tres veces. La Cabrejana apareció como por ensalmo en un costado del carruaje y se encaramó por la portezuela derecha en busca de asiento. Se topó con cuatro compañeros de viaje que ya se le habían adelantado en el pueblo de procedencia: un señor gordo con cara de tratante, un chico joven que tenía aspecto de seminarista, una señora enlutada que se enjugaba una lágrima de vez en cuando, y una guapa morena tocada con amplio sombrero que parecía ser mujer de algún indiano por los collares y pedrerías que ostentaba. La Cabrejana se colocó discretamente junto a la portezuela dejando un espacio libre entre la señora enlutada y ella. No saludó ni dijo nada: simplemente se colocó en el rinconcito de su asiento y cruzó modestamente las manos sobre el regazo. Los cuatro miraron por un instante a aquel insólito personaje y se olvidaron de ella. Casi a punto de arrancar llegó sofocado un individuo de cierta edad que subió al carruaje de un empellón provocando un balanceo inesperado y la consiguiente alarma en Francisca, porque se le quedó mirando fijamente durante unos instantes. «Éste me conoce», pensó y le entró un ligero temblor. Pero no, no era a ella a quien miraba, sino que el buen hombre estaba calculando cómo instalar su oronda humanidad en el asiento que quedaba vacío justo al lado de la Cabrejana, que reculó aplastándose contra la madera permitiendo que el otro pudiera ocupar su plaza con un suspiro de alivio; el susto se le fue definitivamente cuando oyó decir al cochero:

—Venga, señor sacristán, que nos retrasamos.

El hombre saludó cortés a los presentes:

—A la paz de Dios.

—Buenas —dijeron los otros. La Cabrejana no abrió la boca; se limitó a recomponerse el pañuelo sobre la cabeza ocultando aún más el rostro.

En el cruce de miradas inevitable en lugar tan reducido, sus compañeros de viaje pudieron comprobar que aquella huraña mujer lucía un aspecto extraño de señora mayor con sus sayas negras y el pañolón florido en el pelo; había tenido el gran acierto de ponerse los zapatos que le regalara un día la Marcelina, casi nuevos, y sólo usaba en las grandes solemnidades como el Corpus, etcétera, que le daban un aire muy distinto al que solía llevar de ordinario cuando trabajaba en el lavadero. Nadie la hubiera reconocido si la viera así, bien vestida. Ella normalmente gastaba albarcas que confeccionaba con rara habilidad, llegando, incluso, a vender algunos pares por encargo de sus vecinas. La albarca era un calzado muy útil para andar entre animales o por el monte.

—¡Vamos, que nos vamos! —gritó por última vez desde el pescante el cochero, y la tartana empezó a moverse con su traqueteo campanillero habitual, camino de la capital.

«¡Qué agradable sensación esta de viajar en coche!», pensó al ver desfilar por el hueco de la portezuela las hileras de chopos que sombreaban el camino. Le vinieron a la memoria los recuerdos de sus viajes a Soria, años atrás, cuando estuvo en la cárcel su hombre por culpa de envidias ajenas. El viajar por placer era un lujo que sólo se lo podían permitir los ricos; ella, en cambio, lo hacía por absoluta necesidad... Se arrebujó contra el asiento sin atreverse a levantar la cabeza dejando que pasara el tiempo; más adelante ya se decidiría a retirar el pañuelo y espiar disimuladamente a sus compañeros que, para su felicidad, guardaban un discreto silencio evitando preguntas engorrosas y respuestas comprometedoras; luego pensó: «me han dicho que al caer la tarde estaremos en Logroño, voy a descabezar un sueñecillo...», y se quedó traspuesta mientras le venían a las mientes detalles de la noche azarosa que había pasado en el monte hasta dar con la venta de Villoslada.

A la Cabrejana todo le pareció enorme al llegar; por ejemplo, el Ebro; éste era un mar comparado con el Duero que ella conocía; el puente de piedra, medieval, por el que habían transitado miles de peregrinos era otra cosa muy distinta al Puente Soria que cruzaba en sus idas y venidas a las cuevas que tenía en el monte; además, las murallas, antiquísimas; las iglesias, las casas, los carruajes: todo era enorme. La misma ciudad, con sus veinte mil habitantes, aparentaba ser el doble que Soria.

Rica le pareció, también, la ciudad a la Cabrejana, con sus calles bien empedradas, la fábrica de tabacos, las grandes bodegas repletas de cubas en hileras interminables; hasta tenían la fortuna de contar con un general, Espartero —que hacía poco había puesto firmes a los carlistas—, entre sus hijos ilustres...

En el Mesón de Postas le dijeron que no lejos de allí podría encontrar una casa de huéspedes muy adecuada y muy decente para ella.

—Yo quiero una cosa sencilla, mire usted —le comentó la Cabrejana a la señora que le estaba informando—. Algo de poco dinero.

La otra la observó con aire sospechoso:

—Pues hay unos garitos de realquiler aquí a la vuelta que... —le dijo con cierto desgarbo—, pero no se lo aconsejo, señora, los suelen frecuentar mujeres de mala vida, usted ya me entiende...

—Ah, bueno. Muchas gracias, señora, miraré a ver.

Y qué le importaba a ella que lo frecuentaran mujeres de mala vida. Peor vida que la que había llevado ella no la había en el mundo entero. Lo único interesante es que fueran baratos.

Como no tenía bolsa ni ajuar que acarrear, se fue en busca de los garitos pecaminosos y no tardó en toparse con ellos, por pura casualidad, pues no había letreros ni indicación alguna que los anunciase.

—Perdone, señora: ¿es aquí donde alquilan habitaciones? —preguntó con educación a una potranca más pintarrajeada que un loro, que en ese momento asomaba medio cuerpo por una ventana baja mientras fumaba un puro de respetables proporciones.

La Lunares la miró de arriba abajo con un descaro ofensivo. Dio una intensa calada y con el desparpajo propio de las de su clase le dijo:

—¿Te manda alguien o eres nueva en el oficio? —arrastrando cansinamente las palabras al hablar.

La Cabrejana no entendía las intenciones de aquella rabanera:

—¿De qué oficio? —le preguntó arrugando la nariz.

La Lunares se fijó en el rostro de la advenediza y enseguida dedujo que era tontería seguir preguntando:

—Déjalo, ya veo que eres nueva. Sí, aquí es.

Se alegró de haber acertado de una forma tan rápida y pasó directamente al asunto:

—¿Dónde está la encargada de los cuartos que se alquilan?

—La encargada de los cuartos se llama Paquita —le dijo la otra—, o sea: la Francisca, pero la dueña la tienes delante. ¿Qué se te ofrece?

—Alquilar una habitación... —la Cabrejana al hablar quería dar un tono de persona educada, tímida, que a la Lunares se le antojó de una candidez extrema, hasta el punto de que llegó a enternecerla; no era frecuente que se le ofreciera una mujer tan simple, tan ignorante de la vida mundana como la que veían sus ojos; de ordinario le tocaba lidiar con zorrones viejos que tenían más tiros pegados que el propio general Espartero.

—¿Traes dinero, guapa? —le dijo con una dulzura artificial, postiza.

Aquello de "guapa" a la Cabrejana le sonó como dicho al desgaire, y ya empezaba a cansarle tanto interrogatorio:

—Lo suficiente —respondió cortante—. ¿Hay habitaciones o no?

—Pasa, mujer, pasa y no te enfades... —le dijo mientras le señalaba con la brasa del puro la puerta que quedaba justo al lado.

Se encontraron en una especie de recibidor destartalado que olía a orín de gato y humedad. La casa era un triste edificio de dos plantas repartidas en habitaciones que se comunicaban mediante pasillos con una escalera central. En la planta de abajo se alojaban las fijas, siendo la primera a la derecha la puerta de la Lunares, que era quien administraba los alquileres y realquileres o, dicho de otro modo, celestineaba y controlaba el negocio consiguiendo prostitutas de baja condición, y sin familia, que explotaba como una negrera y distribuía en las habitaciones de la casa a su antojo, según fueran de su agrado, más cerca o más lejos.

De la Cabrejana se podrá decir todo lo que se quiera menos que era tonta, y enseguida se dio cuenta de la situación. Ella no era una puta en el sentido estricto de la palabra, pero en las circunstancia tan extremas en que se encontraba estaba dispuesta a todo; tan sólo dependía de como se le presentara la vida para tirar por un camino u otro: el del bien o el del mal, y no descartaba ninguno.

La Lunares se lo dijo sin rodeos:

—Si te metes a puta, yo me llevo un tanto de lo que cobres, ya lo sabes, porque a ver, a fin de cuentas la responsable soy yo, para lo bueno y para lo malo. Y es como si pagaras un alquiler, o sea, por la cama y todo eso. ¿Entiendes?

Era de una lógica aplastante y reconocía que tenía que ser así. Ella le miró con ojos de comprenderlo sin reservas.

—Ya me lo suponía.

En realidad se lo estaba poniendo muy fácil y goloso, como si la dueña estuviera vivamente interesada en que aceptara el empleo.

—¿Qué? Tú decides —y se la quedó mirando con los brazos en jarras.

La Cabrejana bajó los ojos y vio sus manos amoratadas; recordó por un momento los fríos pasados lavando lana en Montenegro o desollando terneras en las cuevas de Covaleda y, francamente, la posibilidad de ganar un dinero fácil, sin moverse de casa, era algo muy tentador. Lo de vivir como mujer honrada era una monserga que hacía mucho tiempo había olvidado aunque a punto estuvo de conseguirlo en los dos años montenegrinos. «¿Qué es la honradez? —se dijo en un momento en que le dio por filosofar—, ¿pasar hambre, ganar dinero a espuertas, o que te apaleen cada día? ¿Quién es más honrado: el que estafa a un pobre, o el que roba a un rico? ¿Son más honradas las mujeres de iglesia que una desgraciada tirada en la calle sin más recurso que su cuerpo? ¿Es más honrada la barragana del arcipreste que la Lunares, por ejemplo, que yo misma, o cualquiera de las que viven aquí?» Y así estuvo un rato debatiendo sobre si abrazar o no la nueva profesión que le ofrecían y practicaban en aquellas habitaciones de paredes desnudas, con desconchados casi centenarios, que por todo lujo ofrecían un jergón oxidado que crujía a cada movimiento, una tarima sucia con huellas de mil batallas, una jofaina de loza desportillada, un trozo de espejo pendiendo de un clavo... Aquello, desde luego, era lo más parecido a la tumba de la honradez, al hondo abismo de todas las miserias, al hastío de vivir, a ver la vida sin más aliciente que el de pecar cada día.

La Lunares seguía allí plantada esperando una respuesta. La Cabrejana la miró con ojos de un cansancio infinito, como quien está a punto de arrojarse por un precipicio; pero la vida no le ofrecía otra alternativa, otra salida, de manera que le dijo que sí con la mirada.

—Pues muy bien, guapa, la tuya es ésta —y abrió de par en par la puerta de una de las habitaciones que estaba en la parte de arriba—. Aquí tienes la llave.

Tomó posesión de aquella ruina dejándose caer pesadamente sobre la cama. Cerró lo ojos y trató de dormir, vestida, sin querer escuchar más que los latidos de su corazón, que en ese momento lo hacía pausada, quedamente. Debió de quedarse dormida porque le despertó un alboroto de patio de vecinas con risas cascabeleras y voces de mujer. Le llamaron aporreando la puerta —«¡Venga, como te llames, que llegas tarde!»— porque había reunión de pupilas. La Lunares quería convocar un cónclave con todas las ocupantes de las dos plantas para decirles que había llegado una nueva. Era muy mirada en las formas, y prefería hacer la presentación de la recién llegada de manera oficial para evitar celos y enconos prematuros que toda novedad solía suscitar entre las viejas rabizas. Se juntaron arriba, al final de la escalera, que moría en un amplio rellano con salida al desván, iluminada con luz natural por una vidriera tachonada de cagadas de paloma y algún animal muerto. Cuando se juntaron todas, en zapatillas, mal vestidas, desgreñadas, con los tiznes de los ojos desparramados por la cara, aquello parecía un cuadro viviente de la lastimosa condición humana que pudiera haber pintado Goya en el mejor momento de sus esperpentos.

—Os presento a una nueva... —dijo la oficiante señalando a la Cabrejana.

Todas la miraron de arriba abajo con gestos de indiferencia o desprecio mal disimulado. Seguía con la saya negra y el pañuelo caído sobre los hombros. Se había alborotado ligeramente el pelo para despegarlo del cráneo y dar un aspecto más mundano, menos triste.

—¿Y tú cómo te llamas, cariño? —le abordó una mujerucha de edad indefinida que parecía ser si no la más vieja, sí la más ajada.

—Francisca García, me dicen —respondió la Cabrejana en un tono comedido tratando de dominar su natural brusco tapizándolo con un velo de timidez, aunque en su fuero interno calculó que en un par de meses iban a saber quién era ella de verdad.

—¡Huy, te llamas como ésta! —añadió una tercera señalando a una bajita que tenía cara de loro, carnes magras, pelo de esparto y uñas negras, figura en su conjunto que le haría pasar fácilmente por ahijada de Satanás.

—Pues ya te puedes olvidar de ese nombre, guapa, —le dijo la aludida sacando a relucir toda su bilis— porque Pacas sólo hay una, y aquí mando yo.

La Lunares la fulminó con la mirada:

—¡Baja esos humos —le cortó con desprecio—, gurruñaca!, ¿habráse visto?, que sólo sirve para llevar agua y paños cuando se le manda y acaba de nombrarse madama de esta casa así porque sí. Últimamente se te está yendo un poco la boca por demás, Paca...

La aludida se quedó como arrugada, sin saber por dónde salir:

—Perdona, Amparo —que era el verdadero nombre de la Lunares y no se atrevió a usar el apodo—, pero no puedo consentir que una recién llegada me quite el nombre de guerra por las buenas después de treinta años de oficio... Que una tiene su dignidad...

—¡Vaya con la Paca! —le dijo mordaz—, ahora nos sale con que tiene dignidá —recalcando la última palabra con especial ironía mientras se golpeaba el muslo de un manotazo—. Pues sepan ustedes que esta señorita o señora, o lo que sea —y volvió a mirar a la Cabrejana—, no ha abierto la boca desde que ha llegado aquí y ya le habéis puesto de chupa de dómine a mis espaldas, que os he oído cuchichear por los pasillos. Ya sabéis las normas de la casa: quien no esté de acuerdo, a la puta calle. Así que, aliviando...

Se hizo un silencio sepulcral. La Lunares dio un vistazo en rededor, brazos en jarras, y pudo comprobar que sus palabras habían surtido un efecto demoledor entre el personal; les había hecho clavar la mirada en el suelo, como cuando se reprende a alumnas díscolas que no atienden a razones; y ahora que había quedado bien asentada su autoridad entre las subordinadas podía seguir con el tema:

—A ver: ¿cuál va a ser tu nombre de guerra?

—Ni soy señora, ni señorita —dijo la Cabrejana con mucha propiedad tratando de relajar la tensión acumulada en el ambiente—, yo soy una pobre viuda necesitada, nada más, y he venido buscando ayuda porque estoy sola en este mundo, no sé si podéis comprenderme... —miró con ojos de perro apaleado al grupo y notó que la ansiedad daba paso a un sentimiento de solidaridad para con ella, porque parecía que les estaba hablando con el corazón en la mano, y esto suele ablandar hasta las piedras, sobre todo entre la gente maltratada por la vida cuando descubren sus propias miserias, porque todas tenían alguna razón penosa que justificara su presencia allí, en aquella horrible casa; fue un momento sabiamente explotado por Francisca para hacerse un lugar dentro de esta sociedad limitada, un lugar importante que no vacilaría ni un momento en reclamar cuando fuera necesario, puesto que aquí, como en cualquier otra profesión del mundo, el que mejor chifla, capador, como dice el refrán.

—¡Me vais a llamar Cabrejana —añadió como si dijera una sentencia bíblica—, porque mi pueblo se dice Cabrejas del Pinar, y me acordaré de la madre que la parió a quien lo tome como no debe ser!

De la comprensión pasaron al estupor, incluso al temor, lo que motivó que cada mochuelo fuera a su olivo en desbandada sin decir ni una sola palabra, disolviéndose espontáneamente la reunión. La Lunares se le quedó mirando durante unos segundos como diciendo: «Sí señor, esta mujer me conviene».

Fueron muy duros los primeros días de aprendizaje en aquella nueva industria. Tenía tan arraigado el concepto del pudor —ni ella misma podía imaginar hasta qué punto— que a duras penas pudo deshacerse de él; pero el ejemplo de sus compañeras más encanalladas que empezaban a manifestarle una cierta cobardía respetuosa, las incitaciones a participar en la tarea común con palabras de ánimo, la absoluta necesidad de dinero que tenía, etcétera, le sirvieron de acicate para superar los últimos baluartes que oponía su conciencia pudibunda. La Lunares se encargó de instruirla en los trucos y detalles morbosos del oficio más viejo del mundo, de manera que se ganara bien los garbanzos y le dejara abundantes duros en la faltriquera sin tener que moverse de la ventana; que pudiera seguir fumando buenos puros y ver pasar la vida cómodamente, sin ensuciarse las manos, porque había quedado bien claro que ella era la dueña del burdel y allí no se movía ni un solo dedo sin su consentimiento, amén de llevarse una parte sustanciosa de los beneficios que eran generosamente administrados por su chulo.

grabado irlandés del siglo XIXA base de lavados y cuidados intensivos, la Cabrejana dejó aflorar la mujer que llevaba dentro, porque no era una anciana, aunque lo pareciera cuando se ponía las sayas negras y escondía la cara tras el pañuelo de viuda alegre que había traído; de hecho, era una de las furcias más jóvenes de todo el cotarro luneril. Bastó con ponerse un poco de rojo en los labios, colorete en las mejillas, ahumarse los perfiles de los ojos, quitarse lo chotuno de la piel y vestirse con tonos claros para hacerse pasar por la real moza serrana que nunca había sido.

Y no sé si fue por esto, o por las casualidades de la vida, como cuenta nuestra tía-bisabuela Cayetana que vivió próxima a los hechos que narro, —digo "nuestra" porque es mía y de mi primo Albano, que es quien me lo contó una tarde de monte y caldereta— que un buen día tuvo la bendita fortuna de que el carnicero de Abejar —pueblo vecino de Cabrejas— tuviera que ir a Logroño por asuntos de su negocio.

Gervasio se llamaba el mozo, un solterón empedernido, putero por demás, que no había vez que no fuera a la capital y se volviera sin hacer una o varias visitas a las pupilas de la Lunares. Una serie de purgaciones que le pegara la Vasca y curó con sahumerios caseros no le habían hecho desistir de su costumbre, de manera que ya era considerado un personaje habitual en la casa: «¡menudos lomos de cerdo le trajo una vez a la dueña porque le permitió ciertos excesos con la Panocha!», se llegó a comentar; en esta ocasión y sin encomendarse a Dios ni al Diablo vino dando unas voces tremendas de borracho como colofón de una noche de farra pasada con unos viejos conocidos logroñeses.

—¡Lunareeeees! —gritaba mientras aporreaba la puerta—. ¡Lunares, abre, que soy el Gervasio!

Amparo se asomó asustada por la ventana, porque a esas horas, casi la una de la madrugada, no era momento para vocear y menos decir su nombre a grito pelado, que sonaba en la oscuridad de la noche como una traca de fuegos artificiales.

—Calla, Gervasio, que me buscas la ruina —le dijo ella mostrando unos enormes pechos apenas velados por un ligerísimo deshabillé rosa.

—¡Que abras de una vez! —insistió, tozudo.

La Lunares cerró con violencia la ventana y acto seguido se oyó el chirriar de unos cerrojos. Asomó medio cuerpo y dijo sin miramientos a la compañía que traía Gervasio:

—Vosotros a casa, con vuestras mujeres, que no son horas de alborotar. Sólo pasa éste porque es forastero. Hala, a la puta calle.

Y cerró de un portazo. Las tímidas protestas de los expulsados no fueron suficientes como para doblegar su decisión. Gervasio, una vez dentro del burdel, se sintió acorralado, tímido, sin las voces y los humos de antes, la boina estrujada entre las manos sin saber qué hacer.

—¿Te crees que son horas de venir alborotando borracho como una cuba? ¿Qué quieres, que me cierren el negocio, pedazo de animal? Mas te valdría que fueras a la orilla del Ebro a dormir la mona.

Gervasio quedó seriamente afectado por la regañina, amostazado contra la pared.

—Pero mira, estás de suerte —prosiguió la Lunares— porque tengo una chica nueva para ti; una muy especial, que me parece es de tu pueblo. Puedes pasar con ella la noche si quieres, ya conoces las tarifas... —y le condujo escaleras arriba.

Gervasio se quedó perplejo cuando llegaron al rellano sin entender muy bien la oferta que le hacía la celestina de la casa. Se balanceaba suavemente envuelto en vapores etílicos, y empezó a hacer cuentas de cómo podía ser eso de que hubiera una de su pueblo en Logroño y él sin enterarse.

—A ver, explícate, Lunares —le dijo, gangoso.

Entonces le puso al corriente sobre Francisca, la recién llegada, a la que llamaban Cabrejana por ser de Cabrejas, y aprovechó para exagerar algunos detalles pecaminosos de su nueva pupila que encandilaran al hombre... Al oír lo de Cabrejas, el de Abejar reaccionó como si se le hubieran pinchado:

—¡¿De Cabrejas, dices?! Hip. Me la quedo. ¿Dónde está? Hip.

Y así fue como entraron en conocimiento nuestros paisanos. Lo que pudo pasar aquella noche y las sucesivas, porque Gervasio alargó una semana más su estancia en Logroño haciendo que su negocio fuera casi a pique por al abandono y los gastos extras de aquellos días no previstos, no lo cuenta la tía-bisabuela Cayetana, pero lo cierto es que al cabo de unos pocos meses nos encontramos con la pareja viviendo en Abejar, casados o como diablos fuera, en paz y buena armonía. Y no es de extrañar, porque cosas más raras se han visto.

Dice que todo les fue muy bien al principio: buenas juergas, ropa cara, comilonas sin límite con amigos venidos de lejos, etcétera, porque la carnicería dejaba jugosa sustancia en el cajón que servía para complacer los caprichos caros de la mujer aprendidos junto a la Lunares, que obligó a todo el mundo, por ejemplo, a que le llamaran por su verdadero nombre: Francisca, y la trataran de usted.

Pero una de todo se cansa, incluso de vivir bien, porque después de las juergas y los días alegres vino el hastío y las continuas infidelidades del Gervasio, que pronto se aburrió de ella y empezó a buscar cobijo en nidos ajenos. Aparecieron las primeras trifulcas, broncas sin fin; después vinieron las amenazas, y por último los palos que eran repartidos a partes iguales.

Y la cosa debió llegar a tales extremos que pasó lo que todo el mundo veía venir, porque de otro modo no se explica lo que ocurrió al cabo del segundo año...

Una noche se oyeron unos gritos desacostumbrados procedentes de la carnicería, porque no eran los primeros, aunque sí los más espeluznantes que la gente había oído nunca: unos gritos terribles, blasfemias e insultos que venían de la parte trasera de la casa, allí donde Gervasio solía degollar los terneros, cabritos y demás animales que luego ponía a la venta. De repente los gritos cesaron y sobrevino una calma oscura que más de un vecino interpretó como un mal presagio:

—Malo es que haya tanto silencio... Algo gordo ha pasado en casa del Gervasio.

Y así transcurrió el resto de la noche. Al amanecer, los más madrugadores se cruzaron con un fantasma en forma de hombre que andaba dando tumbos, el cuerpo salpicado de sangre ya negra, cuajada, sobre el blusón blanco, y un brazo toscamente vendado con una toalla. Iba hablando solo, como un loco, camino del cuartel de la Guardia Civil que quedaba junto a la carretera que lleva a Soria.

—Buenas, vengo a entregarme —le dijo Gervasio al guardia que estaba en la puerta. El civil le miró con los ojos como platos al ver a aquel hombre tan sucio, con cuajarones de sangre por todo el cuerpo, herido un brazo y temblando.

Cuando pudo reaccionar, el guardia llamó a voces al cabo que a esas horas debía dormir a pierna suelta soñando con la llegada de un día placentero en un pueblo tranquilo como era el suyo. Hizo pasar al hombre a un cuartucho destartalado que quedaba a la izquierda llamado "cuerpo de guardia", que era como el centro de operaciones del cuartel, donde guardaban en un viejo armero cuatro fusiles de cerrojo, un mapa de la zona pegado con engrudo a la pared, cuatro sillas, una mesa de pino, un botijo y una estufa de hierro. Le dijo que se sentara mientras llegaba el cabo que apareció al poco rato con cara de sueño y un humor de perros debido al madrugón. Pero el gesto lo cambió de repente cuando pudo contemplar a Gervasio con detenimiento que en estos momentos gimoteaba como un niño.

—¿Pero qué te ha pasado, hombre de Dios? —el cabo guardaba cierta amistad con su vecino desde hacía diez años lo menos, y no podía dar crédito a lo que veían sus ojos—. ¿Estás herido? ¿Quién ha sido?

Gervasio contuvo los sollozos para dejar escapar un lamento:

—Mi mujer...

—¿Qué te ha hecho tu mujer? —movió incrédulo la cabeza como tratando de justificar alguna razón oculta que hasta ahora había callado—: ya te decía yo que no era trigo limpio...

Gervasio miró con una pena sombría a su amigo Roberto, cabo de la Guardia Civil, con el que tantas tardes de tute y chuletas había compartido, como si no lo reconociera.

—La he matado...

Se produjo un silencio de estupor, primero, e incredulidad, después.

—Vamos a ver —dijo el cabo abriendo las piernas como para ganar estabilidad—: ¿me quieres decir que tú has matado a tu mujer? —y se quedó con los índices apuntando a Gervasio que le miraba con cara ausente.

Cuando pudo reaccionar, respondió:

—Sí, yo.

La evidencia cerraba toda posibilidad a la duda; a Roberto, el cabo de Abejar, no le quedó más alternativa que reconocer los hechos tal como confesaba el presunto asesino.

—¿Y dónde está el cadáver? —le preguntó ya más calmado, dominando la situación. Gervasio que parecía también más vuelto en sí le respondió con calma:

—En la parte de atrás, en el matadero.

—Muy bien, pues habrá que avisar al juez de Soria para que se lo lleven y tú tendrás que hacer una declaración... ¿entendido?

—Sí.

—Pues venga, empieza.

Uno de los guardias que tenía aspecto de escribano trajo un candil y recado de escribir; se acomodó lo mejor que pudo en la mesa y se dispuso a tomar nota de la declaración que, con el aplomo que le permitían las circunstancias, fue vomitando Gervasio...

 

DECLARACIÓN:

Se presenta en la casa-cuartel de este pueblo el vecino don Gervasio Montes, de profesión carnicero, para declarar ante la autoridad competente que en la madrugada de hoy ha matado a su esposa, Francisca García, a la que algunos apodaban la Cabrejana por ser del pueblo vecino.

Dice en primer lugar que conoció a la finada, o sea, su mujer, en Logroño, en una casa de mala reputación, y supo por ella misma que era viuda de un tal Melitón Llorente, que fuera vecino de Covaleda (Soria) y murió a mano airada en el año de 1878, motivo por el cual tuvo que marchar de ese pueblo y refugiarse en Montenegro, donde trabajó de lavandera durante dos años; pasó luego a Logroño, huyendo de las amenazas de sus anteriores vecinos por las fechorías que hiciera su marido, aunque ella siempre se ha considerado inocente de toda culpa.

Allá en Logroño se casaron a poco de conocerse porque se enamoró perdidamente de ella, confiesa, que le pareció buena mujer, pobre y necesitada de afecto, razón por la cual le propuso dejar la mala vida y venirse a este pueblo de Abejar para formar una familia decente.

Ella accedió de buen grado y aquí se asentaron, al cuidado de la carnicería de la que es propietario el declarante, llevando una vida de buena vecindad, como es público y notorio. Pero con el paso del tiempo descubrió que no podía darle hijos por quedar machorra tras el mal parto que tuviera en su anterior matrimonio, y desde entonces empezó a quererla mal, a buscar alivio con otras mujeres, y por aquí le vino la perdición, porque ella no dejaba de insultarle llamándole "poco hombre" y cobarde, comparándolo constantemente con su otro marido, del que decía que valía mil veces más que él, porque había sido capaz de poner a todo un pueblo a sus pies, o sea, Covaleda, y que las reses no tenía por qué ir a comprarlas a Logroño, que si iba allí era para fornicar con sus antiguas compañeras de oficio, especialmente con una que odiaba a muerte y llamaban la Lunares; que si tuviera lo que había que tener, cogería las reses del monte y las degollaría allí mismo, sin mayor problema, como había hecho el otro...

Que todos los días tenía que aguantar sus monsergas mientras ella no paraba de darle al aguardiente, y las más de las veces iba bebida como una cuba a la cama, y eso le llegó a avinagrar la existencia. Que esta noche pasada le empezó a insultar, borracha perdida, y le amenazó con uno de los cuchillos que él suele emplear para degollar a los cochinos; que no se pudo contener ante los insultos constantes que le decía y le arreó un golpe con el gancho de la cocina; entonces ella se puso muy brava y en la refriega le dio un corte en el brazo con el cuchillo, que bien pudiera haberle matado si no lo desvía con el antebrazo, porque iba directo al corazón; él, al sentir la sangre, se volvió loco y la arrastró por los pelos hasta el tajo que tiene para despiezar las reses, y con la primera macheta que encontró a mano le cortó de un golpe seco el pescuezo. Que no le dio tiempo a decir «Jesús» y allí se ha quedado, muerta, con los ojos abiertos.

Declara que no se arrepiente de lo que ha hecho, porque al fin han encontrado la paz los dos: ella y él.

Abejar, año de 1884.

© Pedro Sanz Lallana 2002
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Comentario de Muerte a Mano Airada (2ª edición)

 

Pedro Sanz 

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