In Memoriam - Bernabé Herrero

Un poeta orillado Andrés Trapiello
Correspondencia Juan Larrea-Bernabé Herrero José Paulino
Dos poemas musicados por Manuel Castelló
Emociones campesinas dos poemas de Bernabé Herrero
Poemas edición y prólogo de Andrés Trapiello. Epílogo de Enrique Andrés Ruiz
Carmen y Lola. Revistas de poesía
Bibliografía de Bernabé Herrero

Un poeta orillado

 

Bernabé HerreroBernabé Herrero es en toda la extensión de la palabra un poeta desconocido, pero no un poeta raro. Se tiende a creer que lo raro lleva aparejados anomalía y esquinamiento personal o histórico.

El concepto de "raro" no es exactamente la degeneración, para los tiempos decadentes, del concepto verlainiano de "maldito". El maldito, en el siglo XIX, era sobre todo, antes que un hombre, una sensibilidad para sintonizar con los aspectos más oscuros e inquietantes de la naturaleza humana, por lo que la sociedad burguesa no dudada en expulsar de su comunidad a quien así los sintiese. Al final todo quedaba en una correspondencia baudelairiana: el maldito buscaba los arrabales sociales para realizar su obra, y el burgués le toleraba siempre y cuando no rebasase los límites del café, de la absenta y de las enaguas de sus hijas y esposas.

El raro no es necesariamente un maldito, aunque con frecuencia la rareza pueda cultivarse como una forma de dandismo, como la orquídea de la singularidad.
Hay muchas clases de raros. Los hay, diríamos, por exceso y por defecto de temperamento. Aquellos tan extravagantes que rozan la locura, si acaso no son criaturas amamantadas a sus pechos, y los otros, gentes a quienes su vida inadvertida y sin aristas lleva a confundirse con el resto de los cantos rodados. A muchos de estos últimos les llamamos raros, pero en realidad no son otra cosa que gentes cuyo modo ordinario y regular de vida ha acabado llevándoles al anonimato, la forma más inocua y verdadera de la rareza. Ese es el caso de Bernabé Herrero, de quien vamos a ocuparnos no por lo que tuvo hasta ahora de desconocido, sino por lo que tiene de poeta que debería conocerse. Aquello sin esto sería una forma de la extravagancia también. El malditismo, la locura, la rareza, el suicidio no son determinantes en la obra de un hombre, sino circunstancias de su vida o de su muerte, que podrán ayudarnos a comprender una y otra, pero que ni las hacen mejor ni las empeoran. Así, pues, convendría que nadie se llamase a engaño: a uno le gustan los sencillos versos de Bernabé Herrero en lo que tienen de hermosos, no en lo que tenían de ignorados por todo el mundo. Lo ha dicho uno hace muchos años ya: la literatura no es un ateneo restringido ni un club de las almendritas saladas. Podríamos decir que Bernabé Herrero está bien por lo que tiene de... normal, una normalidad que le volvió raro en una época en la que justamente se premiaban las extravagancias poéticas, el superrealismo, la jitanjáforás o como diablos quiera que las llamaran y aquellas fabulosas y gongorinas equis y zedas, tan de moda entonces, que lo mismo se podían leer de arriba abajo que de abajo arriba.

Por otro lado, cuando se tiene a vida como la de Bernabé Herrero lo mejor es sustentarla en una obra, porque de lo contrario hay muy poco margen para la mistificación y la leyenda.

ALGUNOS DATOS

Uno cree que con la vida de Bernabé Herrero se podría hacer una sutilísima novela, con mínimos cambios, con muy delgadas peripecias, con hojaldradas y frágiles demudaciones y tornasoles psicológicos, donde el azar, un azar imperceptible casi, va uniendo las vidas de un puñado de personas, a veces con lazos que no romperá sino la muerte de los protagonistas.

Bernabé Herrero nació en Soria el 2 de abril de 1903. El hecho de que naciera en Soria, por ejemplo, fue determinante para que su existencia estuviera de por vida unida a la vida y la obra de estos tres poetas, Annio Machado, Gerardo Diego y Juan Larrea...

Empezó Bernabé el bachillerato en su pueblo, pero cuando había terminado el cuarto curso, un amigo de su padre, jefe de Correos, animó al mu chacho a que se presentase a un as oposiciones a ese cuerpo administrativo, con el fin de asegurarse desde joven un porvenir. Bernabé esas oposiciones y en 1919 recibió su nombramiento como oficial de tercera clase. Trabajó al principio en Soria, le destinaron luego a Madrid, y terminó de nuevo en Soria en 1921, pero a los tres años le destinaron a Sigüenza, donde permaneció hasta 1929.

En Sigüenza vino de nuevo el azar a tender los puentes que hacen novelescas todas las vidas. Allí le esperaban unos amigos que hasta entonces no conocía y que parecían puestos para que los capítulos posteriores de la novela encontraran justificación en estas páginas antiguas: Luis Barrena, Agustín Muñoz Grandes, Adolfo de Miguel... En Sigüenza Bernabé Herrero debió encontrar también un clima propicio para la poesía, porque escribió sus dos primeros libros de poemas y cuidó de manera continuada en una imprenta alcarreña la edición de Lola, suplemento de la revista Carmen que Diego dirigía e imprimía en Santander.

Bernabé Herrero, al igual que otros jóvenes sorianos, había conocido a Diego cuando éste llegó a Soria, unos anos antes, como profesor de instituto. Fue este un hecho determinante en su vida y en su obra. Entre todos ellos se estableció una complicidad poética y amistosa, y en algunos casos incluso más, como sucedió con >> José Tudela, soriano también y a quien le estaba destinada para después de la guerra una carrera brillante como archivero y futuro director del Museo de América y que por entonces, 1922 se casó con la hermana de Bernabé, cuatro años mayor que éste.

Cecilia Herrero con su hermano BernabéHace unas semanas murió, con cien años, esta Cecilia Herrero. Era una mujer culta y encantadora, que sintió por el hermano poeta veneración y afecto sin límite. Había estudiado con Concha Albornoz y Rosa Chacel la carrera de Filosofía, que ella terminó.

Por mediación de su hermana y del jefe de Correos de Madrid, consiguieron arrancar a Bernabé de sigüenza, traérselo a la capital y nombrarle ambulante de Correos en el tren nocturno de Murcia. Fue en ese destino, relativamente cómodo, donde Bernabé, animado por su hermana y cuñado, finó el Bachiller y empezó y remató en muy poco tiempo los estudios de Derecho, al término de los cuales obtuvo una beca para Bolonia, a donde fue con su amigo Adolfo de Miguel, a quien la Italia musoliniana haría fascista, metidos ambos ya en aquella novela in progress. Al regreso, Adolfo de Miguel aprobó las oposiciones de Fiscal y Bernabé las de Juez, y a comienzos de 1936 fue destinado éste a Huelma, Jaén, donde vivió hasta el comienzo de la guerra. Los sucesos de la guerra, como a tantos, le desbarataron la vida. Bernabé, que era de izquierdas, corrió a Madrid en cuanto se produjo el estallido con el objeto de recabar instrucciones, y en su ausencia el secretario de su juzgado, que era de derechas, fue asesinado. Trató de permanecer en su puesto, pero comprendió pronto que aquella inestabilidad podría arrastrarle a él mismo Dios sabe a qué barranco, de modo que dejó Huelma para siempre y regresó a Madrid. Aquí su cuñado José Tudela le consiguió un visado para salir. Llegó a Francia en busca de refugio a comienzos de 1937 y allí Diego y la mujer de éste, francesa, le ampararon en su casa durante unos meses, hasta que el poeta soriano consiguió un puesto como lector de español en Aurillac.

En este pueblo Bernabé Herrero conoció a Marie Louise, también profesora, y con ella se casó en 1938, y al poco ambos fueron destinados como profesores de español a la Escuela Normal de Dax.

El exilio de Herrero fue duro en extremo y su vida personal y afectiva desdichada. La lejanía de los suyos contribuyó y agravó aún más sus tendencias depresivas. Tudela, que había ayudado a Adolfo de Miguel a refugiarse en una embajada del Madrid republicano, acabó exiliándose él mismo y no regresó a España hasta 1939. Diego se repatrió antes, incluso, de lo decoroso (lo que dio origen a un intercambio epistolar amargo entre éste y Larrea en el que se analizan pormenorizadamente las razones morales y políticas por las cuales "no se podía volver" a la España de los criminales fascistas). Larrea desde luego no regresó hasta que no se murió Franco. En cuanto a Bernabé tanto sus amigos como su familia, su hermana y su cuñado, hicieron todo lo posible por traerle, comprendiendo que el exilio le estaba aniquilando.

El propio Adolfo de Miguel, que había sido nombrado ya Fiscal de la Causa General, le facilitó los trámites para que regresara, ya que no pesaba sobre él acusación ninguna. Viajó incluso personalmente hasta Irún para recogerle. Sucedía esto en 1953. Previendo que no sería repuesto en su cargo de juez, o que su reposición se demoraría un tiempo, llegaron incluso a buscarle colocación en el despacho de otro de los amigos de juventud sigüenzana, Luis Barrena, conocido criminalista.

El encuentro de Bernabé con España fue ilusionado, pero el ambiente y el clima moral los encontró asfixiantes. A las pocas semanas volvió a Francia, sin tomar una decisión, pero a los pocos meses el deseo de volver se hizo más acuciante. Aún parece que regresó una vez más para preparar, esa vez sí de una manera real, su definitiva vuelta, pero al regresar a Daz con el objeto de finiquitar sus asuntos allí, familiares y laborales, cayó enfermo. Los últimos meses fueron al parecer especialmente penosos en todos los sentidos, sostenido únicamente por los recuerdos españoles, las cartas de los amigos y las audiciones de discos de zarzuela.
Cuando murió, el 13 de junio de 1957, apenas dejaba tras de sí una sombra, una viuda, dos hijas, unos pocos pero buenos amigos, tres libros de poemas y un folleto con doce sonetos, un libro de Derecho, escrito en la juventud, y otro, en la madurez, que era un ensayo sobre la música, además de cincuenta o sesenta poemas inéditos escritos en el exilio... La mayor parte de las cosas que podamos saber de él las deberemos averiguar ya en esos libros, en la correspondencia con los amigos, >> epistolarios, como el mantenido con Larrea o con Diego, cuantiosos e importantes, y... poco más.

Su hermana ha muerto hace unas semanas; Diego murió también y Larrea, y Tudela... Su mujer no vive desde hace ya mucho. Sus hijas andan por Francia y para ellas su padre acaso sea también una sombra como para nosotros.

LA OBRA

Todo esto tal vez no tendría interés si acaso sus libros no fuesen tan singulares, tan raros en su franciscanismo, tan sorprendentes en su claridad, tan misteriosos en su ingenua dicción.

Porque esa anomalía, la de su absoluta normalidad, fue precisamente la que a uno le asaltó hace muchos años, cuando salió a nuestro encuentro un ejemplar de su primer libro, >> Emociones Campesinas, del año 1925.

El Rastro depara esas sorpresas. No fue sólo su modesta pero elegante presentación. Ni siquiera que viniese el ejemplar acompañado con una dedicatoria manuscrita. Ni que luciera otra en letra de imprenta a Gerardo Diego, al igual que un poema a Emiliano Barral y otro a Concha Albornoz... Ni que constara la edición de doscientos ejemplares numerados. Tampoco ese título tan... descarado, tan arrogante diríamos en medio de las batallas creacionistas y al mismo tiempo tan modesto frente a la insufrible prepotencia vanguardista. Tan Caeiro, él, que no conocía a Caeiro. Tampoco cómo llamaban la atención los títulos de los poemas, "Nocturno ciudadano", "Estampa romántica", "Tardes de mi pueblo". Ni el que alguno de esos poemas fuesen décimas, justo en el tiempo en que Cernuda y Guillén escribían las suyas y ponían de moda esa forma arcaica, lo cual era un modo de advertencia de que este poeta "sabía", no era "nadie"... En realidad es siempre un conjunto de cosas el que le inclina a uno a leer allí, en medio del río humano, apresuradamente, uno de esos poemnas, sin saber ni sospechar quién pueda ser ese poeta cuyo nombre nada nos dice todavía. Atentos, pues, tan sólo a la poesía. Así que se quedaron con nosotros, leídos al azar, abstraídos en la mañana del domingo, algunas de sus palabras, detrás de las que adivinamos una vida, y una vida que ademas nos iba a ser familiar y querida.

Mi cuarto es pobre. Todo en él expresa
la pobreza del hombre que lo habita:
una cama, dos sillas, una mesa
y una serie de libros favorita.

Después de este encuentro, empieza uno, ya en casa, a completar el perfil del autor. En este punto suele ser crucial la intervención de Juan Manuel Bonet, quien tampoco conocía por entonces al poeta, pero a quien sedujo igualmente desde el primer momento.

A los pocos meses nos aparecieron, a Bonet y a mí, por conductos diferentes, en arroyos distintos, el resto de los libros de Herrero. Es otra de las cosas extrañas de los libros viejos. Seguramente habían estado en su órbita durante lustros, a la espera de que alguien se tropezara con ellos. Vinieron, creo recordar, incluso en orden cronológico. Después de Emociones campesinas, >> Tonadas de camino, de 1926, que Bernabé dedicó a su otro gran amigo del alma, Juan Larrea, y luego >> Letrillas castellanas, dedicado a Aurelio Rioja...

Faltaba sólo ese pequeño folleto, que Bernabé Herrero publicó a su costa en Bayona en 1947, la docena de sonetos que tituló Orillas, pero para entonces el azar quiso que Juan Manuel Bonet viajara un día de 1998 a Zaragoza, invitado por el Letrado Mayor de las Cortes de Aragón, que resultó llamarse... José Tudela, nieto de aquel otro José Tudela y sobrino nieto a su vez del poeta orillado. Es como si el azar quisiera compensarle en nosotros a Bernabé Herrero de todo lo que parece que le sustrajo el destino.

A los libros citados de Bernabé Herrero deberíamos añadir el título de estos dos, para los amantes de la minucia, y en honor del propio Tudela, archivero. Uno, que nunca he visto, o que si he visto no me acuerdo, titulado La teoría jurídica del delito en Italia, escrito en colaboración con Adolfo de Miguel y publicado en Madrid, en 1935, y otro que publicó poco antes de morir, en 1957, en la Revista de Occidente, un ensayo sobre Canto, baile y músicos españoles, curioso y misceláneo librito lleno de noticias, historia, erudiciones y visiones personales sobre la música y el folklor, la poesía popular y las formas cultas del mismo.

Estos, con los poemas que dejó inéditos y que publicara La Veleta, son todo su corpus bibliográfico.

Pero aún no hemos hablado de poesía. ¿Cómo es? Mínima, diríamos, mínima y lírica, florecillas de un camino, de una pradera; y mínima no en lo que tenga de pequeño o de segundo orden, sino en lo que tiene de sincera confesión, pulsada únicamente en los trastes de la emoción. Y esa es la norma de toda su obra. Hay en ella evolución, desde luego, pero no altibajos.

Es, digámoslo ya de una vez, un poeta machadiano, desde luego, pero eso no lo explicaría todo, aunque nos explique la razón por la cual su voz no llegó a oírse, ni siquiera contando con altavoces formidables como lo fueran Diego o Larrea.

A Herrero le desplazó su voz en el torbellino vanguardista (Diego, por ejemplo, apoyaría en la época de Carmen a poetas vanguardistas y más jóvenes que el propio Bernabé Herrero, como Piñer y Basilio Fernández, inéditos hasta la fecha, en tanto que jamás publicó nada de Bernabé, que ya había dado a la luz dos libros de poemas; en cuanto a Larrea, tampoco le invitó a que colaborase en su Favorables París Poemas. Lo dicho, Bernabé era, poéticamente, el pariente pobre que compromete una reputación social. Y no olvidemos, por otra parte, que el epistolario que conservamos de ambos con Herrero no es precisamente circunstancial, sino muy numeroso y significativo). Bemabé al recluirse en el carmelo de esos doscientos ejemplares con que limitó la tirada de todos sus libros, debía saber su condición anacrónico. Ni quería molestar a nadie, y menos a sus amigos, ni perjudicarles, diríamos, en su carrera vanguardista. Tampoco les pidió nunca que le ayudaran, porque sabía que en medio de la voz decorativa de Diego o Larrea, su voz era demasiado elemental, y podríamos decir que cuando Bernabé Herrero decía de Antonio Machado que tenía un "verbo llano sin trino y sin arpegio", estaba refiriéndose también a sí mismo.

Desde el primer momento las constantes de su poesía fueron claras: una voz sencilla y misteriosa, sin trino y sin arpegio, un sentimiento hondo del paisaje, de las viejas ciudades en las que ha vivido, un eco de la poesía tradicional, romances, canciones de corro y, si acaso, el guiño a la modernidad barroca de unas décimas que en él suenan como melodía de una vihuela, no como el acorde, también maravilloso, de Stravinsky.

Si a alguien cabría llamar un poeta impresionista es a él. La mayor parte de sus poemas, y sobre todo los que escribió en el exilio, no son sino estampas líricas de los lugares por los que pasó o en los que vivio, parajes pintorescos, jardines públicos, rincones silenciosos. Y en ellos la persecución de una equivalencia, la de su alma, que encuentra en la belleza el modo de curarse "de la impiedad, la hiel y la negrura".

Yo creo que Herrero es a la poesía lo que uno de esos aficionados espontáneos a la pintura, la cual cultivan para sí mismos con entrega y honradez, sin preocuparse demasiado de los ecos, atentos sólo a las voces, uno de esos artistas a los que despectivamente hemos llamado, a veces muy a la ligera, domingueros. Sí, Herrero es un poeta dominguero en lo mejor que puede tener esta expresión: es un poeta casi feliz, entregado al ministerio de celebrar, en las aguas turbias del exilio, los remansos eternos de la belleza, la primavera, la amistad, siempre en sus tramos romanceados, en sus rondas, en los endecasílabos prístinos. Son emociones del momento, del natural, arrancadas a un instante demasiado fugaz, como el acuarelista ambulante. "Al irme a Bordeaux, una mañana de junio. 1939", anota al final de un soneto, para darnos a entender que su disposición de escuchar a su modesta musa era completa. En un soneto de Letrillas Castellanas, que dedicaba a Jorge Guillén, Bernabé nos confiesa su sueño:

Quiero vivir aquí. Nada más quiero
este infinito azul que me acompañe.
Quiero que mi alma - triste ya se bañe
en las sonoras márgenes del Duero.

Quiero sólo la luz, la línea invicta
de la llanura que se van tan lejos.
Sólo quieren mis ojos tus espejos,
agua que tiernas efusiones dicta.

Y llegado el caer, que tú me ampares,
caridad de los olmos ribereños,
testigos de recónditos azares.

Olmos verdes en vegas amarillas.
Cuánto sabéis de enamorados sueños
tejidos en la paz de las orillas!

Un poeta orillado, sí, primero por la vanguardia, luego por la guerra, finalmente por el exilio, ahora por el olvido. Pero todos los poetas lo son. Podría haber escrito aquel verso que Juan Ramón dejó en su colina meridiana: "Quedarme en las orillas es mi sino". ¿No nace también la poesía de un orillamiento?.

© Andrés Trapiello
Madrid, primavera de 1999
Del libro colectivo OSCURA De los más raros, Editorial Xordica.
(Publicado en ABANCO/COSAS DE SORIA, Nº 37)

José Tudela

Andrés Trapiello en Cervantes Virtual

 

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