In Memoriam - José García Nieto

Elegía en Covaleda Pedro Sanz

Cuatro Sonetos Sorianos García Nieto

Elegía en Covaleda

 

José García NietoEn la calle José García Nieto de Covaleda (Soria) está la casa de mis padres y mis raíces. Es una calle alta, abierta al monte y a todos los aires del Urbión en el barrio de Las Losas. Alegre, hidalga, sana. Me imagino que por ella tuvo que pasar alguna vez —sin saber que años más tarde sería suya— aquel niño que llegó en 1916 desde su Asturias natal de la mano de su padre, don José —a quien los amigos enseguida apodaron el Cuco según la vieja tradición de dar un alias al recién llegado—, el nuevo secretario del Ayuntamiento.

Vivo, aunque no todo el tiempo que yo quisiera, en la calle José García Nieto y he sentido su muerte como si fuera propia porque algo de él me pertenece. Desgraciadamente la muerte ya no respeta ni siquiera a los grandes poetas.

Su padre murió temprano (1920) y esto hizo que el alma del hijo quedara anclada a esta tierra soriana evocada en versos hechos carne —Elegía en Covaleda— como lugar de descanso, santuario de sus mejores recuerdos y punto de reencuentro con la vida que va más allá de la mera existencia, como nos enseña Quevedo.

Doña María, la madre, maestra de escuela y de solfa, también dejó su huella de bien hacer en el pueblo con alumnos como Clemente Cámara, el Sacris, (mi recuerdo para el hombre que sufrió con resignación cristiana nuestras malicias de monagos irreverentes en aquellas tardes de rosario e incienso) amigo íntimo de Pepeco, alias del hijo. Con Clemente siempre guardará José una relación viva y estrecha atada por la memoria del padre muerto. Lo mismo que mi amigo David García, don David, que también guarda con celo la casa donde residieron los García Nieto en sus años de destino en Covaleda: vivienda perfumada de recuerdos que respetó, afortunadamente, el incendio que todo lo devoró en 1923 a poco de marchar la viuda y el hijo para Zaragoza a casa de un pariente. Así parece ser que la encontró a la vuelta, treinta años después de su partida:

Hoy he visto la casa de aquel día
último, la cocina baja, el patio,
la ventana —llovía aquella tarde—,
el sitio de la cama. Y he tocado
una pared. «Aquí había una puerta».
El niño que en mi anda va acertando...

A los años de su infancia vuelve el poeta cuando le asalta el recuerdo —llovía aquella tarde— cuando pisa la casa que le acogió, la tierra de Covaleda que siempre llevó adherida a los zapatos de sus sueños, tierra que le llama con las voces íntimas del padre muerto.

Está fresco el pinar de Covaleda
en la mañana grave;
Urbión cuida celoso de su nieve;
unos caballos pacen;
un niño canta, un niño
canta, un niño que pasa canta...

El niño que pasa y canta no es otro que él mismo, la voz del recuerdo. Y canta con tono sostenido, con evocación franciscana, el momento grabado a fuego en su memoria tratando de condensar en vívidas notas un paisaje interiorizado, un tiempo lejano, logrando que vida y tierra se confundan, se penetren, formen la textura blanda y melódica de una imaginaria voz que pasa cantando:

Esa resina, este pinar, esta ladera verde
del nuevo cementerio,
esta doncella fría; Covaleda
remota, alma naciente, sol de un cuerpo
puro en la tarde pura,
este camino del silencio,
este amor todavía, esta campana
de sangre en la espadaña de mi pecho,
esta savia del llanto bienvenida,
este hombre cuidando su relevo,
son señales de que todo vive,
de que la antorcha sigue ardiendo...

Cierto. No se apagará la llama prendida en la ladera verde del nuevo cementerio mientras el poeta viva, como queda testimonio en la correspondencia cruzada con su amigo Clemente y familia; sólo la muerte, creo yo, ha sido capaz de romper ese hilo sutil que los unía dando sentido a una vida levantada a base de versos y memorias que es, como él mismo dice, señal de que todo sigue vivo.

Fue, precisamente, la exhumación y traslado en 1958 de los restos de su padre desde el cementerio viejo, sito junto a la iglesia parroquial, al nuevo, en esa ladera recordada, lo que le obligará a regresar a las fuentes de niño, a la tierra que todavía hoy ocupa y estercola el padre, como dijera Miguel Hernández:

Después de muchos años, he venido
hasta el propio rincón donde te haces
tierra sin descansar. Nunca hay descanso
para el cuerpo que cae.
He llegado hasta aquí después de muchos
años de andar...

Este andar al reencuentro con la noble calavera es la experiencia íntima que desatará en su pluma la Elegía en Covaleda (1959). Y al escribir descubre que se siente como un hijo pródigo, el hijo malogrado de la alegoría bíblica que torna a la casa paterna en busca de calor y cobijo:

Soy el desconocido; ya sé. Sabes,
también tú, que soy otro; el extranjero
en esta tierra tuya de guardarte;
el hijo pródigo que vuelve
cansado, y no hay quien calce
sus sandalias, y no hay quien sacrifique
el becerro mejor... No; nadie sale
a mi encuentro. Tu casa no es mi casa.

Se siente perdido y solo. Extranjero. Desamparado. Por eso busca en las fuentes del tiempo pasado, en la memoria constante y muda de un pueblo, de un paisaje, de unas gentes, busca que le restituyan a la vida, a la edad joven, alimentando los veneros de sus nostalgias más tempranas, su Castalia personal y viva.

Y aquí es donde me hiere más, a mí, que me siento lejos de mi tierra, pródigo como él; por eso me llega con más fuerza, me hurga en las médulas cuando dice palabras que son algo más que simples versos mientras señala objetos o paisajes: algo más que materia vegetal y caduca, piedras, carne muerta.

...A mi memoria
viene un olor remoto de caballos
que deshacen las olas de la hierba
piafantes y sobresaltados.
Y Covaleda en medio, dura y tersa,
nevada y silenciosa como un claro
de luna, o entreoída como el grito
de un boyero lejano...

Don José García Nieto —Pepeco para los amigos— siempre quiso volver a esta su segunda casa. Pero los compromisos le fueron enredando y retrasando la vuelta, hasta que la enfermedad y la muerte le impidieron pisar la calle a él dedicada, mi calle, la hidalga, ni leer con su voz timbrada el soneto —puras líneas garcilasianas— esculpido en el monolito que la guarda; no pudo venir, pero no significa olvido, porque no se puede olvidar lo que se ama, lo que gustosamente se encarna en uno mismo, se transubstancia:

He venido a poner el tiempo en orden,
en carne viva la memoria, en claro
el corazón, aquí en el sitio mismo
elegido por Dios para tu tránsito.
Todo aparece como entonces. Digo
entonces y no sé lo que alcanzo
con mi palabra...

El encuentro con su vida pasada es frontal, franco, sin rodeos. Y los hallazgos van haciendo estragos en su conciencia que le devuelven a la paz de antaño hasta lograr un equilibrio perfecto consigo mismo y con la naturaleza que le hizo ser poeta y sentirse desnudo frente a ella:

... a mis horas, a mis cosas,
a mis costumbres vuelvo,
a mis días de amor, a mi nostalgia
de haber tenido el tiempo
medido con el golpe de los frutos
que abrillantan la piel desde su encierro,

que no es otra cosa sino un afanoso buscar las respuestas que el hombre se hace frente a la vida y la muerte, frente a la soledad y la nada:

Vuelvo a mi soledad, y a mis preguntas
renovadas contigo en tu silencio.
Las gracias de la tierra me acompañan
y disipan mi miedo.
Te vas quedando atrás, lejano siempre,
sol de mi gran invierno,
agarrado a las copas de los pinos
a la serenidad de los neveros.

Este debatirse entre la alegría y la tristeza del poeta cuando vuelve entre los suyos, a Covaleda, es, tal vez, el sino de su poética creyente y atormentada, mucho tiempo ninguneada por no ser hombre de sometimiento fácil, por ir a contracorriente, por luchar por la causa de la pureza y guardar los ideales garcilasianos que tan bien se avienen a los perfiles vírgenes de pastores y arroyos —mi abuelo entre ellos— de este mi pueblo:

El heredero
ha vuelto a su solar. Busca. Pregunta.
Y su heredad era tan sólo un hueco
en la tierra. He llenado nuevamente
de cenicientas monedas el suelo...

Al padre muerto lo cambiaron de tumba por razones del trazado urbano. El corazón del poeta se sobresalta ante el hecho inevitable. Son normas de la nueva usanza: los cementerios deben estar lejos. Mi padre, Rufino, levantó con sus manos de picapedrero los muros del campo santo que yo vi nacer piedra a piedra. También vi cómo removían la tierra del antiguo y salían a flote cajas y cadáveres en una curiosidad avara de niño. Calaveras, dentaduras, tibias, fémures: restos de antepasados. Nuestros mayores. Clemente mostró la suya a su amigo José:

Sólo había una caja de madera
jugosa, sobre el suelo removido,
y con la escarcha matinal cubierta.
Y dentro, padre, estás tú...
Amo mi trago, mi dolor posible,
amo mis hombros donde aún me pesas,
padre mío, un momento en la mañana
con sol de Covaleda...

Recuerdo aquel entierro. Yo era monaguillo. Tal vez me tocara llevar el hisopo de latón que lavaría con agua bendita este tránsito segundo de los muertos antiguos. No lloraba la gente: sufría y recordaba. José era uno de tantos. Allí estaba la caja de mi abuela Basilisa, a la que no conocí, llevada en hombros por mi padre y mi abuelo. Era una procesión interminable de muertos bajando por el Campo camino de la ladera del Lomo donde estaba el nuevo:

El camino se ha hecho lentamente,
una larga cadena
de preces, lutos, músicas, silencios,
campanadas, carreras
de muchachos, miradas y memorias
de ancianos, larga cuesta
que cubría la muerte innumerable
saliendo una jornada de la tierra.

Todo aquello quedó en la memoria de los que lo vimos y en estos versos.

Pero la muerte —la Parca de los poetas— a todos llega, incluso a ellos. Y José García Nieto es ahora carne de huesa, aunque no esté muerto del todo, porque algo suyo queda entre nosotros. Se queda su voz recordada por sus amigos: «primer poeta de las letras españolas que en la posguerra cultivó la poesía pura», le declara C. J. Cela.

«Maestro de la métrica y hermano mayor» le nombra Francisco Umbral, discípulo suyo en aquellas tardes del Café Gijón.

Yo, sencillamente, quiero llamarle «vecino», porque lo fue y lo sigue siendo: «vecino en cuya calle vivo».

Y él me dice:

Ésta es mi herencia; puedes hacer uso
de ella y proclamarla.
Lo que te doy en buena hora
que en buena hora lo repartas.

La acepto. Ya lo estoy haciendo.

Gracias Pepeco, en nombre de todos tus amigos de Covaleda.

© Pedro Sanz Lallana, 2001

 

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